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ISSN 2684-0626

 

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Sin amor no hay mundo

Una balada para Román Shechaj, de Inés Aráoz (detodoslosmares, 2024)

Por Diego Roel |

Hace unos días leí el texto que Javier Foguet leyó en la presentación de la reimpresión de En la Casa-Barco, la obra reunida de Inés Aráoz. En la introducción Foguet describe el temor que sintió ante la tarea encomendada. ¿Cómo aproximarse a una voz que corre como el agua de los grifos? Afortunadamente, el poeta logró entrever en un instante la salida, el intersticio: “en el mismo minuto en que reconocí el mayor tamaño del escollo, vi o creí ver también el paso” Y como si de un puente se tratara, nos recuerda las palabras de Rilke:

estamos aquí para decir casa, puerta, surtidor, ventana, árbol

Yo siento, ahora, un temor similar al que sintió Javier. Y como él veo en la dificultad el paso: sé que las palabras de Inés vendrán a rescatarme.

La brida del que escribe no es la palabra, natural andarivel, sino EL OTRO que se constituye en el acto mismo de escribir. Más allá de esa PRESENCIA cierta, quien escribe aún puede diseñar un otro distinto y claro de FICCIÓN. La ficción es pues un hundirse más en “en el corazón de las tinieblas”, una especificación del otro, la transformación creadora de la presencia del otro en un otro diferenciado, individuado: EL PERSONAJE.

Constatamos en la obra de Inés Aráoz que el sujeto de la enunciación poética, el sujeto lírico, el sujeto imaginario –como quieran llamarlo- está en permanente mutación. Somos testigos también, en el poema, de la transformación constante del paisaje. Como señala la investigadora y poeta María Julia de Ruschi en el prólogo a la antología Barcos y catedrales, estamos ante un sujeto mutante que transforma los seres y las cosas, ante una escritura donde “el lenguaje que se libera de sí mismo nos libera de nosotros mismos”.

aquí no hay cosas quietas

Son los desdoblamientos y mutaciones del yo los que vertebran esta obra. Porque lo que se propone la autora es encontrar las claves del juego secreto, eliminar la distancia entre la palabra y la cosa. Asomándose a los huecos de sentido ella busca, incansablemente, el lugar y la fórmula. Y construye, cava, pone los cimientos. Hace la propia casa como si construyera un barco. Navega hacia lo alto.

Arder –dice la voz

Al momento de nacer

Es uno lo creado

El movimiento

Siempre uno

La escritura es un antiguo

Gesto de poder

Se mueve la tierra

Trepida

Alrededor es un vaivén

Gesto antiguo y poderoso la escritura

Un verdadero giro de la tierra

Bordeando la escritura

De esa palabra agua

Que solo mi brazo puede hacer agua

De esa palabra fuego

Que solo mi brazo ha de hacer fuego

Afrontar la lectura de la poesía de Inés Aráoz no es tarea fácil para el lector. Implica entrar en un verdadero torbellino de aguas quietas. Porque en sus libros el poema habla siempre de lo que no se puede hablar. No podrá entonces el que lee posar una mirada apacible sobre el texto. Tendrá que ser osado, tendrá que animarse a no ver con el ojo, sino a través del ojo, del ojo del entrecejo.

No puede decirse que sea un sueño. Mi memoria es fiel en el delirio. Se trata, simplemente, de un intersticial.

La de Inés es una obra singularísima, inclasificable. En ella encontramos verso libre, poema en prosa, relato, crónica de viaje, epístola, diario, traducción, aforismo. En la Balada para Román Schechaj estamos, o parece que estamos, ante una nouvelle con forma de carta. Araóz desafía en este libro, una vez más, los modos tradicionales de la poesía, apuesta por la hibridación. Creo que no hace falta aclarar que la prosa lírica de este relato es antes que todo, y sobre todo, POESÍA. Cabe la misma afirmación para Viaje de invierno y La comunidad, libros donde el yo lírico también se enmascara, donde la escritura se sostiene desde hibridaciones múltiples.

¿Qué puedo decir de la Balada para Román Schechaj? Sólo lo evidente puedo decir, que sus palabras me llevan como las aguas del Dnipró llevan el cielo, el brillo y la sombra del cielo. Y que es un texto bello, intenso y diáfano, sabiamente construido. Que la historia me resulta ajena y familiar a un tiempo, como si me hablara de climas y paisajes lejanos pero extrañamente, misteriosamente íntimos. Que la traducción del texto al francés, realizada por Vincent Degelcke, es impecable y la edición de detodoslosmares, bellísima.

Schechaj había mezclado la baza y sin proponérselo había llegado al río de sus antepasados. Pero no. Su patria era una sola, más extensa, es cierto, que otras. Sin fronteras como la vida y la muerte, ni siquiera la muerte, el último día y ni eso quizás, un dulce sueño que de a poco nos invade. Él mismo, el Extranjero, el nómade, el caminante de pies pesados y a un tiempo, la Montaña quieta, inmemorial.

Voluntario en el frente rumano, entre el zumbido de las balas Román Schechaj cree ver a la hija que, todavía, no tiene. Alguien canta, bajito, en su cabeza: Cuando florecían los manzanos / Y el río brumoso se tornaba / Echaba a volar Katjusha / Su canción enamorada.

¿Pueden ver Ineska y Tala lo que en su sueño Román Schechaj ve? ¿Diminutos brillos negros ve el anciano? ¿La enormidad de una libélula? ¿Ve las Tres Marías, las hojas pecioladas de una palmera, la sombra de la luna? ¿Qué mira desde tan lejos el siempre joven? ¿Y qué cuenta en su carta? ¿Qué dice su letra menuda y entrecortada?

«Nuestro frente era el más alejado de la patria»

Eso dice su letra de intuitivo. Letra que le habla a un interlocutor distante, necesario y fantasmal, que ofrece un oído que nunca llega a oír. Porque el interlocutor es siempre una posibilidad, y una posibilidad que se niega.

La carta —un borrador del original— escrita en ruso sobre un papel amarillento de la Compañía Azucarera Concepción, con birome azul, borroneada en partes y desteñida en otras, concluía así:

«…El viejo tesorero quedó muy sorprendido. Me entregó el recibo, con el cual me fui para reintegrarme a la Batería 6a, pero nunca llegué».

Mi torpeza e impericia me impiden decir algo más sobre esta balada bilingüe que enlaza la historia de Schechaj, voluntario libre de la Primera Guerra mundial, con la del aprendizaje del idioma ruso. La experiencia directa, como dice Inés, es absolutamente intransferible. Sólo el ojo de la mente puede ver lo imposible, lo verdaderamente inefable.

El silencio es largo, mientras la tierra gira.

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