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ISSN 2684-0626

 

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Oda a los dioses perros

Por Mario Flores |

/Muchos filósofos han notado que cuando intentamos hablar del tiempo en realidad hablamos del espacio. Con el perro, el tiempo y el espacio se mezclan. /Fabián Casas. /Silencioso amigo mío, viejo amigo mío, cómo nos entendíamos… Esta tarde hubiéramos salido a mirar los oros transparentes, casi íntimos. ¿Qué veías allá sobre las islas cuando enhestabas las orejas? /Juan L. Ortiz.

Anotaciones sobre el tiempo. /Lo que sucede en el contexto postapocalíptico de La Dinastía Weigert o el núcleo postapocalíptico de cualquier poesía es que la voz no se mantiene impávida ante la contemplación de los vestigios de la catástrofe. No sabemos muy bien qué ocurrió, pero sí sabemos que el presente está compuesto de ruinas ontológicas, aunque ignorando el mecanismo por el cual se rigen los reglamentos de la historia reciente y por qué su implosión ha terminado con todo menos con las voces. Los perros estaban antes, ese es el único dato que podemos tener de su naturaleza sobreviviente a las hecatombes. Más que Leo Weigert, son los perros los que le prestan voz y ladrido a los signos de aquel paisaje hecho trizas.

UN PERRO EN SU PENSAMIENTO ES SU PROPIO SUBE Y BAJA

El corazón de un perro

no se regocija

con la destrucción

de un planeta

ni de una persona.

Hemos olvidado

el idioma de las piedras

que aunque saberlo

no garantiza nada,

es el principio reactor del mundo.

Los perros bailan en las cumbres

escarban una tierra distante,

los perros posan su fe en los suicidas

en su diccionario

solo existe una palabra.

/Como no hay mito sin origen y, a falta de escribientes y demiurgos, las voces se encargan de construir a fuerza de murmullo histórico, un mito y un origen -o el intento de una idea de origen, porque tampoco se puede llegar tan lejos con sentidos de tan corto alcance: mirad el olfato canino, contemplad el oído de los perros-. En el libro, los poemas hilvanan una narrativa implícita que también es la trama de una ciudad que ya no existe. Lo que sobrevive son las voces que hablan entre ellas o consigo mismas: “Una historia de cómo antes de levantarse el barrio el lugar era habitado por cientos y cientos de perros, que esos perros bajaron la montaña nadando por el río; que el río había brotado de las costillas de un santo; que algunas madrugadas podían verse naves espaciales bebiendo del río”. ¿Qué ciudad es ésta, fundada sobre una leyenda astroesotérica consumada por la santidad de una herida de donde brota agua? Bíblicamente urbano, el escenario de “Los perros” -la primera parte de la La Dinastía Weigert de Fabián Mamaní (Kala Ediciones, 2020)se compone de restos: las voces cuentan sobre balazos y sobre videos de sexo que suben a internet, y de pronto: “Salen a la vereda, ven cómo las mascotas del barrio empiezan a levitar, las siguen con la mirada hasta que desaparecen”. El mito se consume y así como estaban al principio, huyen al final. Su planeta los necesita o la posibilidad remota de anagnórisis fue reemplazada por un elemento de extrañeza que revisa la historia con ademanes de ciencia ficción. ¿De qué ciudad se trata que, levantada sobre arena y huesos pelados, merece que la abducción se lleve -¿para siempre?- a sus verdaderos amos, los animales que se posan en el regazo como una intuición?

/Esta especie de temporalidad animal, que funciona en otros registros del instinto y las glándulas que componen el paisaje monocromático del ahora, conviven pacíficamente con las voces, al parecer. Los perros, como oráculos precisos, levantan la vista y las orejas en búsqueda de aguzar la escucha, adivinar de antemano la sonoridad exacta del aullido escondido o la puteada más lejana. El tiempo corre de forma diferente para ellos: mientras que nosotros percibimos una secuencia lineal y/o cíclica del universo, los perros no tienen tiempo lineal, viven una vida circular, hechas con rutinas y pequeños lapsos vueltos sobre sí mismos, separados por momentos de atención. Desde Juan L. Ortiz hasta Horacio Quiroga (que vivía recluido en la selva misionera con un kayak y un perro al que también le dedicó frases), los perros fueron testigos del mecanismo de la escritura, en el silencio aparente de la creatura cuya fidelidad pasa por lo sobrenatural, no por la obligación de la mano que da de comer: vuelven, como por carreteras invisibles trazadas en su inconsciente, al hogar del que los han alejado; aguardan en las tumbas de sus dueños caídos a que llegue el tercer día o la esperanza de la redención. Por eso cualquier escenario distópico (bomba nuclear, pandemia china, psicosis orwelliana de la nueva derecha o hambruna de los agujeros negros) tiene a los perros ya no como testigos laterales sino como seres entendidos. “Solamente les falta hablar”, dicen las señoras.

HOOD

Un perro cruza la cancha de básquet

lleva una biblia entre los dientes

se detiene

mira a su alrededor y la suelta

corrés a levantarla.

Perro zarpado galán y poderoso

que nutres cada uno de tus pasos

con nuestra fe

¿podrás cambiar el mundo

o mantenerlo congelado?

/La lista no es larga pero sí significativa: Tyson, porque le mordía la oreja a sus cachorros hermanos, eran los años 90 y no había posibilidad de metáfora; El portal de las mascotas, como tropo menemista de la arquitectura mercantilista del llanto, el mercado de las lágrimas; Marciano: negro y esbelto, una sombra de hocico largo; Akira, dueña de casa; Luna Negra, cachorra huérfana que acopió su desventura entre las paredes del futuro; con la llegada de los circos a los pueblos, asentados sobre baldíos inmensos sus carpas y jaulas, se instalaba la correntada de chismes de que los perros callejeros desaparecían para ser almuerzo de leones; el come perros, un jubilado que vivía en el hogar de ancianos y que aseguran su plato predilecto era la carne canina; los clones clones clones clones clones. /”Estabas tan loquito estabas tan bonito mataste a un perro en la calle y después me diste un beso”, canta la voz en el inicio del poema en La Dinastía Weigert. También en el inicio ocurre la masacre perruna de un cachorro robado en las primeras páginas de Los pibes suicidas de Fabio Martínez, novela que usa las calles de Tartagal como tablado del realismo sucio. En el relato moderno se desconfía de la posibilidad de renunciar al sacrificio humano: la epifanía se da en la carne. Por ello todo pensamiento poético es -contra- en el tiempo. Ocurre en el territorio de lo orgánico, que discurre en vigilia por las vías del lenguaje epidérmico, y a la vez recurre a elementos del -eco-sistema de lo oculto, acaso lo onírico o lo olvidado. Confeccionada la historia y sus mitos con retazos de lo que sobrevive, incluyendo la autodestrucción de sus autores, las voces se limitan a la relectura (o sea, escribir) de aquella leyenda limitada por lo lineal, preguntándose si los perros volverán algún día a la tierra.

/En Sombra Kamikaze de Claudio Rojo Cesca (Almadegoma Ediciones, 2018), los poemas son extensos pero no por capricho verborrágico de la alt lit, sino que necesitan ese reguero de información cuya perspectiva habla de un pasado no glorioso, desde un presente destrozado. ¿Cuál es esta fascinación por lo distópico y lo postapocalíptico? ¿Desde qué futuro se escribe como si se requiriera dejar constancia de la supervivencia del espíritu humano-canino? En “Pija New Year”, justo en el centro del volumen que está compuesto por diez poemas, ya no hay voces sino una primera persona que se conmueve en la transformación:

“Un perro kamikaze

dando vueltas

al mismo tacho que estaba ahí

en 2002.

He visto hormigueros activos

bajo la luz del mediodía

obras que hubieran avergonzado

las virtudes de cualquier pintura de Klimt.

El estrago policial de los cobanis.

La vida vigilante de algunos amigos.

La vida de las uvas

pasando a mejor vida

para alegría de los pibes.

Tengo deseos que no digo

para no dañar el corazón de los que quiero.”

/En Sombra Kamikaze los poemas son el registro de aquel estallido. En La Dinastía Weigert los poemas son vistazos al mundo del después, lo que quedó del estallido. El poema surge desde lo destruido, quizás desde la falta. Y luego lee aquellos vestigios para forjar un desplazamiento del símbolo hacia lo vívido: alguien había dicho que los filósofos preguntan y los poetas responden; pero se referían a los juglares informantes, a los poetas sabiondos que sentenciaban la poesía como el ejercicio marfilesco del aleccionamiento. Acá, los poetas preguntan: el entramado de cuestionamientos cruza la naturaleza de lo humano y se hace perro.

“Voy a ser

huerfanito entre sus piernas

y a llorar más de lo debido

sin tener muy claro por qué

pero sabiendo que el bocho está tirante

siempre al borde del pánico

y se siente, sin embargo, atesorable.

Es mi manera de ser perro.

Merodear.

Andar hambreado.

Olfatear, cerca de su piel, el aire que la tuerce”.

/“Sin ese desmoronamiento del museo de la belleza sería imposible amar en serio”, dice el poema. No dice el autor ni dicen las voces ni dicen los demiurgos. Dice el poema o ladran los perros: mientras aguardan de este lado de la página escrita, el tono postapocalíptico de la cabeza doble (como la ilustración de portada), que mira a ambos lados y se alimenta con lo que el espejo defeca, busca indagar en el presente con signos del después. En una era dictatorial de la imagen, el fin del mundo carece de streaming, es en el poema donde resurge el mito y su coyuntura, el vínculo escaso no reniega de su volatilidad pero tampoco apunta al alto cielo, explora las ruinas al nivel de la atención perruna de olfatear los árboles caídos para encontrar en ese olor el resquicio de otra raza, el germen del lenguaje. Pero el lenguaje en la poesía emparentada con la ciencia ficción del apocalipsis no necesariamente juega a lo profético, ni tampoco funciona como antesala de una teoría retrofuturista; las preguntas por la parodia de lo sagrado (la biblia en el hocico del perro, en los poemas de Mamaní) y la pérdida absoluta del ahora (“los orgasmos como un hiato entre querer algo y no ser capaces de soportarlo”, en la trama corporal de Rojo Cesca) configuran aquel avistaje del futuro, que no es otra cosa que la reversión (la reescritura) de un tiempo circular, perruno y a veces rabioso.

/Es en “Moe Goes from Rags to Riches” (Los Simpson, S23E12) en donde el final hace justicia al pasado y al futuro: después de la peripecia histórica que el trapo de Moe (la garra sucia que usa para secar vasos y pintas), acatando su destino fatídico desde la edad media, las guerras templarias, las obras magnánimas renacentistas, los saqueos vikingos, los ostracismos nevados, al final de toda aquella línea temporal recta y sin tapujos conceptuales, el trapo queda en manos (en el hocico, literalmente) del Pequeño Ayudante de Santa, en su cucha existencial y por fin en otro registro del tiempo, asegurando: “En todos mis años nunca había sentido un amor así, dulce, puro y eterno”.

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