Sobre Zarza, muestra curada por Gaspar Núñez en el Centro Cultural Alberto Rougès
Por Francisco Fernández |
Una muestra como Zarza no necesita presentación pomposa. O sí, pero eso no le quitaría ni le agregaría nada al núcleo que la sostiene: el arte como testimonio y como tensión. Lo que se ve en el Centro Cultural Rougès no es un mero desfile de obras: un cuadro al lado de otro sobre una pared; tampoco es un catálogo de novedades visuales ni una colección de estilos. Es, más bien, la insistencia en un problema: ¿qué se hace con una tradición que arde pero no se extingue?
Hay una apuesta clara desde la curaduría: reunir obras que no comparten una estética, pero sí una incomodidad. Acá nadie viene a ilustrar la crisis; cada artista se planta desde su lugar como parte de ella, como una respuesta existencial. La subjetividad se funde con la denuncia, y la obra se transforma en un vehículo de testimonio.
El grabado filoso y de hueso duro de Víctor Rebuffo trae al presente un jornalero que ya no puede con su cuerpo: lo suelta, lo entrega, lo deja a medio camino entre la vida y otra cosa. Adrián Sosa despliega varias sillas de comedor obrero desde las que cañas de azúcar se disparan hacia el techo. Una imagen brutal en su síntesis: plantas que insisten en crecer, como si todavía cargaran con el mandato de una economía que nunca termina por caer del todo. No están puestas en cualquier lado: ocupan una sala de la vieja casona francesa donde funciona el Rougès, esa arquitectura que todavía rezuma época de oro azucarera. La obra de Carlota Beltrame se ubica entre las de Rebuffo y Sosa, dos imágenes que exponen el trabajo manual y el esfuerzo físico. Pero Beltrame quema, con precisión quirúrgica, la palabra “manos” sobre un delicado pañuelo, como una herida social que irrumpe en el teatro de la aristocracia: las patas en la fuente o manos curtidas en contacto con la seda. Del otro lado de las salas, la chapa ahumada de Sandro Pereira, con olor a asado y parqué quemado, pareciera más efectiva que mil símbolos patrios. Es, más bien, el símbolo invertido de un altar bastardo. También en diálogo con el edificio, El Bondi Colectivo reconstruye la llama eterna de la Casa de Gobierno, pero sin bronce ni marmol. Una llama eterna contingente a la que se le ha sustraído su eternidad. No garantiza un futuro, apenas sobrevive.

Zarza es, entonces, un espacio de disenso. No en el sentido académico, sino en el más crudo: cada pieza le discute algo al tiempo que habita y, a la vez, lo testimonia. No busca una respuesta unificada, ni ofrece alivio. Desafía la complacencia decorativa y formula una ética de resistencia, una forma de oponerse a un sistema que pretende reducir el arte a un bien de consumo. Lo que se activa aquí es una poética que no se somete a la desmemoria histórica y la pérdida del vínculo entre el artista y su entorno. Todo lo contrario. Las obras, además, reavivan un aspecto del Centro Cultural Rougès que sus sucesivas gestiones parecen no recordar: sus salas llevan los nombres de tres grandes artistas (Linares, Nieto y González del Real) ya que a las artes plásticas se debían sus paredes y sus mejores épocas.
Hace tiempo que la vista me juega en contra. No en sentido metafórico: me refiero a una ceguera que avanza. El mundo se va nublando y eso –lejos de alejarme– me obliga a detenerme. Camino más lento. Escucho. Porque el arte, cuando tiene algo que decir, no necesita ser explicado: se percibe. En Zarza, lo que suena no es un canto coral ni una consigna: es una sucesión de llamados autónomos, un murmullo que no deja dormir tranquilo.
Y está bien que así sea.
Artistas de Zarza: Carlota Beltrame, Adrián Sosa, El Bondi Colectivo, Sandro Pereira, Víctor Rebuffo.
Crédito fotográfico: Juan Ignacio Moreno.
Catálogo online producido por el CC Rougès de la Fund Miguel Lillo

Nació en 1935 en Ledesma, Jujuy. Luego de un paso por la carrera de Letras en la UNT, fue crítico de arte y Jefe de esa sección en el Diario Noticias de Tucumán (1966-76), hasta su cierre por disposición militar. Se exilió en México y, con la vuelta de la democracia, alternó su residencia entre Tucumán, Buenos Aires, Tierra del Fuego y Jujuy. Escribió regularmente en diversos suplementos culturales y revistas especializadas. Su libro La piedra en el estanque: crítica y ensayo hacia un tiempo cercano (Carimbu Editora, 2022) reúne su producción crítica y teórica, registrando las problemáticas del arte de un periodo que aún permanecía vacante: entre los 60 y 80. Actualmente vive en San Pedro de Jujuy.
Foto del autor: Francisco Fernández entrevista a Antonio Berni. Diario Noticias, 1968.