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ISSN 2684-0626

 

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La prosa del silencio

Por Pablo Toblli |

Alguna vez escuché que es mejor callar que hablar, que si no tenemos algo que sea superador del silencio es más fructífero llamarse a una pausa. Creo que muy pocos artistas consiguen esto, pienso que algunos trompetistas de jazz, especialmente Chet Baker, es uno de los pocos que logra superar la armonía del silencio y entregarnos algo aún mejor. Pablo Donzelli también lo logra con su novela Jugo, que quizá haya sido la novela tucumana que más me gustó.

No dejo de pensar en el valor de un silencio bien colocado, porque justamente el personaje de este libro, quien nunca revela su identidad, no emite una palabra en toda la novela, tampoco su narrador nos dice su nombre y los demás personajes emiten, como mucho, dos frases escuetas en todo el libro. Con esta matriz del arrobamiento en el silencio y la suspensión, se desenvuelve la imaginería que compone Donzelli en Jugo. El silencio, las actividades monótonas y un personaje subsumido en un trabajo de oficina rutinario nos diagraman -sobre todo en la primera mitad del libro- un paraje en el que resuenan los ecos de las grandes novelas de Kafka y Sartre.

Los narradores que siempre me han parecido los más talentosos  son los que logran establecer una correspondencia entre los estados de ánimo de los personajes y la estética que los soporta (diálogos, ambientes, objetos) en donde todo funciona como una Gestalt en la que se le ofrece al lector un paquete de formas de vivir y de pensar, en la que el narrador no escatima ninguna entrega. Es decir, aquellos que crean un mundo desde cero atendiendo a cada gesto de la prosa.

Jugo se inscribe y toma la herencia de las grandes novelas modernas, porque conforme a lo que nos decía Rancière, en la modernidad, asistimos a una ramificación de los objetos, los trabajos, los roles y, de esta forma, la ciudad se expande con lo cual la sensibilidad se vuelve indeterminada. Ya no es sólo útil para el prosista y para el sujeto lo que tiene que ver con los grandes fines heroicos basados en una unidad de acción. Los sujetos tienen un abanico de estímulos en los cuales inscribir su subjetividad y su tiempo: arquitectura, percepciones inmateriales, sueños, fragmentaciones, recortes urbanos, etc.  Ya no existen los ídolos virtuosos griegos, sino que el ser humano y el artista tienen a disposición una multiplicidad de objetos en los cuales referenciarse; pero la contracara de las nuevas posibilidades de la sensibilidad que nos ofrece la modernidad, es  el absurdo del mundo tecnocrático. En Jugo asistimos a esta amalgama: tenemos un personaje que camina la ciudad, que realiza un trabajo rutinario en una oficia, luego sale y va a almorzar al mismo restaurante de todos los días en el que toma un jugo, después va al cine en el que mira una película de amor repetitivamente, para finalmente ir a dormir a su pensión en la que aguardará para volver a trabajar a la mañana siguiente. Y así, todos los días.

La prosa se compone de frases breves, cortadas por muchos puntos seguidos, que dan cuenta de la monotonía del personaje, conformando un verdadero tempo existencialista de la narración: “El despertador suena igual que el timbre de salida del trabajo y suena en todas las habitaciones al mismo tiempo. Esa noche soñé lo mismo que todas las noches (…) Hay una calle y cada cien metros aparecen calles perpendiculares por donde se pierden las casas siempre iguales. Las casas están separadas por un pasto perfectamente cortado. No hay árboles ni flores.”

Esta situación de abulia en el personaje y en toda la ciudad va cambiando cuando alguien le advierte que deje de tomar el jugo. Al mediodía siguiente, no ingiere el jugo y su sensibilidad comienza a cambiar, sus sentidos se agudizan, despabilando la monotonía que lo consumía: “Al despertarme compruebo que todo está cambiado. Reconozco en el sonido del sueño del día anterior a un violín (…) Sigo con sed. Me lavo la cara y los dientes y tomo mucha agua. Sigo siendo un relojito. Desayuno y vuelvo a realizar el mismo ardid para evitar el jugo. Llevo la corbata en un bolsillo y el vaso vacío en el otro. Al caminar noto que me cuesta menos adoptar la velocidad de todos. La ansiedad por la abstinencia del jugo es menor, controlable. Llevo una atención distinta a la de hace un día. (…) Tal vez pronto me toque ser jefe a mí y lleve una vida más llevadera. Pero me digo, también, que si no tomar jugo me permite soñar cosas distintas…”

El personaje recobra la sensibilidad, se abre a la indeterminación del mundo y se despega del automatismo tecnocrático. La novela comienza a obtener un tono pictórico y poético en donde resuenan panaceas neorrománticas, en las que el lector asiste a una ensoñación junto a la liberación paulatina del personaje, que sigue sin hablar, solo siente: “Aparecieron y desaparecieron luciérnagas. La luna estaba llena y no me dejó a oscuras. Los chillidos de los búhos me recordaron los alaridos que estaba dejando atrás. El viento en comunión con el follaje de los árboles más altos me acompañaba con una melodía suave. Una alegría me llenó el alma. Por unos instantes no tuve ningún miedo por el porvenir.  Estuve disfrutando plenamente de lo que se daba: la noche, el viento de la noche, los árboles cobijando aves e insectos. (…) noté que el arroyo sonaba distinto y pronto descubrí una cascada y un espejo de agua a su alrededor. Me acerqué, me desvestí y me bañé en esa fresca laguna. (…) Quise ser pintor.”

Otra de las cualidades del personaje es que sueña mucho, sus mundos oníricos siempre están cargados de una fuerte dosis de existencialismo, que me hace recordar los mejores pasajes de La náusea de Jean Paul Sartre, construyendo, por momentos, una auténtica estética del escombro: “Caminé un poco y encontré el esqueleto de una construcción de 5 pisos. Estaba abandonada hace 5 años, las enredaderas le trepaban y amenazaban con devorarla. Esta imagen me entristeció un poco. Pensé en las cosas que habían sido y dejado de ser.”

El pulso lento de la narración comienza a frenetizarse en la segunda parte, cuando el personaje es secuestrado y torturado por unos segundos ante su negativa de tomar el jugo, estos pasajes están construidos por escuetos diálogos con preguntas explícitas que despabilan el tiempo aletargado y leve de la prosa de la primera parte, sin embargo, Donzelli sigue optando por cortar la frase con puntos seguidos, para mantener un compás definido, incluso cuando podría haber colocado una coma: “La puerta se cierra tras de mí. Aunque no pongo resistencia igual me van llevando con fuerza. Alcanzo a darme vuelta y veo tras de mí un gran paredón sólo intervenido por muchas puertas iguales. (…) Escucho unos alaridos. Me ingresan a un salón bien iluminado, me sientan en una silla, quedan dos personas. ¿Por qué dejaste de tomar el jugo?, me preguntan. No respondo. Me vuelven a preguntar. Silencio. Se para un hombre y me pega una trompada, tirándome de la silla. Me duele mucho la quijada, me quedo en el suelo. Me levantan y me vuelven a sentar.” El personaje, conforme a una personalidad definida, no abre la boca para emitir un sonido, ni aun en la situación en la que corre peligro su vida.

Cuando la prosa parece resolverse en un shock de imágenes en el que ya agotó recursos, da un giro dramático inesperado a partir de la inclusión de una utopía: Un grupo de personas hace explotar la fábrica del jugo. De esta forma, la historia pasa desde una distopía en la que existía un grupo de sujetos que pretendía automatizar y burocratizar las conciencias, a un grupo de personas que teje una revolución para comenzar a crear desde cero una sociedad más libre y feliz. Un personaje tucumano, jugador de futbol de San Martín -el ratón Ibañez-  escribe una carta que fue el comienzo de todo y que da cuenta del final de una civilización que se inscribe espacialmente en San Miguel de Tucumán, por lo que la epístola posee un doble carácter, ya que por un lado funciona como un texto fundacional y esperanzado de una nueva civilización, pero al mismo tiempo se construye como epílogo nostálgico de un mundo antiguo: “Si alguien lee este escrito, que sepa que aquí hubo una ciudad, hubo familias y vecinos. Que hay una cancha de fútbol que me hizo pasar los mejores domingos de mi vida, una cancha de roja pasión que perdurará a esta locura de los hombres.”

Ahora, la ciudad comenzaba a desmoronarse, a volver a ser selva con unos pocos hombres (entre ellos, el personaje principal) que quedaron para refundarla, luego de la época del “Jugo”.  El narrador va llegando a un final sorpresivo y sugerente en el que las frases van cerrando un mundo sutil y hermoso aunque desesperanzado, por momentos, centrado en los detalles que nos hacen felices; es por ello que no apabulla con diálogos ni sintaxis largas con demasiadas subordinadas y digresiones. Es así, que conforme al rector silencioso de todo el libro, el personaje se encuentra en la escena final con un grupo de personas que están tocando música y que deben recrear hasta las palabras. Por el momento, su único lenguaje es el sonido de sus instrumentos: “En un costado ardían brasas en una parrilla donde cada tanto tiraban unos kilos de carne. Decidí aprender a tocar el bombo, tiempo tendría.  Y a quedarme allí, con esa gente que tampoco hablaba, que se comunicaba con la música. Hay personas que se sienten cómodas haciendo cosas complicadas. No es mi caso. Y si hay algo que sé en esta vida es que sentirse cómodo en algún lugar, es lo más parecido a responder que sí cuando te preguntan si sos feliz.”

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