Selección a cargo de Marcelo Martino |
“Recuerdo de Catamarca”, como confiesa su autor, es un ejercicio literario, un cuento-experimento, donde Gustav mezcla distintos componentes con la esperanza de que al laboratorio no se le vuele el techo. Y entonces tenemos una palabra ambivalente que abre y cierra el relato, un homúnculo que se la banca, salido tal vez del universo de la alquimia, una rebelión de las máquinas y un “extranjero”, en el sentido existencialista, de flucutante fortuna y al que las cosas literalmente le resbalan. Tenemos también, claro, un recuerdo de Catamarca, un souvenir turístico que demuestra, al final de los tiempos, tener una utilidad impensada. Al laboratorio de Gustav no se le vuela el techo ni le explota el menjunje, sino que, muy por el contrario, logra una acabada y muy controlada distopía, a pesar del desenfreno imaginativo por el que el autor se deja arrastrar.
Recuerdo de Catamarca
Por Gustav Urch |
Riquísimo. Era rico, muy rico. O quizá no tanto. O sea, depende. Es relativo. Depende de quién lo juzgue. Seguro. Todo está sujeto al punto de vista y al tiempo. De acuerdo. El tiempo hace cosas. Sin duda podría haber quien diga que yo no tenía nada: ni un centavo. Está bien. Dirían eso y tantas otras cosas. Los veo moverse como en cardumen. Estos comentadores de la vida ajena hasta podrían afirmar que yo vivía en la indigencia. Y dirían: pobre hombre. Puede ser. Pero yo me sentía rico. Había dispuesto de una cierta herencia. Al principio. Después, menos. Y cada vez menos. El tiempo… Pienso que habría quedado en la calle si no hubiese aparecido no sé qué voz susurrante que un día me dijo al oído algo sobre utilizar mejor los últimos pesos de mi pequeña fortuna. Se separó del coro habitual y murmuró muy cerca de mi oreja: podría comprarse una propiedad, aunque más no sea algo pequeño. Una propiedad. Tener algo en lo que caerse muerto. Me pareció bien. Agradecí entre dientes mirando de reojo la porción traslúcida de aire que había a mi lado y salí de inmediato rumbo al banco y después a una inmobiliaria. Compré un departamento. Y, con la ayuda de una tarjeta de crédito, metí algunas cosas en él. Puse un colchón en el piso de lo que llamé mi cuarto. Ubiqué en el comedor una mesa rectangular, con unas sillas situadas en sus cuatro flancos, tal como había visto que se usaba. Un gran chesterfield en el living. Muy apropiado para dormir la siesta. En mi interior surgieron como un cosquilleo las ganas de adquirir un bargueño y de ordenar dentro una buena provisión de botellas de limoncello. Había un patio interno, prácticamente cerrado por completo, al que salir a beber licores y a fumar y a leer novelas. Acomodé un escritorio en un rincón y sobre él puse una laptop provista de Internet. Podía insultar a desconocidos para pasar el rato. O masturbarme viendo pornografía o chateando con rubias alargadas que habitaran el otro lado del mundo. Ya no recuerdo cómo, un día se plasmó, sobre el chesterfield, el homúnculo. No me faltaba nada. Como se dice, fueron los días más felices de mi vida. Largos días muy felices. Recuerdo que antes de que los acreedores vinieran a quitarme la laptop, había alcanzado a escribir: las horas son largas como días llenos de semanas largas como meses. Aunque capaz que a este recuerdo lo esté inventando ahora. Quién sabe. Con mucha lentitud, pasaba el homúnculo, se detenía un instante, estiraba el cuerpo poniéndose en puntas de pie. Después se llevaron la mesa. Y en el mismo acto desaparecieron las sillas. El homúnculo y yo nos quedábamos en el chesterfield y mirábamos asombrados cómo las demás cosas se iban. Me pareció leer en el semblante del homúnculo que él temía ser el próximo. Yo también lo pensé. Era posible. Pero fue el chesterfield el siguiente en partir. Esa noche el homúnculo cantó una canción cargada de melancolía que me hizo llorar bocabajo en el colchón, mordiendo la almohada, como había visto hacer a otros. Feliz. Nos cortaron la luz. En el departamento vacío, los pasos del homúnculo adornaban con ecos casi inaudibles el silencio subyacente. Era un silencio muy especial, me acuerdo, como un zumbido que oscilaba en intensidad. Pasé mucho tiempo en el colchón. En la oscuridad. El homúnculo y yo moriríamos de hambre. Era como un plan. En determinado momento, percibí una nueva ausencia. Bebí un sostenido trago de limoncello directamente del pico de una de las botellas ahora dispersas por todo el departamento. Había puesto velas sobre las botellas vacías. Mojones luminosos entre los que podía pasear mi homúnculo, su sombra difusa en la penumbra, acaso para medir la duración del momento. De pronto, estuve seguro de que faltaba algo en los materiales que configuraban el silencio. El homúnculo, me parecía, había dejado de andar. Ya casi no me levantaba. Me revolvía afiebrado en mis propios jugos. Sin embargo, me puse de pie. Di unos pasos. Dejé atrás mi cuarto y llegué al living. Allí encontré al homúnculo. Estaba contra la pared, con los brazos abiertos en cruz y una expresión de horror en la cara. Quiso decirme algo. Moviendo los ojos en dirección al techo, trataba de mostrarme la amenaza. En el centro de la habitación, iluminada por la luz tenue de las velas, ahí estaba la causa de su pavor: una especie de abejorro, verde y plateado, que apuntaba con su aguijón directo al vientre del homúnculo. Había leído sobre ellos en la web. Pero había estado demasiado tiempo encerrado como para verlos personalmente. Por lo que había podido retener, se trataba de un robot personal llamado Puku. Al parecer, él y los de su clase se habían vuelto hostiles. Y habían sido expulsados de los hogares. Me asomé a la ventana. El cielo estaba cubierto de ellos. Mendigos iracundos de los aires. Su zumbido era el silencio del mundo. Triste historia que ahora se metía en mi casa y me hacía partícipe de su decadencia. Justo que me encontraba en vínculos exultantes con mi intimidad. El Puku me miró con sus cien ojos, soltó un chirrido y emprendió el ataque contra el homúnculo, que, al primer intento, quedó ensartado en el aguijón. Colgando, además, pues de inmediato el Puku levantó vuelo: festejando el acierto, sus alas largaban una musiquita triunfante, una autofanfarria que acompañaba abriendo y cerrando las aletas de la nariz. De esta manera pasó sobre mi cabeza. Comprendí que era inútil correr tras ellos. No los alcanzaría. Así, prendí un cigarrillo y me senté a esperar. Revoloteaban cerca del techo. Por la cara del Puku, un gesto beatífico en los labios, de los que pendía un hilo de baba verdoso, semicerrados los cien párpados, como en trance, no me costó conjeturar que el aguijón constituía uno de los extremos de su aparato digestivo: el homúnculo iba reduciéndose, al igual que mi cigarrillo. Pero había más. Había un placer de otra índole en el modo en que el Puku chupaba al homúnculo. Deduje: encajado en una superposición perfecta, el miembro en cuestión también fungía de órgano sexual. Ingesta intensa. Un éxtasis. Alarde de la maravillosa evolución de los aparatos. En fin, el Puku copulaba con su comida, tragándola al mismo tiempo. Acabaron con mis reflexiones los gritos que profería el homúnculo. No supe si tratar de librarlo del Puku, por inútil que resultase el intento. Los objetores de conciencia me lo exigirían. Bailarían a mi alrededor, inmateriales y hasta mudos, seguros de que el mutismo de sus voces haría penetrar aún más el mensaje. Me paré. Y volví a sentarme. Además, no sabía si los alaridos del homúnculo expresaban dolor o anunciaban la inminencia de un orgasmo. Por mucho que el aguijón del Puku se le hubiese clavado en el vientre, podía ocurrir que el nuevo orificio, como fruto de la experiencia, que obligaba al cuerpo del homúnculo a adaptarse a gran velocidad, se llenase de terminaciones nerviosas flexibles, ambiguas, propensas a mezclar las sensaciones para que ellas también se apareasen. Se han visto cosas más raras. Y si no, de todas formas no había nada que yo pudiera hacer. Igual pegué unos gritos y, colérico, rompí unas botellas, por el gusto de representar. Ya casi no quedaba nada del homúnculo, cuyos alaridos, guardando las proporciones con la reducción de su tamaño, habían ido afinándose hasta volverse casi imperceptibles. Un diminuto punto negro, ya no más que una gota en el aguijón del Puku, era lo que restaba del homúnculo. Al desaparecer incluso esta mínima y final porción, el Puku comenzó a expresar lo que a falta de una palabra mejor llamaré arcadas. Revoleaba los ojos y soltaba chispas por todas partes. Tosió. Perdió altura. Sacaba la lengua. Daba la impresión de que se le estuviese cerrando la glotis. Lagrimeaba. Vomitaría. Pudoroso, se retiró a un rincón y ahí soltó su descarga. Un chorro espeso de líquido verde, en una de esas su manera de eyacular, o a lo mejor su modo de devolverme los restos de mi homúnculo. Luego, se volvió hacia mí y me dedicó un gesto incomprensible antes de buscar el camino del patio interno y salir a integrarse a la densa nube de Pukus que, estimé, lo cubría todo. Entonces, le entregué unos segundos a la contemplación silenciosa del caldo verde derramado en el piso. Brillaba. Encendido, fluorescente. La partida del Puku había provocado una corriente de aire muy tenue, que un poco balanceaba las llamas de las velas. Consideré mi siguiente acto. Fui a la cocina y saqué de uno de los cajones una vieja bombilla para mate, según se podía leer en las letras grabadas, un recuerdo de Catamarca. Me arrodillé delante del charco resplandeciente y bebí de una sola vez todo el líquido. Riquísimo.
Detrás de escena
Este texto es un mero ejercicio, como salta a la vista. Hace años, después de leer Cómo escribí algunos de mis libros, quise probar la técnica de Raymond Roussel, y lo hice con la primera palabra de dos significados que se me ocurrió: riquísimo.
Gustav Urch nació en San Miguel de Tucumán, ciudad en la que todavía vive. Trabajó de músico, productor musical y técnico de grabación. Formó parte del grupo gestor de RUSIA/galería. Fue editor de CHARQUI/ediciones. Actualmente trabaja como editor y corrector freelance. Algunos de sus textos (relatos y ensayos) fueron antologados en diferentes publicaciones.
Foto de portada: Martín Taddei (2021)
https://www.instagram.com/martintaddei_arg/
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).
Muy bueno. Me encantó.
La revista La Papa, no sólo tiene un diseño precioso, sino que sus contenidos son excelentes, en su gran mayoría. Muchas gracias. Ya compraré unos kilos.
¡Muchas gracias Alicia!