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ISSN 2684-0626

 

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Las preguntas del narrador: ¿Una historia que contar es siempre un relato?

Por Lucas Cosci |

A todos nos ha pasado alguna vez. Con la certeza de una revelación, alguien nos dice: “Tengo una historia para un cuento”. Después de presentarnos los rudimentos de un esquema narrativo, continúa: “lo único que falta es escribirlo”. Como si solo faltara la pincelada final. Como si fuera que con unos mínimos toques Fiat Lux, ya tenemos la obra. Solo faltan las palabras adecuadas. Nada. Una minucia.

¿Qué entidad tiene un argumento que no ha sido articulado como texto? Ni siquiera es un proyecto escritural. Un argumento en sí mismo es solo una promesa. Muda, vana, desierta. No tiene capacidad de producir efectos. Es una flecha sin arco.

¿Qué es lo que juega en un relato, una buena historia o un dispositivo narrativo? ¿Tener algo que contar o saber hacerlo? ¿El “qué” o el “cómo”? Existe la creencia de que un buen relato se basa en un argumento bien elaborado, hasta que descubrimos que todo el mundo tiene buenas historias que, sin embargo, no funcionan como literatura, porque no hemos encontrado el arco de la flecha.

Por el contrario, solemos cruzarnos a veces con buenos relatos, cuyos argumentos son básicos, elementales, de una simpleza abrumadora. Relatos en donde parece que no pasa nada y, sin embargo, pasa. Montajes de un eficaz dispositivo representacional capaz de generar asombro a partir de la irrelevancia. Un arco llevado a su máxima tensión para disparar la flecha.

Recuerdo, por ejemplo, un cuento de Filisberto Hernández que se llama “La pelota”, que narra el juego de un niño con una pelota de trapos. Integra el libro Las Hortensias y otros relatos. Es un texto fascinante, maravilloso, porque da lugar a una situación de asombro a partir de un hecho sin ninguna relevancia: el deseo de tener una pelota. No hay procedimientos innovadores, ni recursos extraordinarios, ni siquiera hay ostentación de estilo. ¿Será que lo que hay en el texto es tan solo “una mirada”, un punto de vista sobre el mundo cotidiano? A lo mejor de lo que se trata es que como lectores encontramos un “cómo” que es funcional a un “qué”. Me corrijo: lo que pasa en este relato es que “el cómo es el que”. Lo que el texto relata en este caso no es una acción, sino una mirada, el ángulo de una experiencia. Es entonces inevitable que nos preguntemos, ¿cuál es la distancia que media entre el cómo y el qué? Y entonces descubrimos que en los buenos relatos esa distancia desaparece. Ese es el acierto. En las propuestas narrativas eficaces “el cómo es el qué” (o a la inversa). La acción no tiene entidad si no es llevada por la palabra al plano de la representación. Representar significa “hacer presente”. En todo caso, es la palabra la que trae la acción al presente, la modela, la cincela, la “pone en intriga”. La acción o su ausencia, en todo caso, es solo arcilla que busca su orfebrería.

Nuestra experiencia del mundo lleva la carga de un conjunto de historias que piden ser narradas. El acto de narrar significa una rearticulación de esas historias en una unidad de sentido capaz de producir efectos en un lector. Pueden ser hechos reales o posibles, no importa. Pero esas historias incipientes no son nada sin una pluma que las aloje en el ámbito de una construcción literaria. De nuevo, son flechas sin arcos.

En todo caso, funcionan como un buen pretexto. Un incidente fortuito como para empezar a escribir. Ni siquiera es texto. Es parte del caos original, la gran nebulosa de la que podría salir un gran relato, si encuentra un orden que la dispare hacia el asombro.

Para un escritor entonces quizás no sea tan importante tener algo que contar, ya que todos lo tenemos, sino saber cómo hacerlo, es decir, tener las herramientas necesarias para transformar lo prenarrativo en narrativo, el pretexto en texto, el argumento en representación. Es decir, “hacer presente” un orden que pide apuestas a un lector. Historias no nos faltan. Vivimos una vida que es un sedimento de mitos. Pero esos mitos en sí mismos tienen una narratividad incoada, que hay que desplegar. Y para ese despliegue es necesaria una operación compleja, laboriosa, incesante: Un minucioso trabajo con el lenguaje, cuyo arte significa un largo camino.

“Lo único que falta es escribirlo”. Claro.

Lo que falta es la narración misma.

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