Por Selva Almada |
Festilindo
Mi primera vez en el FILT fue en 2016, en la segunda edición del festival. Cuando recibo el wathsapp de Sofi, en mayo pasado, los recuerdos son borrosos: el patio del MUNT, ir caminando hacia el hotel con Gaby y Enzo y Pedro… Enzo repitiendo que se casaría con las toallas del hotel. Era un hotel espectacular, eso me acuerdo también. Y del sol, la temperatura bastante alta mientras Buenos Aires en julio siempre así de fea y gris y fría. Me acuerdo de un cerro al que fuimos en auto, un camino con mucho follaje a los costados (me hace ruido la palabra follaje, pero no eran árboles, tal vez arbustos). Del mediodía radiante comiendo empanadas y tomando vino y la pereza que nos dio arrancarnos de allí para las actividades que teníamos a la tarde. Me acuerdo de haber comido todos los días solamente empanadas, en distintos lugares de San Miguel. Me acuerdo de haberme enterado mucho después que en ese FILT leyó Inés Aráoz y de no haber ido a escucharla porque en ese momento no tenía idea de quien era. Me acuerdo que me gustó ir mientras leo el mensaje de Sofi invitándome de nuevo. También me pone contenta que un festival que recordaba hecho por chicos que iban a la facultad siga existiendo tantos años después.
Faltan como dos meses y medio. Me gusta tener algo que hacer en tres meses, seis, un año. Algo definido y preciso, con una fecha. Sobre todo si es algo que me divierte. Entonces pienso que todo lo que tengo que hacer en el medio y que me pesa, será algo terminado cuando llegue ese futuro cercano. Enseguida me manda los pasajes. Listo: no hay vuelta atrás.
Entre 2016 y 2024 se crearon varios sellos editoriales en Tucumán: Gerania, Puerta Roja, Falta envido, La Papa, Aguacero… los fui conociendo por Salvaje Federal, la librería que armamos con Raquel y Natalia hace unos años. En este tiempo además del ir y venir de libros, nos cruzamos varias veces con editores y escritores de Tucumán acá en Buenos Aires y en otras ferias y festivales del país. En el lapso de esos ocho años también conocí a Diego Puig y nos hicimos amigos. Le escribo contándole que voy para el FILT, empezamos a armar planes. La última vez que estuve allá, hará dos años, nos quedamos hablando hasta la madrugada en un quiosquito y tomando cerveza Norte. A los dos nos encanta el cotilleo y hablar de los rencores de provincia. Y también de escribir y de cómo se lee y qué leemos y qué pensamos qué es escribir. Unas semanas después también invitan a Raquel y vamos a llevar libros de Salvaje para la feria. Lo que ya era un plan ahora es un planazo. Me encanta viajar con las chicas, compartir la habitación como si fuéramos adolescentes, conversar de cama a cama mientras los párpados se van cayendo, entrar al sueño en el medio de una charla que se retomará a la mañana siguiente mientras tomamos mate y comemos las medialunas que robo del buffet como las viejas que van de excursión con los jubilados y fumamos sacando las cabezas y los brazos por la ventana abierta para burlar los detectores de humo del hotel. Unos días antes, porque el tiempo fue pasando entre una cosa y otra, me entero de que también vienen Katya Adaui y Michel Nieva: planazo tras planazo.
¿Cómo se hace un festival de literatura?
En Argentina y particularmente este año, la primera respuesta que se me ocurre es “a pesar de todo”. Hacer un festival, por más pequeño que sea, insume mucho dinero: traslados, hospedajes, comidas, técnica, sonido, logística, prensa, honorarios, viáticos. Tres días que suponen meses de organización. La curaduría y armar la programación es la parte divertida, pero para llegar a esa instancia primero hay que hacer la peor parte: mandar notas pidiendo apoyos, hablar por teléfono con un montón de gente para pedirle plata, golpear y golpear puertas. Así como la mayoría de los lectores no saben cuánto cuesta hacer un libro, la mayoría de la gente (incluida los escritores que vamos de invitados a los festivales) no sabe cuánto cuesta hacer un festival. Y no cuánto esfuerzo, que también. Si no cuánto dinero, plata, guita, biyuya, morlacos. Plata. La palabra tabú en el universo de la literatura. Hablamos de esto (ya está terminando el festival) parados en la vereda del MUNT con Sofi, Ezequiel y Blas. Y también de la resistencia de los grupos de escritores que los miraron con desconfianza y desprecio cuando arrancaron. De todo lo que hay que negociar para poder hacer todos los años un festival. De los tires y aflojes. De la academia. De tratar de mantener a todos más o menos contentos. De que es imposible tener a todos más o menos contentos. De las ganas de mandarlos a la mierda. De no hacer nunca más un festival. De seguir haciendo un festival porque sino, otra vez lo mismo (los mismos) de siempre.
Estas cosas tendrían que tener su espacio de discusión en la programación de los festivales.
¿Cómo fue el octavo FILT?
El patio del MUNT es muy bonito: algunos árboles, senderitos de ladrillo, bancos, las galerías. Para el festival instalaron un par de gacebos: uno debajo del que van a suceder charlas de autores, presentaciones de libros y lecturas. Otro para alguno de los puestos de comida y bebida: cosas dulces para el mate, agua caliente, café, té… cerveza artesanal, fernet, sánguches. El octavo FILT empieza justo en el patio, a las 3 y media de la tarde del viernes 19 de julio, con una lectura de los participantes del taller Palabras mayores y sigue con otras lecturas hasta el conversatorio El oficio del artista. Para quienes estamos atendiendo los puestos de libros, las actividades en el patio se festejan porque entonces podemos seguir con lo nuestro y aparte asistir un poco a la programación. De lo que ocurre en la Sala Audiovisual nos enteramos por los comentarios de los que asistieron y vienen a ojear libros y les preguntamos qué tal estuvo y dicen. O cuando nos toca participar. Ese primer día tengo la mesa Políticas de la escritura. Riesgos de la literatura actual, con Katya, Michel y Carmen Perilli a quien voy a conocer recién cuando nos acomodemos en la sala llena de gente y que me va a resultar encantadora e inteligente. Antes de entrar, nos dicen por lo bajo: esta mesa se hace todos los años y todos terminan peleados. Con Katya nos miramos, pero ya hay que entrar, el público espera y viene todo medio retrasado. No peleamos para decepción de todos que, a la salida, van a volver a insistir con eso de que era la mesa de la discordia. Parece que hemos decepcionado a todos. Intentamos excusarnos con un tibio: no sabíamos, nadie nos dijo… aunque yo no me imagino peleando con mis compañeras y mi compañero de mesa, por qué voy a pelear con Carmen a quien acabo de conocer y ya la quiero? No coincidimos en todo con el resto de la mesa pero, al parecer, nadie tiene ganas de pelear tampoco, nos sentimos inhibidos con el peso de esa expectativa. Así que la primera jornada termina en santas paces. Hemos sido un fiasco.
Estuvo nublado y frío. A mí eso me decepciona: el clima. Dónde está el sol, andar de mangas cortas en pleno julio. Qué hago con la valija que, como siempre, armé mal y peor que siempre porque encima tuve que traer como cincuenta libros.
El segundo día el clima no mejora: empeora. Al frío, a la tardecita se le suma una llovizna que se va a ir espesando lo que queda del día. Sin embargo hay más gente que el día anterior. Vendemos libros. Hablamos con los otros feriantes: dicen que también están vendiendo, están contentos. En el patio otra vez hay lecturas, charlas… me gusta la informalidad de todo lo que ocurre afuera, la gente que escucha con sus vasos o sus mates o su sánguche. Otra cosa que me gusta es que la participación de los escritores locales y la de los forasteros esté equilibrada y que se mezclen en las actividades. Después de todo a eso también venimos, a hablar con otros, en otro lugar, de lo que pasa con la literatura, con la escritura, acá, allá, en todo el país. Y es importante que el público sepa que hay escritores y editoriales a la vuelta de su casa, en la misma ciudad, en la misma provincia.
A la noche es la fiesta y antes hay una lectura. Llegamos tarde y así y todo la lectura me parece larguísima. Qué le pasa a la gente cuando le das un micrófono que no puede soltarlo? Nadie se toma el tiempo cuando elige qué va a leer? Qué te hace pensar que tu lectura va a ser tan hipnótica para tener al auditorio escuchándote más de diez minutos? La idea era que la lectura se mezclara con la fiesta, los tragos, las pequeñas conversaciones a media voz, en el patio. Pero lluvia hizo que todo se trasladara a un auditorio, con silloncitos y micrófonos y espectadores rehenes.
El domingo es el último día, ya no llueve, sigue fresco, sigue nublado. Tenemos las últimas actividades con Raquel, dos cada una, la final juntas. Como a las 5 de la tarde ella tiene una en el patio sobre proyectos literarios y yo el mano a mano, la entrevista abierta. Y a las 8 una mesa con un título que me encanta: Mueran los salvajes unitarios, con Diego y Fabiola Orquera. No se armó en la mesa del primer día, pero se arma en esta. Discutimos acerca de los provincianos que se sienten disminuidos en Buenos Aires (creo que es un problema de los académicos más que de los escritores) y al mismo tiempo buscan la aprobación de la gran urbe. Discutimos acerca del voluntarismo. Acerca de las secretarías de las provincias que ponen un montón de plata para la música y nada para la literatura. Aparece el Cosquín de los 60. No sé por qué, pero se vuelve el nombre de un grupo de wathsapp que armamos cuando termina el festival. La mesa se vuelve caótica y se hace difícil conversar, mucho menos llegar a alguna conclusión. Alguien del público manda a callar a Diego y apoya a Fabiana, hay algunos aplausos. No deja de ser bastante divertido todo, aunque hay cosas que hubiera estado bueno conversar y no llegamos nunca. Y tal vez eso también está bueno, que quede picando para la próxima.
Lado B
Siempre las cosas más interesantes, las conversaciones más jugosas y picantes, son las que suceden fuera de la escena, del auditorio. Si tuviera que decir cuál es la importancia de un festival para quienes somos escritores y escritoras, diría que es justo eso: el lado B, lo que ocurre cuando salimos de la sala de conferencias y nos alejamos un poco para fumar o tomar un café o cuando vamos a cenar, o en el desayuno del hotel. En esas mesas chicas se discute y se discurre, se chismosea, se critica, se dice lo que se piensa. Entre cuchicheos y risotadas y vasos de cerveza. Se fundan amistades y alianzas, se sellan enemistades.
Esas tres noches las pasamos en distintos puntos de San Miguel con Raquel, Katya, Michel, Luciana, Diego y la Pixie y Sofi: comiendo los segundos mejores sánguches de milanesa de la ciudad (Los eléctricos estaba cerrado por vacaciones), comiendo un locro que no era tan bueno aunque se supone que es de los mejores, empanadas, humita. Bebiendo. Afilando la lengua, sacándole chispas a punta de maledicencia, de chicanas, pero también pensando la escritura y en los que escribimos y en los que nos editan. Y en los talleres de escritura y en la consagración y en la envidia y en la mediocridad y en la genialidad y en el centralismo que ya un poco aburre. Las mejores conversaciones sucedieron en la noche profunda, mientras íbamos pateando del MUNT adonde sea que nos sirvieran un plato caliente y un vaso lleno.
(Entre Ríos, 1973) es autora de las novelas El viento que arrasa (2012), Ladrilleros (2013), No es un río (2020); los cuentos de Los inocentes (2019); y los libros de no ficción Chicas muertas (2014) y El mono en el remolino. Notas del rodaje de Zama de Lucrecia Martel (2017), entre otros. Ha recibido diversas distinciones y premios, como el First Book Award de Edimburgo por El viento que arrasa (2019); No es un río recibió el Premio IILA a la mejor novela latinoamericana publicada en Italia en el bienio 2021/2022 y fue finalista del International Booker Prize 2024. Sus libros han sido traducidos a una docena de lenguas. Co-guionista del largometraje Jesús López (Mejor guión Cóndor de Plata 2023), de Maximiliano Schonfeld. Actualmente es una de las directoras de Salvaje Federal, librería y proyecto de difusión de la literatura escrita y editada en las provincias argentinas.
PH: Alejandra López