Adelanto exclusivo del proyecto editorial Eduardo Perrone – Trilogía, a publicarse el 10 de junio por Editorial La Papa.
Por Maximiliano Cárdenas |
Maxi Cárdenas recuerda a Eduardo Perrone, el escritor que fue best seller en los 70 con un primer libro en el que contó su encierro de casi tres años en la cárcel por una causa de violación fraguada, y que en 2009 murió en la indigencia en un vagón de tren abandonado en la ciudad de Tucumán.
Era el invierno de 2002, es decir un tiempo grabado en la memoria con una especie de pavor incrédulo.
Una densidad tan honda que hasta hace poco yo derivaba de esos recuerdos tibias promesas de paz, migas de esperanza, por creer que era una zona de mi paso por el mundo imposible de superar en materia de calamidades. Porque al descalabro económico y social que hacía de marco se agregaría un declive de separación, mudanza, nuevos enredos amorosos y hasta policiales coronados por la muerte de mi papá, sucesos que por no estar en los planes forzaban una sensación de tironeo de los vientos, de barrilete sin hilo que nadie sabe dónde cae.
La realidad se empeña en probar la inocencia de esas proyecciones, hoy que las cosas van a peor en la dimensión terráquea. Pero también se empeña en confirmar que toda época, no importa lo horrible que sea, lleva en su interior una trama más o menos percibida de asociaciones y hallazgos, destellos de humanidad y encuentro con uno mismo o con otros que sería injusto dejar fuera del balance.
Yo estaba un poco perdido en Tucumán después de haberme separado entre amenazas de suicidio de una chica con la que creí que iba a casarme. En mi balance de esos meses de espanto, una ganancia fue haber tratado en persona y haber estado cerca de Eduardo Perrone, “Buby”.
Por los bares
Subrayo lo de haberlo tratado en persona porque siento que mentiría si dijera que no lo conocía de antes.
“Lo conocía” por haberlo leído de chico, de la forma más bien telepática en que estaba a mi alcance imaginar a ese hombre que había escrito novelas autobiográficas, de un realismo crudo, ambientadas en la ciudad donde vivíamos.
Sabía sobre su pasado de best seller radicado en Buenos Aires, cuando la Policía tuvo que parar el tráfico en la esquina de Corrientes y Uruguay para que revista Gente produjera las fotos que ilustraron su reportaje a cinco páginas. Y también que para entonces, de regreso en la provincia, comenzaba a desbarrancar hacia la condición de linyera que lo acompañaría hasta el fin; todo esto gracias a unas breves crónicas que mi papá se permitía soltar los días posteriores a sus expediciones al circuito tucumano de bares del centro y El Bajo, cuentos de azar, de locura y de muerte narrados con sentido del pudor, pero también con conciencia de la intriga.
Marche una ronda a la memoria de esos templos del recogimiento comunitario en los 80, cuando no habían sucumbido ante las iglesias brasileñas, con sus televisores Telefunken o Hitachi empotrados en lo alto pasando VHS’s piratas de carreras del turf europeo (“los caballitos”), al calor de las apuestas que levantaba el dueño. Por ejemplo “La Vieja Casa” de calle Córdoba al 600, también llamada «El Instituto del Quemado”, y sus tres salones sucesivos (“Primeros auxilios”, “Terapia Intermedia” y “UTI”) donde arreciaban las guitarras.
Fue a la vuelta de alguno de esos derbis que mi papá trajo un libro comprado vaya a saber en qué horas de algarabía al propio autor, y que estuvo unas semanas sobre su mesa de luz, de su lado de la cama grande.
Era “Días de reír, días de llorar”, la tercera novela de Perrone, publicada como las demás por De la Flor y que yo idealicé voluminosa, tanto que mucho más tarde, cuando hacía tiempo que el libro había desaparecido junto con mi infancia, me sorprendió que no pasara las 250 páginas al recibir el texto digital para colaborar en una edición cartonera de la Asociación Civil Crecer Juntos, la generosa tarea social conducida por Edmundo Dantes Ibáñez y las Madres Cuidadoras en la zona de El Trula.
A los 9 o 10 años yo sentía curiosidad por el lugar (“el lugar en el mundo”) en el que me había tocado nacer, atento a las versiones de la prensa y los adultos cuando hablaban de esa ciudad recorrida como un lazarillo con la mano de mi papá en la nuca, en el amontonamiento de las peatonales y el Mercado del Norte, el voceo de los ambulantes y el saludo a gritos de compadres y comadres que parecían no verse nunca por más que vivieran a unas cuadras y fuesen al centro cada mañana de sus vidas. Había dos canales de televisión y tres radios, pero yo sentía activarse una alarma al escuchar la palabra “Tucumán” en un programa de Buenos Aires, lo mismo que la palabra “Argentina” dicha al pasar en una serie o película extranjera, como juntando pistas.
En un momento esa novela del color de los ranchos, el color de las letrinas de las villas, pasó de la mesa de luz a un placar alto, entre pilas de saldos y usados, fuera de mi alcance, aunque no tanto. Pero en el ínterin y bastante después yo pude recorrer sus locaciones y acompañar a sus personajes, maravillado por partida doble al descubrir que una ficción no solo podía contener sexo y “lenguaje inapropiado”, sino que sus peripecias podían transcurrir increíblemente cerca de mi casa, en andurriales que no eran calcados como mi barrio, pero sí como otros que yo había adivinado bajo el flequillo desde un ómnibus o en una visita.
Fue el primer libro para adultos que leí, con una conmoción como creo que no volví a sentir en otra lectura, y guardo en el corazón la tarde que lo saqué a escondidas para impresionar a mis amigos que jugaban afuera con la escena de los chicos haciendo fila frente a una puerta del conventillo para debutar con la prostituta muda.
El vagón
Hoy que su fantasma vuelve por iniciativa de las nuevas generaciones me viene visualizarlo a Buby de galera y de frac a las riendas de una carroza fúnebre, imagen que hasta donde yo tenía entendido no me pertenece, seguro como estaba de haberla robado de un supuesto videoclip o corto cinematográfico en el que una vez, siempre según esto, Perrone habría actuado caracterizado en ese rol. Al cabo de una pesquisa que involucró a amigos de amigos no he podido encontrar rastros de ese video por ninguna parte, con lo que me pregunto, perplejo, de dónde lo habré sacado.
Lo que sí encontré es un ensayo fotográfico que lo tiene a Buby como coprotagonista, alojado en el sitio Archivo Latino.
Bajo el título Argentina, escritores al borde, contiene fuertes retratos tomados en el interior y los alrededores del último de sus refugios: el vagón de tren abandonado junto al que murió van a hacer doce años, en el terreno de Bernabé Aráoz primera cuadra frente al edificio del viejo Hotel Crillón, prostíbulo donde en su momento Buby fue empleado como cuidador y en el que fue testigo de al menos dos buenas historias que anotó en un cuaderno apoyado en la barra.
Son sus fotos más compartidas de la última etapa, que hasta ahora yo no había visto reunidas sino siempre sueltas, ilustrando posteos o artículos que no ponían el crédito del autor de las imágenes. Por “archivo latino” supe que el fotógrafo se llama Jeremías González y es un tucumano radicado en Francia.
En esta galería de “escritores al borde”, Perrone comparte cartel con otro autor marginal, un pampeano de nombre Juanjo Sena al que me gustaría leer y que según se dice ahí vivió también en la indigencia, aunque sospecho que no en una indigencia como la de Buby, que es casi inigualable si de lo que se trata es de nivelar hacia abajo.
Cada foto en el vagón y el terreno va acompañada de un epígrafe en inglés: una síntesis biográfica posiblemente redactada por Jeremías González y que no se aparta de lo comprobable.
Pero hay también un texto en español que hace de presentación general de ese ensayo fotográfico bimembre, uno con pinta de haber sido escrito por los responsables del sitio o por alguien más. Si lo traigo a colación es porque para mi gusto incurre en los equívocos que más se repiten al referirse a Perrone: lo digo yo, que lo quise, que siento una deuda de gratitud con él y que las veces que escribí sobre su persona no pude evitar (lo noto ahora que soy casi un anciano) que en mis argumentos se colara poco o mucho del enojo o los celos que todavía hoy me produce el ruido en las chapas de esa tormenta tropical de almíbares, clisés y prejuicios ajenos a la realidad.
Voy a tomar esa presentación como una síntesis de lo que está mal. Algo así como una muestra de supuestos errados acerca de Buby, con la salvedad de que no tengo nada contra “archivo latino”, sino que podría hacerlo con muchas de las cosas que se han dicho y escrito sobre él en vida, al momento de su muerte y también más acá, cerca en el tiempo. Pero lo voy a hacer más abajo, después de un respiro.
Truchita
Respiro que podría aprovechar para contar de una vez cómo fue que nos hicimos amigos, pasando a compartir tardes de cigarrillos CJ (“cáncer jujeño”), vino Resero blanco en caja y hasta un trabajo remunerado.
También para recordarlo mediante sus expresiones, sus gestos y lo que no sin escalofríos llamaré “sus valores”, porque por más que pase el tiempo yo sigo viendo su cara y escucho nítida su voz al recitar sus historias o al darme un consejo de oro: uno en especial, que felizmente pude llevar a la práctica y cuyo acierto todavía resuena.
Y eso que el consejo no lo escuché de su boca (si bien estaba dirigido a mí) sino que me llegó por interpósita persona, motivo adicional para atesorar esas pruebas de cariño que dejan ver la medida en que alguien nos quiere bien y nos piensa.
Nuestro encuentro fue en una plazoleta elevada a la entrada del Complejo Avellaneda, el playón de deportes inaugurado por el gobierno de Bussi donde en ese momento Perrone dormía y hacía base.
Yo comenzaba a trabajar como redactor en la oficina de un estudio de publicidad a dos cuadras de ahí, sobre Suipacha, y al pasar por la esquina con 24 de Septiembre miraba hacia arriba para verlo desde la calle, tarde a la noche, acomodando los cartones con que hacía reparo o alimentando a sus perros guardianes; o muy temprano, cuando se levantaba para desayunar por gestión de una vecina que le alcanzaba una taza de café y algo de pan a través de la reja.
Buby lo contaba así: “Me despierto tipo 6, me desayuno ahí al frente…”, señalando la ventana de la vecina con el labio de abajo, y yo creo que en ese “me” se jugaba una idea del buen decir, una idea del lenguaje.
Su rutina proseguía con el barrido diario a la caza de albaceas y sponsors por la zona de los bancos que él llamaba “el mangódromo”. Y el labio de abajo lo adelantaba también para increpar al que se metiera con sus libros, ya fuera que lo tuviese enfrente o que evocara una discusión pasada, como cuando un profesor (con todo descaro, en su presencia) se mandó a bajarle el precio por vitalista y autodidacta, a lo que Buby respondió:
—¿Y usted qué ha escrito? —adelantando la trucha.
Entre otras cosas, el estudio de publicidad producía la revista institucional de una empresa con sede en el centro de San Miguel y que se repartía mensualmente en las provincias del noroeste. Con la excusa de entrevistarlo y escribir una nota subí la escalinata del playón de deportes para presentarme, con la recomendación de mi papá (que me llevaba casi cincuenta años con sus lunas) de exhibir la credencial de hijo de él.
La nota se publicó en junio de 2002 y fue un pequeño éxito, al menos entre el grupo de amigos de mi papá, que estando jubilados y con tiempo de sobra (y más que nada porque la revista era gratis) se apersonaron en la sede de esa empresa para reclamar el ejemplar del número que traía en tapa a Perrone, de quien sabían de sobra su deriva de escritor que en los 70 y en Capital Federal se encargaba los trajes a medida, vivía en pareja con la guionista del Oscar Aída Bortnik y que ahora dormía a la intemperie.
Coincidió con que ese invierno mi amigo Marcos Soria viajó manejando desde Buenos Aires junto a su esposa Cocó Arias, su primera hija bebé y el camarógrafo Hernán Montero con la idea de grabar un documental sobre Perrone, con entrevistas a él y a otras personas que hablarían de su vida. Así lo hicimos, y aunque tanto después todas esas horas de un material invaluable siguen sin editarse, grabarlo nos mantuvo de acá para allá días y noches en el Ford Falcon azul de Marcos, filmándolo en reuniones que hubiésemos querido que no terminaran, en los lugares de antes y en situaciones diversas.
En el medio, Buby comenzó a publicar en esa misma revista unas colaboraciones que me arrimaba en hojas de carpeta plegadas en los bolsillos, manuscritas en cursiva con birome roja, y que yo pasaba a la computadora con placer y espíritu de resarcimiento.
Eran sus cuentos de siempre, vueltos a escribir de memoria y por los que cobraba bien, demasiado bien si se piensa que llegó a cobrarlos dos o tres veces, con diferencia de días (y hasta de horas) entre uno y otro pago, un poco por la tolerancia de Susana Alonso, mi jefa y dueña del estudio de publicidad, pero sobre todo por la insistencia con que tocaba el timbre y ofrecía su mejor perfil de viejo galán de la gráfica nacional al descorrerse la persiana (“¿Que no hay nada para mí?”), favorecido por la vecindad del Complejo Avellaneda y el estudio, siempre con el labio hacia adelante.
Preso común
Avancemos ahora con calma pero sin contemplaciones sobre la presentación de esas fotos de autores borders en el sitio “archivo latino”.
Texto que arranca diciendo:
Cuna de algunos de los más brillantes escritores de la lengua hispana, no es de extrañar que en la Argentina miles de jóvenes sueñen con publicar algún día su gran obra literaria. (…). Sin embargo la vida de un escritor puede ser muy dura. Solo unos pocos, un puñado, logra fama y prestigio para vivir de su obra. La mayoría costea la publicación de sus libros trabajando en oficios que poco y nada tienen que ver con las letras. Los que se empeñan en escribir y solamente escribir suelen tener una existencia azarosa, privada de todo bienestar material (…)
Para desembocar en:
Autor de «Preso común» y otras obras que le valieron reconocimiento en los años 70, Perrone murió en 2009 solo y abandonado en un vagón de ferrocarril que era su hogar (…).
Por empezar, convengamos que no es cierto que en su juventud Buby soñara “con publicar algún día su gran obra literaria”, por la sencilla razón de que antes de ir a la cárcel falsamente acusado de un delito sexual colectivo ni siquiera se le cruzó por la cabeza la idea de ser escritor.
Fueron treinta y dos meses en prisión por una causa armada. Más de dos años y medio durante los cuales La Gaceta (“con fotos de 5 por 2,5 cm y aterrantes comentarios”) publicó esa mentira las veces que hizo falta para mortificar a su madre, a su tía y convencer al público lector, incluidos sus clientes, porque en ese tiempo Buby (que tenía 28 años y trabajó en mil oficios, justo al revés de «escribir y solamente escribir») era viajante de comercio.
Significa que al menos hasta entonces nunca soñó “la fama” como autor, ni codició “vivir de su obra”, aunque eventualmente ambas cosas acabarían por suceder, en un nuevo giro de la suerte que una vez más lo dio vuelta todo por completo.
Y digo una vez más porque el primer giro de 180 grados, el crucial y que marcó su existencia, fue precisamente esa acusación injuriante por un hecho que hoy la prensa titularía «violación en manada», del que era inocente simplemente porque no existió, como quedó firme cuando él y el resto de los procesados fueron puestos en libertad, claro que sin establecerse que lo que había de fondo era una trama montada para guardar el nombre de la Policía de Tucumán y perjudicar a uno de ellos, uno que no era Buby.
Esa pesadilla se contó como sigue.
Una mañana de 1969, un muchacho amigo de él quedaría al borde de la muerte por las balas de dos policías durante un procedimiento menor, frente a una cantidad de vecinos dispuestos a dar testimonio de que el agredido no portaba armas, como en el acto se quiso instalar, sino que los agentes estaban borrachos siendo las 11 del día.
Para la Policía era imperioso tergiversarlo, porque la paciencia estaba al límite: toda la provincia sabía que hacía poco, en la seccional 1a, un ciudadano de apellido Apaza había sido asesinado a patadas por otros agentes solo por reclamar la plata que llevaba encima al momento de ser detenido.
El episodio del amigo al que un disparo de arma reglamentaria le arrancó un pedazo de hígado fue un martes. Y hubiera pasado a engrosar la lista de tropelías policiales si no fuese que el domingo por la noche, menos de dos días antes, Buby junto a otros seis conocidos y el que horas después sería baleado tuvieron la desgraciada iniciativa de levantar en el centro a dos «mujeres de la vida»; dos “puntos” jovencitas, recién llegadas a la provincia, a las que pagaron por los servicios prestados en un par de autos detenidos sobre un camino rural al pie del cerro.
La Policía, enterada de algún modo, presionó a las prostitutas para que presentaran un cargo por violación contra el que para entonces agonizaba en un hospital, y con él contra los que lo acompañaban la noche del domingo previo, sabiendo que algunos de ellos (no Buby) venían de familias de apellido, con espalda como para afrontar la indemnización millonaria que ellas reclamaron en su calidad de víctimas.
La reconstrucción que resumo es por supuesto la que figura en ese primer libro que Perrone se vio forzado a escribir durante el encierro, a la vez un intento por restañar el honor herido y el ejercicio de no ficción de un recién llegado que sin embargo se lee con agilidad, con interés y con un pasmo que probablemente resulte de entender que el atropello del que él y los demás fueron objeto podría esperar por cualquiera a la vuelta de la esquina.
Todavía no se decía «gatillo fácil», ni «violencia institucional». Se hablaba, sí, de presos políticos, porque para cuando el libro estuvo listo y Buby logró que Ediciones de la Flor lo fichara, era 1973: Cámpora debía asumir la presidencia el 25 de mayo, y un asunto central era la anunciada amnistía de los cientos de militantes encarcelados por la dictadura de Lanusse. En ese contexto, un mes después del cambio de gobierno y los indultos, apareció «Preso común», titulado con astucia y que agotó 30 mil ejemplares a dos días de publicarse.
Buby siempre contaba que para que las cosas se dieran fue fundamental una entrevista firmada por Osvaldo Soriano en el diario La Opinión.
Acá salta a la vista una continuidad de medio siglo en cierta literatura argentina que supo tener a Soriano como figura central, escritores y editores dados a propiciar sucesos de venta que son a la vez ejemplos de una etnografía de los extremos. Es el caso con “Las viudas de los jueves”, que editó Guillermo Saccomanno, o con novelas como “Bajar es lo peor” y últimamente “Las Malas”, editadas por Juan Forn.
Poner la concha
Del montón de anécdotas y recuerdos recopilados o de primera mano de los que podría hacer uso antes de despedirme por ahora de Buby, elijo ya mismo el tiempo que pasamos juntos en una casa que mi hermana Eli alquilaba en la ciudad de Tafí Viejo, el escenario de un asado inolvidable hecho en ocasión del documental que grabamos ese invierno.
Fue la noche que lo vi desenvolverse en público por un rato largo, y lo que me llamó la atención tanto en vivo como en las reproducciones de las cintas es algo que quizá yo pueda precisar ahora que han pasado los años y he seguido viviendo y conociendo gente. Hablo de una renuncia tan peculiar que casi me siento obligado a decir que era privativa de él, que en cualquier caso no abunda y que tiene que ver con su personalísima idea del protagonismo.
Pero no quiero terminar sin detenerme en otro asunto que me parece no ha sido tocado, que sonaría traído de los pelos si no fuera de eterna actualidad: lo que Perrone pensaba, decía y escribió sobre un par de expresiones concretas del sometimiento femenino.
Tengo para mí que del amplio catálogo de lauchitas y pericotes que en sus casi 70 abriles le tocó cruzarse, a la vuelta de la vida nada le producía más asco que un varón capaz de ejercer violencia, violencia cuerpo a cuerpo, contra las mujeres. Esto está tematizado en su segundo libro, “Visita, francesa y completo”, que enumera en su título sonoro tres tarifas de la prostitución tucumana en los 70 y es propiamente su debut en la ficción, ya que a diferencia de “Preso…” cuenta desde la mirada de un alter ego, Gervasio Moreno, flamante exconvicto que al volver a las calles en vez de abrazar la buena senda se convierte primero en cocainómano, después en dealer y por último en cafisho.
“Le pegué, le pegué mucho”, admite Moreno en esos rancheríos donde lo vemos llorar su católica culpa por las palizas que inflige a la chica con la que se estrena en el rubro, como si castigarla fuera su graduación.
Sin dudas el que escribió conocía bien esa prepotencia de machismo cobarde, de desigualdad femicida, y porque la conoció por dentro fue que escribió sobre ella. ¿De qué otra cosa iba a escribir? Tratándose de un hombre cuyos textos eran trasposiciones fieles de sus vivencias, ¿había algo más de que hablar después de haber tomado parte por acción u omisión de un infierno así?
Una tarde en que abundaba en los padecimientos que había visto soportar a esas esclavas de todas las edades y procedencias, coronó su enumeración preguntándome, textual: “¿Vos te imaginás poner la concha doce horas al día?». De Perrone, que vivió lo que vivió por la acusación infundada de dos prostitutas, cualquiera maliciaría en esa empatía una fijación sobreactuada, una estrategia de redención, porque es verdad que en la aldea provinciana nada fue suficiente para que la sospecha dejara de pesar sobre su cabeza: ni la figuración, ni las entrevistas, ni las reediciones de su célebre descargo, entre tanta gente rápida para cambiar de vereda y darle vuelta la cara por las dudas.
Yo pienso que fue más intrincado. Pienso que Buby, como muchos de su generación, conocía aunque fuese por arriba esos ambientes desde chico, cuando la trata era una actividad librada a la hipocresía social, sin otra ley que la de los patrones del gremio. Y si llegó a caer de lleno en esa sordidez y a palparla en su verdadera escoria, fue precisamente a partir de la locura penitenciaria que le tocó en desgracia.
Lo hizo ni bien recuperó la libertad (aunque en el futuro siempre estaría volviendo), en el tiempo que medió entre la excarcelación y su partida a la Capital en busca de editor. Pero a diferencia de su personaje Gervasio Moreno (que aparece ahí por descarte, por ser un lugar que no le cierra las puertas), si Buby bajó al inframundo fue en su necesidad de entender.
¿Entender qué? No las implicancias de la mafia, no la imperecedera corrupción del sistema, sino la maquinaria de indolencia y desprecio por el prójimo que posibilitó que un par de chicas, pocos días después de esa transacción en el cerro, firmaran la declaración fraguada que lo señaló junto a los otros como a bestias que mientras las violaban amenazaban con quemarlas con brasas de cigarrillo. «Preso común» también transcribe la declaración de Perrone ante el juez, donde menciona que una de ellas, entre el puñado de clientes que acababan de atender, lo eligió para ir sentada a su lado en el viaje de vuelta, que se recostó en su hombro, que él la abrigó con su pullover y al llegar al centro cambiaron teléfonos.
En esto sobrevuela una idea simple, dramática pero de sentido común, que aparentemente Buby escuchó con frecuencia entre las propias damnificadas: que en términos generales (digamos de apreciación del mundo) nada volvía a ser lo mismo después de esas experiencias de una vejación sistemática. El amor, el registro afectivo del otro, eran sentimientos cada vez más débiles, como disueltos en ecos, y esa lejanía se verificaba incluso ante seres tan íntimos como los hijos de esas mujeres, que sobre todo por esta anulación se percibían a sí mismas como vidas malogradas.
Creo que en esa presunta incapacidad de amar debe buscarse la explicación que Buby encontró o terminó dándose.
Hasta siempre
Vuelvo al asado nocturno grabado en el marco del documental del que hablé, lo que es volver a la casa que mi hermana, la artista plástica Eli Cárdenas, alquilaba ese año en Tafí Viejo, y en la que Perrone fue invitado a pasar unos días. No me olvido de que Eli (hasta que llegamos en el Falcon ellos no se conocían) le preguntó de entrada, suavemente, con una prudencia que sacrifico en esta frase, si le gustaría darse una ducha.
—Me encantaría —contestó Buby.
Era un barrio de calles de tierra por la avenida Perú Norte, con terrenos de largos fondos separados por alambradas que aplicaban solo a mascotas y animales de granja, ya que las familias se cruzaban libremente para arrancar o recoger de los frutales vecinos.
Porque todo era así, a los que participamos del rodaje se agregó esa noche una comitiva taficeña que llegó custodiando a un talentoso músico local: un compositor reconocido en el país por la delicadeza de sus canciones, por su concepción etérea del folclore del norte, pero también, tragos mediante, por complicarle las cosas hasta enloquecer a todo aquel que en situación de fiesta se precipitara a darle un matiz de seriedad a la charla. Su ataque consistía en ofrecerle al desprevenido la oportunidad de explayarse, verlo clavar las estacas de su andamiaje expositivo, la tienda de campaña desde la que se lanzaría a teorizar a campo traviesa, sin saber que en el horizonte, detrás de las hileras de limoneros de Tafí, se aprestaba la carga de fusil y bayoneta que lo despedazaría en el sarcasmo, haciéndolo dudar de lo que viniera diciendo. Los miembros de la custodia se desvivían por imitarlo, midiendo de reojo el efecto de sus propios chistes de segunda. Pero lo que en el compositor era gracia espontánea, el bullying de un niño grande que en definitiva aporta al diálogo, en sus admiradores podía traducirse en pura grosería desafiante, la clase de mal gusto sin cuartel que en Tucumán, por lo demás, siempre fue causal de reto a duelo, cuando no de artero botellazo.
El hecho de verlo jugar en cancha rápida y entre tantas caras extrañas refuerza el rasgo de Buby que yo quería señalar, sumado a la conciencia de que la cámara de Hernán lo seguía todo el tiempo. Hace un rato escribí “protagonismo”, pero es algo más abarcador, para lo que al parecer no existe una única palabra: un repliegue voluntario ante toda competencia, y a la vez procurar la armonía y la participación general pese a ser el centro de las miradas, aunque implicara pasar por alto las chicanas del ingenioso y los desubiques del bruto.
Se dirá, con obviedad, que dada su situación mal hubiera podido engancharse en esas disputas del ego corrientes entre varones. Nadie más despojado, en el sentido de que lo que una vez fue suyo (plata, techo y un nombre), más temprano que tarde lo perdió. Pero lo del despojo también está por verse: por su vida, por la cantidad de trabajos, por los lugares y la gente que frecuentó cuando estuvo bien y mal, ningún tema le era ajeno. Y tampoco le faltaba firmeza: lo prueba la defensa de sus libros de la que era capaz, quizá por ser de las pocas cosas que perduraban a través de los años. Fuera de eso, estaba claro que no tenía que morderse la lengua para amonestar al que se estuviera descarriando, sino que rehuir el pleito era la disposición honesta de un señor de su edad, con oficio como para lucir su experiencia no al pelear, sino al declinar la pelea.
De esa resaca me queda una imagen que quiere contarse como si siguiera ocurriendo, como esas fotos que los viejos guardaban en el bolsillo de la camisa, junto a la Libreta de Enrolamiento y el peine: Perrone en un rincón del patio a la siesta del día después, sentado contra el respaldar de una silla, a lo cowboy, bajo el sol de ese invierno de catástrofes, mientras mi hermana, de pie alrededor, le revienta con fruición décadas de puntos negros de la frente y la cara, trabajando encima de él como en una escultura.
Imagen de portada: Tapa del libro de Eduardo Perrone, Trilogía (La Papa,2021)
Fotografía de tapa perteneciente a la película Perrone, escritor (2012), de Peri Azar. (Derechos de autor exclusivos de La Papa Editorial)
Imagen 1: Tapa de la edición de 1976 de Días de reír, días de llorar (Ediciones de la Flor)
Imagen 2: Tapa de la edición de 2013 de Días de reír, días de llorar (El Cruce Cartonero)
Nació en San Miguel de Tucumán. Trabaja como editor, redactor y periodista. Su novela «Fotos del carnaval» fue distinguida con un premio Tejeda en 2014 y publicada al año siguiente por la Editorial Municipal de la ciudad de Córdoba. Fue guionista y director del documental «Magallanes, recién tibia. Una muestra de Daniel Rivadeo», sobre el artista plástico fallecido el 2015.
Ágil y perspicaz pluma para describir tremendo personaje de mi ciudad.
Maravillosa semblanza de un personaje, una época y un lugar…Y hasta un poco autobiográfica.
Increíble historia del personaje Buby, adornada con paisajes urbanos, rurales y sociales del hermoso Tucumán. Muy bueno Maxi… a lo lejos pude revivir Tucumán y conocer un protagonista de su literatura. Gracias
Qué imenso, clarísimo, sensible, ácido y lúcido relato… Va directo a las venas abiertas de tucumán y argentilandia.
Muy bueno Maxi