Por Mario Lavaisse |
1. antes
El protoautor ha escuchado eso que significa publicar un libro. Y se oye más elevado que plantar un árbol y menos comprometido que tener un hijo. Entonces desea. Empieza a caminar en búsqueda de ese capital simbólico. Empieza a dejar de ser protoautor cuando se anima a mostrar sus producciones. En el mejor de los casos sabe escuchar. Atiende a los comentarios. En los otros casos el autor defiende su producción alegando que así como está está bien, que así le salió y que eso que le marcan es así porque tal razón. Eso de querer conservar primero que nada es un rasgo no sólo del autor en la provincia, sino de los provincianos en general. Tampoco es que se les pueda oponer ideológicamente a los habitantes de la ciudad de Buenos Aires. Mirá vos lo que vienen a tener en común los periféricos y los centrales. Pero esa es otra historia. Ponele que sigue avanzando el autor en el camino, esquivando charcos y baldosas flojas. Pronto habrá escrito lo suficiente para compilar un libro. Quizá habrá publicado gratis en algún lado, quizá habrá contado con los suficientes likes como para empezar a considerarlo. ¿Ahora qué hacer? Probablemente no quiera esperar mucho. Probablemente confunda editorial con empresa de servicios editoriales y vaya a ese negocio en el que seguro se venden también artículos de librería y se hacen otros trabajos de impresiones en general. Seguramente no le haga ruido que tenga que pagar y que nadie corrija su texto, que nadie piense a qué género pertenece, que nadie observe si expresa alguna tendencia, que nadie considere en definitiva si vale la pena publicarlo y echarlo como moneda a un mundo tragamonedas que está sobrecargado de libros del mismo tipo, la inmensa mayoría con una composición defectuosa, hechos por alguien no preparado en diseño editorial y que además ese mismo día diseñó unas invitaciones para un cumpleaños con motivo de Peppa Pig, un cartel para una rotisería, además atendió a decenas de clientes con sus PDFs para imprimir y sus fotocopias y seguro que bajo un régimen laboral bastante precarizado.
Puede pasar, en un instante de lucidez –como dicen que tienen los alcohólicos antes de volverse abstemios– que el autor deduzca que si es él mismo el encargado de la distribución de su obra está condenada al ostracismo. Lo leerán sus amigos, algún que otro interesado y nadie más. Cuando entiende esto se propone preparar un material para ser presentado a una editorial. Y hete aquí que encuentra que casi no hay editoriales en su ciudad. Capaz algún emprendimiento joven, artesanal. El tiempo de la edición, en caso de ser aceptado, le parecerá prolongado, ¿cómo puede ser que recién para dentro de dos años? Cuando sea el caso de que la obra sea desechada el autor no acordará con eso de que su obra está inmadura. ¿Cómo es eso de que es despareja y pobre? En el mejor de los casos avanzará considerando los comentarios. En los otros el autor vuelve a la empresa de servicios editoriales. Ahí es todo más rápido y más sencillo. Y el mundo se sigue sobrecargando de esos libros feos y mal hechos. Y ponele que están lindos, que se ven bien. Entonces son libros que son lindos y que se ven bien pero que no son necesarios, dicen.
En algunos casos al autor, viendo y considerando el estado del campo editorial (campo editorial es un uso conceptual muy generoso), se le ocurrirá armar su propia editorial. Y aquí empieza otro camino diferente. ¿Qué significa ser una editorial? ¿Qué es eso de ser una editorial independiente?
Este recorrido que reseño me parece aplicable a otros rubros aparte del editorial. Así es que todos conocemos a un aspirante a actor que devino profesor de teatro o un músico que termina siendo gestor, productor o manager. Uno aspira a crear pero pronto advierte que no hay plataforma donde pararse. Seguro que cada provincia tendrá sus particularidades. Tengo entendido que en Tucumán los grandes comercios libreros no daban cabida a la producción local. En Santiago te dan lugar pero tienes que ser un mago para cobrar el dinero, salvo por honrosas excepciones como Marcos Vizoso, librero de años que entiende que así contribuirá al desarrollo local. Las demás librerías no sé qué están pensando. Capaz no saben que los editores tienen la mala costumbre de comer, o en definitiva de querer percibir su dinero. Acá una breve digresión aunque necesaria que reseñe el recorrido de un editor de periferia estándar: de entrada el imprentero pasa un presupuesto que parece un chiste por lo inflado. No hay que culparlo. Sus insumos cotizan en dólares. Eso hace que el editor se demore, postergue, acorte la tirada o busque una peor calidad en la factura final del libro (encuadernación binder por cosida, por ejemplo, o sin solapas cuando era lo que en primera instancia se buscaba). Luego el libro no se vende como uno esperaba, ni en la presentación ni en las librerías [de 2015 para acá bien saben lo que pasó con la industria editorial (si no saben lo que pasó es que se cayó a pedazos, muchos sellos dejaron de producir, para dar un ejemplo contundente: un libro de 14 por 20 cms., de doscientas páginas y con una tirada de quinientos ejemplares costaba en 2013 $7500, hoy el mismo libro y con el mismo tiraje cuesta $85000)]. Pasa que para tener inquietudes intelectuales primero hay que tener cubiertas varias necesidades vitales (a estas alturas el libro es un objeto de consumo cultural de lujo). Y en el final de la cadena, el temita con el librero que les decía, que te retiene el dinero y hasta que te lo da ya vale muchísimo menos que en el momento de la venta efectiva. Una verdadera cagada. Hay problemas en todos los eslabones de la cadena productiva del libro. Eso también pueden agradecerle a la gestión de Cambiemos. Además de la pérdida de trabajo de muchas personas que seguramente conoces. Felizmente se ven venir vientos de renovación (para no decir “cambio”). Ojalá se copen los funcionarios estatales competentes y se pongan a comprarle a las editoriales in the pendiente. Ojalá se aviven también los editores y gestionen sin esperar iniciativas estatales. Abandonar la expectativa y engrosar las filas de la gestión. Por momentos me doy asco por sentirme un funcionario del neoliberalismo que les propone a los ciudadanos de a pie ponerse a hacer lo que el Estado debería hacer.
No asumo que el camino a la profesionalización del quehacer editorial sea el único legítimo ni el mejor de los posibles. Entiendo que hay sellos que se contentan con poder publicar. Otros con salir de su ciudad y otros con salir de su país. No en todos está presente la misma conciencia sobre la importancia de hacer viajar a las obras contenidas en los libros ni tampoco las ambiciones son parejas. Entiendo también que existe la posición tomada acerca de un diseño no mainstream, y lo puedo aceptar cuando es una postura política pero no cuando es por falta de recursos, de formación o de visión. Hacemos repetidamente el chiste de que a las presentaciones de libros van veinte personas. Por algo ha de ser. Y existe el discurso de contentarse con que seamos cinco gatos locos. ¿Quién no has metido esa idea? Me permitiré un delirio semi consparanoico y propondré que tal vez los grandes sellos editoriales, esos los líderes que no son argentinos ni latinoamericanos. ¿No deberíamos aspirar a granjearnos la mayor audiencia posible? Si lo que queremos es comunicar algo, ¿por qué el empeño con que sea para unos pocos? ¿por qué la insistencia con la autocomplacencia?
Hace unos años Fabián Soberón declaró ante no sé qué medio, no pude encontrar en internet, que no había un mercado editorial en Tucumán. Capaz me acuerdo mal y no fue Soberón ni tampoco dijo eso precisamente. Y le salieron a pegar. Y unos cuantos años después Alfonso Nassif dijo para La Gaceta que “faltan voces jóvenes en la poesía argentina”. Y le salieron a pegar. Dicho sea de paso, Nassif en esa misma nota propuso la idea de un vacío generacional que fue el feroz legado de la última dictadura cívico eclesiástico militar. De acá dejo suelto un hilo que luego he de estirar. La cuestión es que La Gaceta no usó para titular la nota esa idea sino aquella en la que ponían a un viejo a opinar críticamente sobre los jóvenes. ¿Por qué les pegamos? ¿Qué onda con esos impulsos parricidas? Que seamos cinco gatos locos no hace a la construcción de un campo editorial, ¿o sí? Capaz alguna razón tenía Soberón cuando dijo lo que dijo, nada más que es difícil de escuchar. Porque hiere. Y respecto a lo de Nassif y su supuesto negacionismo, me permito pensar que allá por sus épocas la poesía era una tecnología lenguajera que hoy continúa pero en otras plataformas de las cuales Nassif tal vez no sea usuario por una cuestión generacional. Capaz que Nassif se da una ducha, se afeita, se perfuma, se peina bien y se sienta al lado de la radio a esperar las voces nuevas de la poesía argentina. A la verga. Sino ponganlé que son unos malvados, me da igual. Me jode actuar como defensor de declarantes desafortunados. A la verga con este mundo podrido de corrección política. Yo solamente tengo ganas de hacerlos pensar a ustedes lectores y no de evitar el descabezamiento de muñecos.
2. después
Me pidieron que escriba sobre literatura tucumana y ya ven lo que tengo. Reflexiones autoreferenciales y chimentos refritos. Perdón. Se me mamó la mente por partes. A la misma persona que me encomendó esta columna le consulté por lo producido editorialmente en Tucumán durante los últimos veinte años del siglo veinte. No me quiso contestar alegando que eso sería hacer trampa. Que yo tenía que atenerme a lo que conocía y no hacer ningún tipo de investigación on demand. De ahí la inclinación por el chimento. No sabía Pablo Donzelli que hasta que llegué a preguntarle a él ya tenía las respuestas de Daniel Ocaranza, Fabricio Jiménez Osorio, Zaida Kassab y Álvaro Astudillo, todes elles vinculades al quehacer editorial y por los que les consideraba informantes claves. Con su palabra pude construir un mapeo de la actualidad del quehacer editorial en Tucumán, sin pretender ser exhaustivo y encontrando regularidades en sus respuestas. Preguntaba haciendo ese recorte histórico no por capricho sino por prejuicio. Imaginaba que no sabrían responderme sobre el período ése y sí por el que, más o menos, también podía dar cuenta yo desde Santiago del Estero, ciudad en la cual también es difícil y esquivo ese período de fines del siglo veinte. ¿Qué pasa acá? Retomo el hilo que decía dejar para estirar luego sobre los dichos de Nassif del vacío generacional. Los productores culturales en general quedaron huérfanos. Sospecho que todos conocemos a un grupo de adultos mayores vinculados a la producción editorial que se autopublican en pequeñas sociedades de aplausos mutuos. Luego los que le siguen a esos ya tienen como veinte a treinta años menos y maquetaron sus primeros libros con Corel los más duchos o directamente con el Word los más indie. ¿Dónde están los demás? Los que deberían estar en el medio haciendo de lazo, ¿dónde están?: desaparecidos. ¿Escucharon hablar del editor Alberto Burnichón?
3. Sobre la gestión editorial en Tucumán
Me pidieron que escriba sobre literatura tucumana y como les decía del tema ni puta idea, bro, de ahí la elipsis para hablar de «lo editorial en la provincia», así, bien deslocalizado como para poder atrapar a cualquier provinciano que por acá pase. Conozco más o menos a mis contemporáneos autores y editores y a sus producciones, pero del 2010 para atrás naranja fanta. Y noto que mi desconocimiento no sólo tiene que ver con ser un foráneo (escribo desde Santiago del Estero), sino con las condiciones para la producción en Tucumán. Primero lo primero. Agradezco a los mencionados ya dos veces contando ésta Daniel Ocaranza, Fabricio Jiménez Osorio, Zaida Kassab, Alvaro Astudillo y Pablo Donzelli. Sin su aporte no habría podido consignar ni la mitad de lo que logré al final. Les pregunté por sellos que conocieran, sin hacer la distinción entre empresas de servicios editoriales y editoriales independientes, y tampoco dejando fuera a las que dejaron de producir en tiempos recientes. Entre estas últimas mencionaron a Brillovox, llevado adelante por Lourdes Farall y Maximiliano Farber; a Perrito Moreno, a cargo de Sara Georgieff y Valentina Sánchez; a Metralleta, de Antonella Aparicio (a la cual Fabri Jiménez Osorio destaca como probablemente la primera editorial artesanal y feminista); a Dichosa, de Natalia Acosta y Damián Miroli; a Charqui, de Gustavo Urueña Chaia y Hernán Lucero; a Minibús, de Julián Miana, Diego Font, Joaquín Farizano y Tomás Elsinger; y muchos coinciden en señalar a De la Eterna, de María Belén Aguirre, como la que produjo un punto de inflexión, hacia el año 2010 aproximadamente. También me acuerdo de Culiquitaca, desconozco quienes estaban a cargo pero tengo entendido que ya no continúan produciendo. Entre las empresas de servicios editoriales que se encuentra vigentes están: La aguja de Buffon, de Julio Estofán, Ediciones del Parque, de Perla Jaimovich; Trascendernoa, de Alejandra Burzac. Y finalmente, entre las editoriales independientes (esas que no toman a los autores como clientes y que se encargan de confeccionar un catálogo y distribuir los libros y no encajetarlos para que el autor se fije qué hará): Monoambiente, de Majo Bovi, Marcos Escobar, y Álvaro Astudillo; Gato Gordo, de Fabricio Jiménez Osorio; La cimarrona, de Priscilla Hill, Marco Rossi Peralta, y Jorge Atar; Falta Envido, de Daniel Ocaranza, Zaida Kassab y Daniela Díaz; Gerania, de Nacho Jurao; La Cascotiada, de Simona Salvatore y Patricio Dezalot; y EDUNT, el sello de la UNT que de unos años a esta parte es evidente que van hacia la profesionalización con más decisión que antes. Seguro algún sello se me pasó. No es pa calientes, ¿eh? Queda claro que hubo muchos sellos. Y da la impresión, también siguiendo un prejuicio santiagueño, de que son muchos sellos pero pocas personas involucradas. Sobre todo al considerar los de producción vigente.
¿para quienes queremos ser autores? ¿para quienes queremos ser editores?
¿quiénes queremos que lean nuestras obras, cómo queremos que les lleguen y cómo lo hacemos?
El Marito
Barbudo futbolista amateur de treinta años.
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