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ISSN 2684-0626

 

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Una lengua que se desparrama

Sobre el libro de poemas Una lengua remota, de Andrés Navarro, publicado en 2025 por Limbo (Buenos Aires)

Por Mario Flores |

“Voy caminando”, sería la premisa de los textos que dividen las partes de los poemas de Una lengua remota, el más reciente libro de Andrés Navarro (Santiago del Estero, 1980). Pero una premisa puede mutar y degenerarse hasta desplomar el sentido del texto, y eso es lo que sucede con estos textos en cursiva (seis en total) que van separando los poemas. “Voy caminando”, empieza cada párrafo, y se pronuncian las calles como referencias de una ciudad que está dentro de la épica mínima de la voz. Independencia, Tucumán, Olaechea, Alsina, Buenos Aires. En las nomenclaturas del pavimento argentino los nombres de las calles se parecen y se repiten, se reiteran sus sentidos históricos, y logran ser todas las calles de todas las ciudades: entonces, ¿qué se camina?

“No debería ir por esta calle a esta hora. ¿Por qué me arriesgo?”, pregunta la escritura. “Llegando a la Pueyrredón me paran. Me apuran, me piden plata. Me resisto. Hablo como ellos. Trato de hablar como ellos. No somos distintos. Nos vemos todos los domingos en la cancha. Pero me doy cuenta de que sí. Sí somos distintos. Por eso les doy lo que llevo”.

Ese “trato de hablar como ellos” es tan importante para entender la lejanía lingüística del título. ¿Las lenguas se disfrazan o son transferibles? ¿Qué hay de orgánico y de artificial en ‘hablar como’ x cosa? Me acuerdo mucho de cierta mofa y burla clasista de las lenguas que se parecen a propósito, o que hacen todo el esfuerzo posible por acaecer la mimetización humana de una voz falsa: los que se burlan de aquel que estuvo dos minutos parado en Capital Federal y vuelve al pueblo hablando como un nacido en el barrio de La Boca. O al revés: Los Nocheros queriendo sonar específica y exageradamente salteños en la mesa de Mirtha Legrand para demostrar que son de un norte ficticio. Por eso pienso que las lenguas no se adaptan, sino que se deforman o, simbióticas, formulan un habla del parecer. Andrés Navarro lo ubica en uno de los poemas del principio del libro:

Junto palabras

como juguetes y golosinas

que caen de una piñata de cumpleaños

Me asusta la explosión

Me asustan los niños que se empujan

se pegan y revuelcan

¿Qué palabras junto?

No olvidemos que Andrés Navarro, además de poeta es ilustrador: los dibujos del libro no ofician como postales minimalistas de café (al decir costumbrista del garabato en servilletas de bar), sino que son otros trazos: aves en vuelo, aves en el suelo, aves antropomórficas que (como la vieja portada de El loro que podía adivinar el futuro de Luciano Lamberti publicado alguna vez por Editorial Nudista) beben de una taza misteriosa. Hombres pájaro que hablan de la metáfora pero sin caer en el cliché de la búsqueda inútil: “He intentado ser pájaro / He intentado ser viento / He intentado todo lugar común”. Si el poema dice, literalmente, el término ‘lugar común’ en vez de recapitular en el error del mismo, ya es una notación en el sentido menos habitual y, por lo tanto, una batalla más o menos ganada contra esa mimetización artificial de una lengua que se construye con fingimientos.

En otro de los textos, la premisa se traduce en lo onírico: “Voy caminando por un sueño. Voy en dirección a mi casa. De pronto comienzo a dar saltos. Saltos cada vez más largos. Voy casi flotando”.

El uso tradicional y rudimentario (o sea equívoco) del término flaneur es lo que ha echado a perder casi toda la lectura de poesía de posdictadura pensando que, si el poeta está en constante movimiento, quiere decir que se trata de una lengua real, verdadera, humana de carne y hueso, y por lo tanto decidida a una comunión social que convierte al poeta en alguien que anda por ahí y mira, como si todo hecho poético se tradujera en esta acción que tiene poco o nada de escritura. No basta con salir a dar un par de vueltas con cuaderno y lapicera: la pregunta sobre la lengua remota tiene que ver con este alter sumido en una polis hablada. El poema no “retrata” las calles, las atraviesa como puede. ¿Para qué un escritor querría representar -o ser representante- de las calles que conoce cuando su propia lengua camina antes que él?

            Una lengua olvidada

            habla en mi piel

            en mi rostro

            y en mis sueños

            en los bichos

            y en las plantas de por aquí

            bajo la tierra de esta ciudad

            bajo los escombros del futuro.

Esos escombros son el material base de esta escritura: no la nostalgia de un caminante pasivo, sino la topografía de una palabra muerta. Mientras hay, por un lado, la catexis de un realismo extremo (peatonales y celulares, salas de espera y películas de ninjas los días domingo), por el otro se presenta una reverberación de lo dicho en la búsqueda. “Tal vez, no se esté tratando de perder, sino de encontrar”, dice al final del texto que cierra con más preguntas que respuestas, más cuestionamientos que corroboraciones sobre el camino.

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