Por Hernán Carbonel |
I
Esta historia empieza en mi pueblo, Salto, provincia de Buenos Aires, hace más de noventa años. En 1932, un tal Mario Lovisolo funda, en la esquina de las calles Alvear y 25 de Mayo, pleno centro, frente a la comisaría, un hotel que lleva por nombre su propio apellido.
En una de las fotos de la época se ve una planta baja amplia, barra en forma de L, botellas en los anaqueles de las paredes a la usanza de los viejos almacenes de ramos generales, un rejunte de gente posando para la ocasión. Es el día de la inauguración: hay invitados especiales, empleados (mozos, lavacopa, cocinera, chofer), la esposa del propietario, la copropietaria –“viuda de Lagares”, dice el pie de foto, como si ello fuera una condición en sí–, su hijo, el tenor Rafael Lagares.
No es menor esa presencia. Lagares debutaría en el Teatro Colón quince años después con “Tosca” y “La traviata”; desarrollaría una trascendente carrera en el exterior actuando en Estados Unidos y México y la mismísima Scala de Milán; se exiliaría en Europa, tras la caída de Perón en el 55, y fallecería en 1999, a los 83 años.
Una de las versiones dice que, en la década del ’50, llega, desde la península itálica a ese pueblo de provincia, Nino, hermano de Mario, compra el hotel y lo renombra Roma, seguramente en homenaje a la capital de su tierra lejana. Mario se muda a Buenos Aires, continúa con la industria hotelera y se hace cargo del Claridge Hotel.
Ese italiano llamado Mario Lovisolo, dueño de aquel hotel que llevaba por nombre su propio apellido, ubicado en una esquina de un pueblo perdido en la llanura, fue, entre tantas otras cosas, el padre del filósofo Jorge Lovisolo.
II
A los 15 años, Jorge se escapó de Salto (su vida, dijo él mismo, estaría marcada por quindenios: a los 30 Europa, a los 45 el norte argentino) y se integró a un circo criollo. Después de algunos vagabundeos por la provincia cayó a lo que, desde el interior, algunos aún llaman la Capital, y se inscribió en la Facultad de Filosofía y Letras. Ese sería su rumbo futuro.
Tuvo de compañero de estudios a José Pablo Feinman; invitado por Rodolfo Walsh se unió temporariamente a la CGT de los Argentinos; en noviembre de 1970 viajó a la asunción de Salvador Allende, donde conoció a Cortázar. Al terminar sus estudios obtuvo una beca para doctorarse en Francia, donde dialogó con Derrida y Julia Kristeva, y de ahí pasó a España, invitado por la Universidad Autónoma de Barcelona, lugar en el que trabajó durante la dictadura argentina. Frecuentaba a Paco Porrúa y a José Donoso, quien lo hizo personaje en alguna de sus novelas.
III
En el ’85, regido por los quindenios, volvió a la patria y se radicó en Salta, para hacerse cargo de las cátedras universitarias de Historia de la filosofía contemporánea y de Metodología y epistemología de las ciencias sociales, ciudad de donde ya no se iría. “Podría haber recalado en cualquier lugar”, dijo sobre su llegada fortuita, “pero un día me desperté en Salta”, y se instaló en San Lorenzo, una ciudad en medio de las yungas, a diez kilómetros de la ciudad capital.
Allá nació y vive su hija, Trilce, licenciada en Ciencias de la Comunicación, egresada de la misma facultad en la que su padre y su madre eran docentes. El nombre es, claro, en homenaje al libro de César Vallejo (“Quién hace tanta bulla, y ni deja / testar las islas que van quedando”: esos son los primeros versos). “Hace unos años mi papá me regaló una edición de Trilce”, cuenta ella, “y en la dedicatoria escribió: ‘Para mi hija que lleva el nombre de este poemario y lo hace como si nada pasara. Con todo el cariño de siempre, tu papá’. ¿Qué debería pasar, no?”.
Trilce también va hasta los inicios, hasta el pueblo pampeano donde todo empezó, hacia la sangre italiana que arrastraba, y discrepa con otras fuentes: “Lo primero es que, según lo que supe siempre, el papá de mi papá, o sea mi abuelo, se llamaba Hércules. Mi primo Omar Lovisolo, a quien no conozco personalmente pero cada tanto hablamos, me dijo que él lo conoció como Nino, y que probablemente pueda ser un apodo de Herculino, que es como decir Herculesito en Italia. Mario era hermano de Nino y tengo entendido que fue el primer dueño del hotel. Lagares era el apellido de su esposa, si no me equivoco”.
“Mi papá era un ser extraño”, sigue Trilce, yendo al lado humano de Jorge. “Algo ermitaño y, al mismo tiempo, un gran paseador. Viajaba mucho al norte: Purmamarca, Tilcara, Humahuaca. Y también estaba mucho en su casa, su templo de libros y el silencio necesario para escribir. Pero también gustaba mucho de la música: jazz, tango y folclore. Era gracioso y cascarrabias. Era cariñoso y con algunas dificultades para nutrir sus vínculos. Era elegante y un tanto descuidado. A veces, cuando pienso en mi papá, se me viene a la cabeza Edward Bloom, el personaje de la película El gran pez, de Tim Burton. ¿En serio vivió tanto?”.
Volviendo a lo que nos convoca –el intelectual, el lector, el pensador, la máquina productora y reproductora de ideas que es cualquier intelectual–, Trilce cuenta que Jorge Lovisolo dedicó su vida a la lectura; que era un estudioso de la Escuela de Frankfurt, de Kant, de Marx, de Borges, de Saer en los últimos años. “Su biblioteca, con más de tres mil volúmenes, tenía libros en francés, alemán y español, principalmente. Fue gran amigo de la poeta Kuky Herrán y de Joaquín Gianuzzi. No tan temprano comenzó a publicar y obtuvo reconocimientos importantes por sus obras. Jorge fue un apasionado por y para la filosofía”.
Trilce, volviendo a los inicios, a la geografía de origen, cierra con una anécdota hermosa: “De lo del circo hay algo graciosísimo: Él contaba que cuando va ese circo a Salto, él tenía 15 o 16 años. Se enamoró de una trapecista y, entonces se inventó un número musical con guitarra criolla para poder participar de las funciones desde adentro. Y comenzó a actuar en el circo en Salto y en pueblos cercanos. Un día su madre, Tommasina, le dijo que iba a tener que elegir: la vida en el circo o estudiar. Eligió estudiar, sino toda su historia en la filosofía no hubiese sido posible claramente”.
IV
Presten atención a esa biblioteca de la que habla Trilce en el documental De Frankfurt a Humahuaca con Jorge Lovisolo, dirigido por Norberto Ramírez y producido por Eduardo Montes-Bradley. Está libre en YouTube. “Lo que le cuento a usted es lo que sé y usted no sabe; pero lo principal que quiero contar es lo que no sé si sé y puede ser que usted sepa”, dice ahí, citando una frase de Guimarães Rosa. “La vida es etcétera”, dice, también. Y dice: “Tal vez los que vean esta película sepan mucho más que yo, porque estoy dejando documentada mi ignorancia a través de la imagen y el sonido”. Y, en plan Ciorán: “Creo que una de las obligaciones de los intelectuales es organizar el pesimismo”.
Recién en 2008 publicó su primer libro, Averiguaciones sobre el aforismo: “El aforismo no quiere decir: dice. O mejor: convoca, hace comparecer a la cosa misma”. Le siguieron Alarmas. Diáspora de la modernidad y positivismo filosófico, repaso de corrientes filosóficas europeas contemporáneas, y Trastornos. Filosofías políticas en la literatura, publicado a través del sello de la Biblioteca Nacional, con prólogo de Horacio González: “un crítico con pasiones minuciosas; toda frase es una forma diminuta que esconde contornos de espina o aguijón”. En su último libro, Traductores de penumbras, va de la política a la narrativa argentina a través de Saer, Piglia, Marx y Shakespeare. “Estamos en un momento de políticas inclementes. ¿Y qué hace el intelectual? El filósofo descuida lo local porque piensa en lo universal. Entonces no hay, desde la filosofía, una voz que contenga a esta época. Nos podrían declarar prescindibles”.
IV
Para volver –porque de algún modo siempre estamos volviendo– al principio: en un pasaje de De Frankfurt a Humahuaca… dice: “Nací en un pueblo de frontera, Salto. Había un fortín, se llamaba La Invencible, lo cual permite inferir de un modo no ilícito que ahí se mataron muchos indios”. Había un sueño recurrente en él, lo cuenta en el documental: que se encontraba con Piazzola en el hotel de su padre.
Dos lugares muy lejanos entre sí, un pueblo de provincia y una capital provincial, aunque con apenas una letra de diferencia, lucha de gentilicios. Así empieza esta historia, en Salto, y así termina, en Salta, donde un tal Jorge Lovisolo, filósofo, lector, padre, hijo de hotelero, murió en febrero de 2023.

Hernán Carbonel escribe para el suplemento literario de La Gaceta de Tucumán y la revista Acción. Es responsable de contenidos en Fundación La Balandra. Da talleres de lectura, produce y conduce programas de radio, y lleva adelante Coda, un club de lectura. Publicó los libros Antiguos dueños de la tierra (en conjunto con Mario Méndez y Jorge Grubissich, 2013), El chico que no crecía y otros cuentos (Galerna Infantil, 2014), la investigación periodística El caso Arroyo Dulce (con prólogos de Antonio Dal Masetto y Sergio Pujol) y Sedimentos (La papa, 2022).
Gracias Hernán por tan entrañable nota.Me hizo viajar a Barcelona donde conocí a Lovisolo en 1982 Nuestra amistad con silencios como la vida se prolongó hasta su lamemtable ausencia