Por Maira Rivainera |
Sobre Zócalo, de Raquel Guzmán
¿Alguna vez se sale del asombro por el montículo de palabras que otro ha reunido? Resulta frecuente que algunos poemas estén terminados y les falte sabor, a algunos poemas les pasa que les falta poesía. Lo que se me presenta como ella… una sensación ambiente, un secreto entre el poema y yo, un: no puedo decirlo, de modo que lo hago existir entre estas palabras, las he elegido, se acomodan, se amalgaman, juntas aquí, dispuestas en el orden en que están, harán existir lo que no es emocionalidad, sentimiento, afección del ánimo sino, quizá, una forma de mirar el mundo con el texto como ventana; el mismo mundo que ya sabes, el que conoces, pero visto desde esta concatenación de letras y espacios.
Algunas personas prefieren la lectura en voz alta, para mí al poema le queda mejor la lectura interior. Encuentro que ahí mora la oportunidad de escuchar el tono, me pasa que no llego a algunas entonaciones con la modulación que la biología me ha dado. De manera que, como quien pusiera a tocar una orquesta cuando lee, leo en silencio y releo hasta encontrar el tono de quien escribe. Las más de las veces, cuando el trato de las palabras en quien ha escrito ha sido intencional, eso se transparenta en que no es necesario traer a la autora para que lea su poema y entienda una cómo hay que decirlo. En algunos poemas de Raquel Guzmán se encuentra esto a lo que quisiera llamarle voz, es en realidad el sonido, el tono, la nota. Han de haber muchos que lo sepan hacer. No tiene que ver con el registro de la oralidad en la escritura sino, con ordenar la sintaxis para hacer zumbar el idioma, tal como se le da énfasis a lo hablado cuando se conversa. La situación es que no va de suyo, y que en esa aparente mera trasposición de voz a escritura, hay en verdad un ir de la escritura a la voz, para lo que es necesario perder la voz, perder la escritura y recuperar el rugido en un gesto llamado escritura. Como revisar el camino automático del habla, escribirlo, revisar en retrospectiva eso escrito y reescribirlo en consonancia con el tono que se desee transmitir al lector, sin tener que explicárselo, puesto que no estaremos en cada oreja, en directo, para explicar cómo suena. Sucede que nadie reflexione en el proceso porque no es necesario, pero quienes lo realizan en modo… digamos, automático, quizá reconocerán algo propio en lo anterior descripto.
Ese tono guzmanesco, por decirlo así, se escucha como una risa fugitiva, como la cola de los atavíos de una aparición irreal huyendo por los pasillos de una casa en penumbras al ser descubierta. No es el tipo de texto chistoso, se trata de un humor íntimo, lo que es más complejo de fabricar que un sentido gracioso, explícito. El humor, diría, prescinde de la risa que lo confirme, sucede convenientemente en soledad y el otro puede, dado el texto, advertirlo o no; por eso el humor se aproximaría más a una estilización del espíritu, diferente del chiste, más próximo a lo grotesco este último. Por ejemplo
Cascarudos. Enormes cascarudos abandonados por la luz
se retuercen en el piso entre el arroz felicísimo de los novios.
Es un poema con mucha gracia, sabemos que los arroces no son felices, Raquel Guzmán lo sabe, los cascarudos en su abandono lo saben, lo saben los novios, el humor es esa palabra en su acento. En las sílabas císi es donde está el humor, es el hilo de voz que suena estrangulado por la alegría, la risa contenida en unos ojos achinados y una dentadura amplia, destellando el reflejo de las luces, brillando. A la vez, el humor se configura en el ambiente del poema, pareciera grave en ese cascarudos abandonados y en el mismo movimiento, como en una capa de pintura sobre el mismo lugar, una ironía bondadosa acerca de la gravedad de lo serio, es como si un señor ceñudo de pie sobre una banqueta con una mano sosteniendo el papel y la otra erguida aclamara las virtudes compasivas en su audiencia, declamando: Cascarudos. Enormes cascarudos abandonados, etc. Es, por qué no, una opinión acerca de las poesías concebidas serias. Para después qué, no poder contener la felicidad de vivir a veces, pero una felicidad no propia sino de aquellas que le llega a una como por propagación de onda, porque a veces la felicidad de algunos resulta contagiosa, en fin.
¿Una imagen inolvidable?
Rayuela. Tejo. Pie. Salto. Tiro. Lejos.
Salto con un pie, con los dos, con las piernas cruzadas
Con los ojos cerrados, con las manos abiertas, con el corazón palpitante.
Salto. Saltas. Salta. Saltamos. Saltáis. Saltan.
De la Tierra al Cielo. Del Cielo a la Tierra
Sudando. Aplaudiendo a carcajadas.
Brinco. Rebote. Impulso-caída de los cuerpos
(…)
Aquí la lectura se entrecorta, se agita, se sonríe, por una especial concordancia entre forma y contenido; no hay nada como leer un poema por primera vez y que en esa primera lectura éste nos atraviese pese al ruido de donde nos encontremos, pese al silencio, a la noche o a la soledad, vemos ese juego, estamos ahí por momentos jugando, respirando al tiempo de esos saltitos.
Son poemas tomados de Zócalo, un libro con diferentes fachadas, cual una caminadora recorriendo calles sobre veredas varias. Hay al menos tres actos en Zócalo, actos reconocibles a partir de advertir un uso de las formas. En el segundo acto, cada verso toma la forma de un cero en la línea infinita hacia -1 y +1, el cuerpo de estos poemas no se disuelve por eso; puesto que no habría corte de verso en una continuidad prosaica de sentido, debo suponer que aquello que magnetiza las palabras es una voz, pero ¿qué es esa voz? De qué está hecha, ¿es significado?, ¿es campo semántico? O será… poesía (no poema, sino: qué es lo poético).
Al parecer, la voz se presenta enumerando y entrampa al lector porque en ese mismo carácter de serie, introduce en la sucesión un contenido en las mismas condiciones de número que los anteriores, excepto que éste vine a significar: no estaba sino diciendo, no debes almacenar la información que voy escribiendo si puedes dejarla caminar, como dejas pasar una fila de hormigas andantes.
Por eso Zócalo va dejándonos huecos, con lugar para respirar, hace cavidad para el oxígeno, en una ciudad compresa de piedra y concreto. En la compresión de miradas que pasan ciegas, el nunca mencionado pero testigo: paria. El vagabundo, quien por almohada toma un escalón y sueña con que la noche pase.
En el primer acto, la enumeración aparece ofreciendo en detalle el paisaje vivo de una ciudad, el paisaje que dejan quienes viven de una ciudad, lo que formalmente se cristaliza en una sonoridad de consonantes en las palabras escogidas, es la disposición de palabras en homóloga manera en que las ideas que se parecen discurren en la cabeza de quien deambula y mira; disonancia compositiva, un laterío constante, distraído y preciso. Aquí el soporte, lo que hace material la realidad son las palabras, eso llamado mundo es un espectro que late a medida que la caminadora va nombrando. Son palabras no escogidas por voluntad humana alguna sino, bullendo engranaje en el cerebro, en un triunfal intento de aproximarse del poema a las cosas.
Una vez tocado el mundo, sus desniveles, sus resquicios, esa acción de contar –en el sentido del número –se desfigura a forma. Vira a forma, pasa a forma. Y aquí el efecto que quisiera destacar en Zócalo, los versos hacen en cada renglón un cero, hacia la izquierda un menos infinito, hacia la derecha un más igual; lo que no es menor comparado a una costumbre al momento de leer poemas en verso libre, la costumbre según la cual el poema sería una prosa que ha sufrido el arbitrio de quien invoca al lenguaje, y sido cortada, descuartizada en versos cuya única propiedad poética estaría en que hayan sido fragmentados según un criterio relativo a una verdad individual, válida por su significado personal.
Entonces, tenemos estos versos como anillos circundando una columna de materia oscura, que haría las veces de lugar en un espacio visual imaginario, es decir real inmaterial pero concreto, donde ubicaríase la poesía. Porque están estos versos arbitrarios, como cualquier disposición de palabras con aspiraciones literarias, de los cuales, no obstante, no es posible dudar que están hechos de un orden, digamos así, inmanente, que les es propio e inherente. De modo que, dado que voy a dudar de si está cada palabra donde debiera o no, y tomaré partido por el no, por el simple hecho que podrían haber estado ordenadas diferente y el referente haber permanecido, tenderé a preguntarme qué cohesiona estos ceros y dan idea de poema. Provisionalmente no queda otra que decir, una necesidad poética, de sonido y cadencia.
Pero necesidad poética hecha cómo, ¿hecha de campo semántico? Pareciera que el cuerpo del poema sea un artificio, un efecto del artefacto poético en que a veces resulta un poema. Produce sensación de pieza terminada, redondeada; esto es más claro de observar en esa forma clásica que es un soneto, donde existe un tema que se esboza y se concluye al respecto, de un modo cerrado o abierto, en las tres últimas líneas. En el segundo acto de Zócalo, el tema es no un objeto-cosa sino una forma en dispersión, helo ahí que sea difícil definir la sensación placentera de algo que “se conoce”, de “haber visto algo”. Arribo al punto cumbre del trayecto de esta lectura, sucede que por esa columna de anillos, cohesión de puntos cero, el sentimiento poético sucede no acerca de algo sino como inhalado, como quien queda sustraído de sí por un aroma, cuando al otro lado de una tapia por una vereda intuimos esas enredaderas de jazmín en noviembre; no la vemos, el perfume indica que hay de esas en la proximidad.
Perdimos la pelota, perdimos las monedas
las lágrimas, la elección, la bandera
sentados en la vereda
somos ovillos abrazados a nuestras piernas
el frío nos cala los huesos y la cabeza
gira, carrusel sube y baja atronando las sienes
apoyados en el zócalo
somos bultos sonámbulos
lloramos y dormitamos. Nos quejamos. Recordamos
Los gritos caen de la boca a las tripas
rodamos en el desconcierto.
Antes de dormirnos nos sostenemos de la mano de al lado
para esperar el amanecer.
Zócalo evoca el vaho al otro lado de la pared, desde el piso, tematizando eso llamado basura de ciudad, desechos de vida humana, sin entronar los ojos al cielo. No. Ropas de mujeres alcanzan para hacer campos de flores.
Maira Rivainera ha publicado Cielo, verde, agua (Gerania Editora, 2019) La realidad es más intangible (poemario formato digital, Edición de autor, 2020. Disponible en Tiendita de lapapa.online) y Hacer nada (letradecarta, 2022). Hace letradecarta.blogspot.com (blog de poemas).
Impecable «ensayo» sobre los textos del libro Zócalos de la poeta Raquel Guzmán. «Zócalo evoca el vaho del otro lado de la pared…»
Impecable «ensayo» sobre los textos del libro Zócalos de la poeta Raquel Guzmán. «Zócalo evoca el vaho al otro lado de la pared…» Todo un sentimiento, más allá de lo poético…
Impecable “ensayo” sobre los textos del libro Zócalos de la poeta Raquel Guzmán. “Zócalo evoca el vaho al otro lado de la pared…” Todo un sentimiento, más allá de lo poético…
Excelente análisis sobre una escritora cuya voz interior es poética aguda. Felicitaciones a Mai y a Raquel, la papa está riquísima