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ISSN 2684-0626

 

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La prosa del silencio

Por Pablo Toblli |

Alguna vez escuché que es mejor callar que hablar, que si no tenemos algo que sea superador del silencio es más fructífero llamarse a una pausa. Creo que muy pocos artistas consiguen esto; pienso que algunos trompetistas de jazz lo logran, especialmente Chet Baker. Pablo Donzelli también orbita este logro con su novela Jugo. Así, el personaje principal de este libro, quien nunca revela su identidad, no emite una palabra en toda la novela, tampoco su narrador nos dice su nombre y los demás personajes emiten, como mucho, dos frases escuetas en todo el libro.

En Jugo asistimos a esta amalgama minimalista: un personaje camina la ciudad, realiza un trabajo rutinario en una oficia y luego sale a almorzar en el mismo restaurante de todos los días en el que toma un jugo, después va al cine en el que mira una película de amor repetitivamente, para finalmente ir a dormir a su pensión y volver a trabajar a la mañana siguiente. Y así, todos los días.

La prosa se compone de frases breves, cortadas por abundantes puntos seguidos, que dan cuenta de la monotonía del personaje, conformando un verdadero tempo existencialista de la narración: “El despertador suena igual que el timbre de salida del trabajo y suena en todas las habitaciones al mismo tiempo. Esa noche soñé lo mismo que todas las noches (…) Hay una calle y cada cien metros aparecen calles perpendiculares por donde se pierden las casas siempre iguales. Las casas están separadas por un pasto perfectamente cortado. No hay árboles ni flores.”

Esta situación de abulia en el personaje y en toda la ciudad cambia cuando alguien le advierte que deje de tomar el jugo. Al mediodía siguiente, no lo ingiere; sus sentidos se agudizan, despabilando la monotonía que lo consumía: “Al despertarme compruebo que todo está cambiado. Reconozco en el sonido del sueño del día anterior a un violín (…) Sigo con sed. Me lavo la cara y los dientes y tomo mucha agua. Sigo siendo un relojito. Desayuno y vuelvo a realizar el mismo ardid para evitar el jugo. Llevo la corbata en un bolsillo y el vaso vacío en el otro. Al caminar noto que me cuesta menos adoptar la velocidad de todos. La ansiedad por la abstinencia del jugo es menor, controlable. Llevo una atención distinta a la de hace un día. (…) Tal vez pronto me toque ser jefe a mí y lleve una vida más llevadera. Pero me digo, también, que si no tomar jugo me permite soñar cosas distintas…”

El personaje -a partir de esa insurgencia en la penumbra de la distopía- recobra la sensibilidad, se abre a la indeterminación del mundo y se despega del automatismo tecnocrático. La novela vira a un tono pictórico y poético en donde resuenan panaceas neorrománticas, en las que el lector asiste a una ensoñación difusa, junto a la liberación paulatina del personaje, que sigue sin hablar, pero siente que algo pequeño se dinamita: “Aparecieron y desaparecieron luciérnagas. La luna estaba llena y no me dejó a oscuras. Los chillidos de los búhos me recordaron los alaridos que estaba dejando atrás. El viento en comunión con el follaje de los árboles más altos me acompañaba con una melodía suave. Una alegría me llenó el alma. Por unos instantes no tuve ningún miedo por el porvenir.  Estuve disfrutando plenamente de lo que se daba: la noche, el viento de la noche, los árboles cobijando aves e insectos. (…) noté que el arroyo sonaba distinto y pronto descubrí una cascada y un espejo de agua a su alrededor. Me acerqué, me desvestí y me bañé en esa fresca laguna. (…) Quise ser pintor.”

El pulso lento de la narración comienza a frenetizarse en la segunda parte, cuando el personaje es secuestrado y torturado por unos segundos ante su negativa de tomar el jugo, estos pasajes están construidos por escuetos diálogos con preguntas explícitas que despabilan el tiempo aletargado y leve de la prosa de la primera parte, sin embargo, Donzelli sigue optando por cortar la frase con puntos seguidos, para mantener un compás definido, incluso cuando podría frenetizar con una simple coma, no lo hace: “La puerta se cierra tras de mí. Aunque no pongo resistencia igual me van llevando con fuerza. Alcanzo a darme vuelta y veo tras de mí un gran paredón sólo intervenido por muchas puertas iguales. (…) Escucho unos alaridos. Me ingresan a un salón bien iluminado, me sientan en una silla, quedan dos personas. ¿Por qué dejaste de tomar el jugo?, me preguntan. No respondo. Me vuelven a preguntar. Silencio. Se para un hombre y me pega una trompada, tirándome de la silla. Me duele mucho la quijada, me quedo en el suelo. Me levantan y me vuelven a sentar.” El personaje, conforme a una personalidad definida, no abre la boca para emitir un sonido, ni aun en la situación en la que corre peligro su vida.

Cuando la prosa parece resolverse en un shock de imágenes en el que ya agotó recursos, da un giro dramático e inesperado a partir de la inclusión de una contradistopía punk: Un grupo de personas hace explotar la fábrica del jugo y teje una revolución para comenzar a crear desde cero una sociedad más libre y feliz. En esta línea de sentido, un personaje del folk tucumano, jugador de futbol de San Martín -el ratón Ibañez-  escribe una carta que fue el comienzo de todo y que da cuenta del final de una civilización que se inscribe espacialmente en San Miguel de Tucumán, por lo que la epístola posee un doble carácter, ya que por un lado funciona como un texto fundacional y esperanzado de una nueva civilización, pero al mismo tiempo se construye como epílogo nostálgico de un mundo antiguo: “Si alguien lee este escrito, que sepa que aquí hubo una ciudad, hubo familias y vecinos. Que hay una cancha de fútbol que me hizo pasar los mejores domingos de mi vida, una cancha de roja pasión que perdurará a esta locura de los hombres.”

Ahora, la ciudad se desmorona; es una selva con unos pocos hombres -entre ellos, el personaje principal- que quedan para refundarla, luego de la época del “Jugo”.  El narrador llega así a un final sorpresivo y sugerente en el que las frases clausuran un mundo sutil y hermoso, aunque desesperanzado, por momentos, y centrado en los detalles olvidados que nos hacían felices: “En un costado ardían brasas en una parrilla donde cada tanto tiraban unos kilos de carne. Decidí aprender a tocar el bombo, tiempo tendría.  Y a quedarme allí, con esa gente que tampoco hablaba, que se comunicaba con la música. Hay personas que se sienten cómodas haciendo cosas complicadas. No es mi caso. Y si hay algo que sé en esta vida es que sentirse cómodo en algún lugar, es lo más parecido a responder que sí cuando te preguntan si sos feliz.”

Conforme al rector silencioso de todo el libro, el personaje se encuentra en la escena final con un grupo de personas que están tocando música y que deben recrear hasta las palabras. Por el momento, su único lenguaje es el sonido de sus instrumentos.

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