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Identidades del “nuevo cine tucumano”

Por Pedro Arturo Gómez |

A contramano del rótulo oficial “El jardín de la República” con el que se etiquetó tradicionalmente a Tucumán, Gerardo Vallejo (1942-2007) labró una obra audiovisual cuya zona más destacada tiene su eje en la denuncia del padecimiento de los sectores sociales marginados de la provincia, víctimas de la precariedad y la explotación laboral, invisibilizados en los discursos dominantes. La posibilidad de una identidad estaba para él en la realidad de la vida de campesinos y obreros, en particular los trabajadores de la caña de azúcar. En una combinación de crítica social y enfoque etnográfico, su método de registro para la filmación en 1968 de El camino hacia la muerte del “viejo” Reales fue la convivencia con la familia del personaje, “como no había hecho hasta entonces nadie en Tucumán con el cine, un testimonio de la vida campesina donde yo creía -dice Vallejo- que estaba la cultura, la posibilidad de una identidad, la posibilidad de una integración desde una obra de envergadura a lo que hasta ese momento había sido el apoyo afectivo a todo mi trabajo: el trabajador azucarero” (1).

Durante la lucha por la difusión y legalidad de El camino… Vallejo realizó para el Canal 10 la serie televisiva Testimonios de Tucumán, que constaba de 18 cortos de 15 minutos con emisión quincenal a lo largo de 1972, tras la cual filmó una segunda serie de 12 cortos de 20 minutos semanales, emitidos entre 1973 y 1974, con producción de la Federación Obrera Tucumana de la Industria del Azúcar (FOTIA), titulada Testimonios para la reconstrucción. Contribución de los trabajadores azucareros tucumanos a la lucha por la liberación y reconstrucción de la patria. Las reacciones adversas no se hicieron esperar, como la del sacerdote Gregorio J. Díaz que en una carta de lectores del diario La Gaceta, publicada el 25 de junio de 1972, expresa su desagrado ante este programa que pretende “hacer creer que fomentando los resentimientos sociales se dan bases al pueblo para obtener su plenitud”, y señala que mejor sería mostrar “una ciudadanía optimista, deseosa de perfeccionar, en justicia y paz, al Jardín de la República” (2). Queda demostrado así, una vez más, que las identidades son un campo de batalla; en este caso, el conflicto entre representaciones identitarias hegemónicas de lo tucumano e identificaciones disruptivas como la elaborada por el cine de Vallejo, concentrada ésta en la aciaga realidad de los sectores sociales subalternos.

Las identidades, tanto individuales como colectivas, son procesos de construcción de la subjetividad sociocultural que se desarrollan mediante operaciones de identificación y diferenciación. Las identidades entrañan una pluralidad de adhesiones y sentidos de pertenencia que se asumen, transforman, reafirman o debilitan en un espacio-tiempo determinado. Las identidades son cambiantes y relacionales, es decir, un actor social emerge y se afirma sólo en la confrontación con otras identidades en el proceso de interacción social (3). Como señala Stuart Hall, las identidades “se constituyen de múltiples maneras a través de discursos, prácticas y posiciones diferentes, a menudo cruzadas y antagónicas” (4). La cuestión de las identidades implica, inevitablemente, preguntar cómo nos auto-nombramos y cómo somos nombrados por otros. Es por ello que las identidades se constituyen dentro de la representación y no fuera de ella; es decir, dentro de cómo nos auto-representamos y cómo nos representan otros. Emergen en el juego de las modalidades específicas de poder y por eso, son más producto de la diferencia y de la exclusión, que de la continuidad naturalmente conformada (5). Por lo tanto, en el proceso de construcción de las identidades la representación juega un papel fundamental, como praxis simbólica que se produce dentro de relaciones de poder; en consecuencia, la representación identitaria -como toda representación- se elabora según regímenes de representación propios de tales o cuales campos sociales, según las posiciones de centralidad o periferia propias de cada campo, lo cual determina órdenes de hegemonía y subalternidad.

A partir de su surgimiento y desarrollo, los medios de comunicación de masas, entre ellos el cine, son participantes capitales en la producción, inculcación y reproducción de los relatos de la identidad, al sumar a los grandes acontecimientos vividos por las comunidades en tiempos anteriores, los sucesos intrascendentes de la cotidianidad, los modos de vida de los diferentes pueblos. Los medios son los nuevos espacios de construcción de los imaginarios identitarios de la nación, la región y la localidad.

En el campo audiovisual cinematográfico argentino, sobre todo en sus formas institucionales, operan regímenes de representación cuyo núcleo se halla en la centralización y concentración de la producción en la región metropolitana. Desde esa centralidad, un patrón hegemónico de representación con respecto al “interior del país” o a la regionalidad provincial pone el acento en rasgos asociados al paisaje natural, rural y campesino, con sus tipos humanos característicos, desde un enfoque costumbrista y pintoresquista. No obstante, la producción cinematográfica tucumana más reciente ha tomado distancia de este modelo de representación, apartándose de la apelación al paisajismo tópico para trabajar temáticas, situaciones y personajes más vinculados al ámbito urbano o suburbano, con un tratamiento realista del habla tucumana coloquial que prescinde de su explotación humorística. Si bien se mantiene una continuidad de la línea de crítica sociopolítica, cuyo anclaje original se halla en Vallejo y sus historias del campesinado explotado, la representación de las tensiones y conflictos sociales en el llamado “nuevo cine tucumano” no tiene su eje en este sector sociocultural.

En Los dueños (Ezequiel Radusky y Agustín Toscano, 2014) la colisión clasista se produce en una casa de campo, entre sus propietarios -representantes de una burguesía urbana acomodada- y los sujetos subalternos pertenecientes a un espacio rural que atraviesan la inestable línea de frontera que separa las clases sociales, esquema de confrontación donde la picardía transgresora sobresale como rasgo de la subalternidad representada, en contraste con la monotonía burguesa. En El motoarrebatador (Agustín Toscano, 2018),  los principales escenarios y personajes son urbanos: una mujer mayor de clase media baja y un ladronzuelo que oscila entre las zonas marginadas de la ciudad y un entorno rural, enlazados en una historia de reconciliación y probable alianza interclasista. Como en Los dueños, se narra el intento de vivir una vida distinta a través de la ocupación de la vida y morada de otro, pero esta vez el contexto es el de la ciudad en momentos de la huelga de policías ocurrida en Tucumán en 2013, coordenadas espaciotemporales y de clase que remiten con nitidez a la conflictividad sociopolítica local y las insuficiencias de un orden signado por la desigualdad. También ladrón -y también entre los territorios urbanos, suburbanos y el entorno rural- es el mítico Bazán Frías, cuya legendaria figura es el vehículo en el documental que lleva su nombre –Bazán Frías. Elogio del crimen (Lucas García y otros, 2018)- para una exploración del mundo de vida carcelario, en una unidad de reclusión penal para hombres de la ciudad de Tucumán, microcosmos institucional reproductor de las formas más violentas de inequidad social. La construcción identitaria predominante que resulta de estas tres películas corresponde a una identidad de clase subalterna relacionada con un posicionamiento de infracción con respecto a determinadas normas, ya sea el traspaso de las fronteras de clase o la delincuencia, en el marco de las tensiones y conflictos propios de un orden social inequitativo.

Zombies en el cañaveral. El documental (Pablo Schembri, 2019) -además de la alusión a la subalternidad sojuzgada a través de los muertos vivientes como metáfora social y la referencia al cañaveral como “locus” de la explotación- remite a un rasgo de la vida cultural tucumana particularmente notable en la década de los ’60, la cinefilia, impulsora de la intensa actividad de cineclubismo y de los emprendimientos en realización audiovisual que se desarrollaron en esos años, época en la cual este mockumentary ubica el supuesto film de terror tucumano, un período de gran producción artística y conflictividad sociopolítica. Por otro lado, las identidades de género y de sexualidades disidentes en su inscripción local son abordadas respectivamente por el documental La hermandad (Martín Falci, 2019), con su mirada observacional sobre los moldes patriarcales de la masculinidad encarnados en niños y adolescentes varones, estudiantes de un prestigioso colegio de la capital tucumana, reunidos en el tradicional campamento de esa institución educativa; y cortometrajes como “Santa” (Carlos Vilaró Nadal, 2014), “En el mismo equipo” (Bonzo Villegas y Carlos Vilaró Nadal, 2014), “Totitita” (Bonzo Villegas, 2015), “Recuerdo de mis 15” (Vanesa Pedraza, 2018), “Jazmín” (Verónica Quiroga, 2018) y “Mostras” (Virginia Ferreyra, 2018) que trabajan la subalternidad de las identidades y culturas sexoafectivas disidentes.

En el conjunto de las producciones que integran el llamado “nuevo cine tucumano”, la representación de las identidades tucumanas prescinde de la exaltación pintorequista del color local y de los esquemas asociados al espacio campesino, concentrándose en sujetos y ámbitos socioculturales urbanos, sobre todo aquellos en situación de subalternidad, con particular focalización sobre personajes infractores de algún orden, ya sea porque transgreden los límites de clase o porque encarnan alguna dimensión delictiva de las sectores sociales marginados. Esta predilección temática por configuraciones culturales e identitarias subalternas, junto con una puesta en escena de estricto realismo, conectan a esta producción cinematográfica con los rasgos temáticos, narrativos y estéticos del denominado “nuevo cine argentino” de los ’90, a lo cual se suma la persistencia de la línea de crítica sociopolítica cuya raíz más pronunciada se halla en la obra de Gerardo Vallejo. Otros matices identitarios resultan de la remisión a la experiencia vinculada con las industrias culturales, más que con elementos de la tradición popular, y a las formas locales de hegemonía y resistencia de identidad sexual.


Notas

  • Vallejo, Gerardo (1984): Un camino hacia el cine. El Cid Editor, Buenos Aires.
  • Martínez Zuccardi, S. et al (2017): “Manifestaciones culturales en un contexto de crisis social y política (1966 – 1975)”. En Vignoli, M. (coord.): Tucumán, La Cultura: Artistas, Instituciones, Prácticas. Colección Historias Temáticas de Tucumán. Ediciones Imago Mundi. Buenos Aires: pp.163-214.
  • Valenzuela Arce, J. M. (coord.) (2004): Decadencia y auge de las identidades. México: El Colegio de la Frontera Norte/ Plaza y Valdés.
  • Hall, Stuart. (2011): La cultura y el poder: conversaciones sobre los cultural studies. Buenos Aires, Amorrortu.
  • Ibid.

Imágenes:

(1),    Shuzo Azuchi: “Gulliver’s Cinematic Illumination”

(2, 3 y 4),    Anthony McCall: “Line Describing a Cone 2.0, 2, 2010

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