Por Blas Rivadeneira|
Le decíamos Maceta porque siempre estaba lleno de tierra. Jugábamos a la pelota en el baldío de la esquina. Él para el triángulo, yo para la Bolívar. No hablábamos mucho, sólo algunos gritos propios del intercambio entre rivales. En la canchita no había arcos, los armábamos con piedras, ladrillos, una remara u otra prenda. Maceta dejaba las ojotas, cuando las tenía. Siempre me llamó la atención cómo podía jugar descalzo, en cuero, sólo con un short de San Martín percudido por la tierra. Quizá sugestionado por el apodo, me parecía que a la tierra la tenía adherida a su piel, como una costra, una costra dura, como el cuero de los botines que no tenía.
Una vez, antes de un partido, se acercó para hablarme:
–¿Qué ves? –me dijo, sosteniendo con sus dedos sucios un papel blanco con una mancha negra.
–No sé, nada, una mancha.
–Dale, decime qué ves.
–¿Una mariposa?
–Nah, una concha, es una concha –me respondió riendo y me prestó un rato el papel. Ahora pienso que al ver esa mancha, que Maceta seguro consiguió de algún test al que lo habría sometido un psicólogo, fue la primera vez que llegué a simbolizar la genitalidad en su dimensión sexual, en su monstruosidad sucia y atractiva.
Nunca llegamos a ser muy amigos, pero nos saludábamos y podíamos jugar a otras cosas además del fútbol. Los días de lluvia con mi papá y mi amigo César armábamos barquitos de papel que hacíamos navegar por la calle inundada. El diseño era siempre el mismo, pero le agregábamos dibujos para darle cierta particularidad. Yo hacía muñequitos de papel como tripulantes. En el cruce entre Bolívar y Pueyrredón, justo frente al baldío donde jugábamos los partidos, el desnivel era más grande por lo que se formaba una especie de pequeña laguna donde Maceta y otros chicos del triángulo iban a nadar y hacer piruetas. Muchos de los barquitos que poníamos desde mi vereda llegaban desarmados luego de recorrer los casi sesenta metros hasta esa esquina, pero algunos llegaban sanos. Maceta los agarraba y, disparado contra la corriente del agua estancada, esquivando ramas y bolsas de basura, traía a los sobrevivientes para que los viéramos.
–Hagan uno de los santos –decía mientras nos entregaba el barco ya medio destartalado. Mandatados, armábamos uno que en sus velas tenía el escudo de San Martín: César se las arreglaba para calcarlo mientras yo recortaba y pegaba alguno que había salido en La Gaceta. También escribíamos frases como “Ciudadela está de fiesta” o “Gracias a Dios nací ciruja” en babor y estribor, dibujando la letra como en las banderas que cuelgan en el estadio. Cuando estaba listo, nos daba pena largarlo al agua seguros de que ese no volvería, que Maceta se lo quedaría y lo llevaría a su casa.
Dejando de lado esas zambullidas en la laguna natural de Pueyrredón y Bolívar, la única vez que lo vi bañado fue para mi primera comunión. Al ver que se juntaba conmigo, mi abuela Zora tuvo la idea de que lo invitara. Le dio algo de mi ropa y una serie de instrucciones. Maceta fue uno de los primeros en llegar. Estaba impecable con una camisa a cuadros azul y roja, una bermuda que le tapaba las rodillas percudidas y su pelo prolijo, peinado con una raya al medio bien marcada. Como estaba temprano, Maceta me acompañó con César a recorrer las casas del barrio para ofrecer una estampita de Jesús a cambio de plata. Golpeábamos las manos para que los vecinos salieran, pero era difícil que nos escucharan porque los perros no paraban de ladrarnos. Cuando salían, miraban a esta versión limpia de Maceta como si fuera un extraterrestre, algunos hasta le hacían bromas.
–¿Qué te ha pasado en la cabeza Maceta? ¿Qué te ha lamido una vaca? –le dijo Don Rodrigo, el sodero del frente de mi casa.
–No don, no la visité a su mujer esta tarde –le respondió sin inmutarse.
Me dieron un montón de monedas y algún billete de dos pesos o cinco. Los guardaba en una caja de zapatillas Adidas con una ranura que mi mamá me había dado para eso. Al terminar, fuimos a una hamaca al fondo de mi casa a contar la plata. No fuimos por el triángulo y, por ende, por la casa de Maceta. Él no dijo nada al respecto.
Maceta iba todos los domingos a la cancha de la Ciudadela. No pagaba entrada. Pasaba porque era chico y porque en la puerta trabajaba un vecino, padre de Oto, un chico de la Bolívar, aunque yo y mi papá sí pagábamos a pesar de ser más cercanos a él. Maceta iba solo o ,al menos, siempre terminaba solo, colgado detrás del arco que da a la calle Rondeau, en la esquina justo donde se tiran los corners. Trepado en el alambrado se dedicaba a escupir sistemáticamente a los jugadores rivales. En verano también les tiraba bombuchas llenas de meo y cosas por el estilo. Asumía su rol con una responsabilidad de centinela, como si fuera parte del juego, una función tan importante como la del alcanza pelotas pero más ingrata, más sucia y arriesgada. Admiraba cómo con sus bracitos huesudos podía aguantar todo el partido colgado, saltando, cantando y escupiendo al diez de los contrarios. Yo apenas había soportado unos quince minutos las veces que lo había intentado. Siempre con mi papá detrás, sentía cómo se me amortiguaban los dedos y pedía que me bajara.
En un partido contra Boca un proyectil impactó en el arquero, el mono Navarro Montoya, y sancionaron al club por lo que se pusieron más estrictos a la hora de controlar que los hinchas no se treparan del alambrado. Maceta estaba inquieto, daba vueltas en círculos hasta que, en un descuido de la policía, ya estaba colgado de nuevo. Le pegaban bastonazos en los dedos, sin reparar en su edad, hasta voltearlo. Miembros de la barra se le acercaban para disuadirlo, con palabras y algún chirlo, pero al rato ya estaba otra vez trepado. Como un gatito fascinado por el olor de la comida que no para hasta que consigue un pedazo de cuero del pollo, Maceta terminaba el partido en su esquina gritando y escupiendo como siempre.
También recibía sus recompensas. Maceta decía que al pantalón que llevaba puesto se lo había regalado el cococho Jiménez o el bomba Scimé. La verdad que le quedaban grandes, como bombacha de gaucho, aunque siempre pensé que fabulaba. Además ¿por qué solo le daban pantalones cortos? No recuerdo, al menos de chico, haberlo visto con una camiseta, ni siquiera trucha, de las que venden en el bajo o los días de partido.
Igual la mayor hazaña que le vi al treparse no fue en una cancha de fútbol. Un camión lleno de fardos de azúcar pasaba a dejar mercadería en uno de los galpones que estaban sobre Lavalle. Maceta y dos chiquitos menores que él, los gemelos Orellana, Pincha y Pancito, esperaban agazapados en la esquina de la canchita. Cuando pasó, Maceta se subió con el vehículo en movimiento y tiró varios fardos a la calle. Los gemelos, a toda velocidad, recogían los bultos y los metían en la casa de los Saracho. Cuando el camionero se dio cuenta del robo, ya era demasiado tarde. En el tiempo que demoró en frenar, Maceta y los otros chicos desaparecieron sin más rastro que dos fardos que no se animaron a recoger.
Mi relación con Maceta me salvó dos veces.
La primera, de los trianguleros: estábamos jugando un campeonato fútbol 7 en la cancha de la placita Lamadrid. Mi equipo ya no era del barrio sino de la escuela, la escuela Ciudadela. Habíamos perdido con ellos y nos estábamos yendo cabizbajos a nuestras casas cuando Nieva, que jugaba con nosotros, gritó “corran, los trianguleros”. Instintivamente le hice caso, pero a menos de dos cuadras entendí que era un esfuerzo en vano. Paré. Mis compañeros seguían corriendo. Me rodearon cuatro o cinco trianguleros. Me gritaban cosas, pero yo, agitado como estaba, no escuchaba nada. Entonces reconocí a Maceta. Tampoco logré escuchar qué dijo, era como un personaje de película muda gesticulando, pero siguieron corriendo sin tocarme un pelo.
La segunda, del propio Maceta: estaba con un compañero de la secundaria en la esquina de mi casa. Ledesma había venido en bici a hacer un práctico y ya se estaba por ir. Íbamos a quinto año y mi contacto con el barrio era cada vez menos frecuente. En el viejo baldío estaban construyendo hacía un tiempo ya un dúplex. Estaba todavía a medio hacer, con los ladrillos a la vista y, como no tenía verjas, mi mamá decía que una vecina se metía ahí para hacer sus brujerías. Maceta salió de un salto por una de las ventanas sin terminar. Dio una especie de vuelta, como formando un círculo en el suelo, y empezó a caminar por el medio de la calle en dirección al triángulo. Estaba en cuero, con una remera como turbante en la cabeza y un pantalón corto de San Martín. Se acercó a donde estábamos con Ledesma. Tenía los ojos rojos y cansados, como un demonio triste.
–Che vos, vos te me hiciste el malo en Floresta el sábado –dijo señalándolo a Ledesma.
–Estás confundido, él no va a esos bailes.
–Vos te has hecho el vivo y me has sotiado el sábado –insistió. Nos apuntaba con una supuesta arma envuelta en la remera que había tenido en la cabeza –Dame las zapatillas.
–No es él. Estás confundido. Yo te conozco a vos –dije.
Ledesma, desesperado, le tiró su bicicleta encima y empezó a correr a mi casa. Yo estaba extrañamente tranquilo. Quería decirle que sabía que era Maceta, que vino a mi comunión, que siempre estaba colgado detrás del arco de la Rondeau junto al corner y que, seguramente, ese short era del tigre Amaya, pero no lo dije.
–Agarrá la bici y andate rápido antes que te pegue un cuetazo –.
Se rascaba con frenesí una cicatriz en la espalda. Flexionaba el cuerpo de tal manera que parecía formar un nudo, una especie de flor, una flor de tierra. Ya no me apuntaba. Bajé a la calle, recogí la bicicleta y volví caminando despacio, sin mirar atrás, los sesenta metros que separaban la esquina de la puerta de mi casa.
Es escritor y Doctor en Letras. En 2015 publicó su primer libro Ibatín (Culiquitaca). Integra las antologías Raros Peinados Nuevos. Veinte escritores sub 32 (Eterna Cadencia 2017, Premio Cuento Bienal Arte Joven BSAS), 40°. Doce narradores tucumanos (Blatt&Ríos 2015), Reñidero: antología de poesía tucumana contemporánea (Culiquitaca 2012), entre otras. En lo referido a su obra crítica publicó Más allá del centro y la periferia. Mario Levrero: una estética del raro (IIELA 2013) y artículos en revistas especializadas. También sus textos están incluidos en los libros Caza de Levrero: Asedios críticos a la obra de Mario Levrero (Rebeca Linke 2014), Escribir Levrero. Intervenciones sobre Jorge Mario Varlotta Levrero y su literatura (EDUNTREF 2016) y Relatos Infieles: Tomás Eloy Martínez (EDUNT 2016). Organiza el Festival Internacional de Literatura Tucumán.
Siempre espero, es un changuito atrapado en un académico presocrático…no respeta firuletes ni tendencias, camina x cordones cuneta y sueña, como pibe sueña, y yo ando siempre atento, siguiéndolo, esperando que junte palabras y que se le caigan como siempre, armando bellos quilombos por esta placita infinita
Muy bueno! Me recordó historias similares que viví en mi barrio cuando era chico. Genial.
En mi caso, Maceta era mi amiga/compañera Gregoria en tercer grado de la escuela primaria. No había uno que no hubiese sentido las piñas y patadas de la Grego. Ella devolvía lo que le sobraba en su casa del barrio Islas Malvinas, cerca del matadero municipal.
Cuando Blas recomienda, yo acato. Y esta es una de esas lecturas. Ya estoy esperando la siguiente. Gracias!!!
muy bueno