Notas sobre Mi planta de ajíes, de Timoteo Rinaldi
Por Washington Atencio |
Qué hacer cuando la poesía encandila? Cuando el destello adormece los ojos y la lengua.
La máquina detiene su pulso un segundo, frena todos sus engranajes y espera. Mantiene la respiración y deja que las pupilas se distiendan, se adapten, se acostumbren a la luz.
No sé qué pasa en otros cuerpos al ser tocados por la palabra. Sé del rayo en el mío.
Es hielo abrasador, es fuego helado, / es herida que duele y no se siente, decía Quevedo. No hablaba de la poesía sino del niño Amor pero no voy a compararlos. Desconfío de algunas distinciones.
Convocado por ambas (o la misma cosa), quiero compartir algunas ideas sobre la lectura de Mi planta de ajíes, de Timoteo Rinaldi, editado por Gerania:
1. El zorro
No sé si un libro de poesía admite el spoiler.
Podemos postergar prólogos y reseñas, contorsionarnos como Neo en Matrix esquivando contratapas y llegar –casi sin un rasguño- a los poemas, pero es imposible ignorar la portada. La tapa de un libro es su carta de presentación, su modo de decir “aquí estoy, soy esto y vengo a enamorarte”. (O a endeudarte más; desconfío de algunas distinciones).
Cuando vi la ilustración -la bellísima ilustración de Ximena Foguet- supe que el libro sería una revelación. Hacía días venía leyendo a Mary Oliver en la secundaria, esperando -y temiendo- el momento de leer “Rojos”. Pensaba en los versos estaba cantando / su canción de agonía. Y de pronto, el dibujo del zorro.
Detenerse en un aspecto estético -podrá decirse- correspondería a la editorial. Pero lo menciono para pensar cuán engañosas pueden ser algunas imágenes: el epígrafe que abre el libro no es de Oliver sino de Saint-Exupéry.
Estezorro, camuflado entre ajíes, tiene sus trampas. ¿Las tendrá también el poeta?
2. El rito
Después de una estadía en zonas más frías, este nuevo libro de Timoteo se mueve hacia el sol. Es brote fresco que se estira buscando luz, calor.
En El Principito, una de las escenas más recordadas es aquella en la que el protagonista conoce al zorro, que le pide ser domesticado y le habla de la amistad:
Si vienes, por ejemplo, a las cuatro de la tarde, desde las tres comenzaré a ser feliz. Y cuanto más avance la hora, más feliz me sentiré. A las cuatro ya estaré inquieto y preocupado; ¡y así, cuando llegues, descubriré el precio de la felicidad! Pero si llegas a cualquier momento, nunca sabré a qué hora preparar mi corazón… Los ritos son necesarios.
Este pasaje tiene grandes resonancias en Mi planta de ajíes: es la amistad la que tiende un puente entre dos:
Mi sueño
es tocar con mi guitarra
para vos y mis amigos
cantarles una bossa
tristeza não tem fim
Y con la música -rito que conjura la tristeza- viene el fuego, que marca un ciclo, mientras convoca e ilumina: el abuelo y la abuela aprendieron a bailar
aprovechando ese pequeño espacio
suaves como gorriones dorados
alumbrados por el fuego de las hornallas.
La amistad y el fuego, el ritual de la espera, la disposición del ánimo y del cuerpo, el movimiento de la danza y del deseo.
3. El jardín
La naturaleza en toda su exuberancia se ramifica en el libro. Es el jardín el centro, el espacio que propicia el encuentro. Y en esta tierra húmeda, preparada, resuena la voz de la poeta que definió de una vez y para siempre el jardín y toda la poesía.
He construido un jardín para dialogar
allí, codo a codo en la belleza, con la siempre
muda pero activa muerte trabajando el corazón.
Eros y Thánatos siempre enlazados y, a menudo, indisociables. En la poesía de Timo, metaforizados en una planta:
¿Me van a ayudar
esos pequeños ajíes
querida plantita
a olvidar el invierno?
Hay en el libro cuatro poemas finales, Elegías para el gorrión. La serie se abre con un epígrafe -qué alegría encontrarla esta vez – de Mary Oliver. No hablaré de ellos pero los leo en clave de portal, una continuidad de los parques que, a diferencia del cuento de Cortázar, aquí se da en un jardín que, por momentos, se vuelve río, bosque, desierto.
La lectura de este libro se extiende desde el punto final, se expande y se repliega. Un movimiento espiralado nos devuelve al primer poema. Y ahí comprendemos por qué el pozo más grande del mundo / no está en mi jardín.
Zorro, rito y jardín. Tres puertas luminosas que se abren.
En el diálogo entre niño y animal, lo salvaje se ofrece para ser amansado y convertirse en algo único en el mundo. Esta es la jugada de Timo: hay algo en su libro que se resiste ser domesticado y que -al mismo tiempo- lo demanda, lo necesita.
Los poemas se mueven permanentemente, se camuflan bajo un pelaje tornasolado, se van definiendo en ese espacio cambiante de lo feroz y lo dócil. En diálogo con Oliver y Calveyra, el poeta canta su canción de agonía y también de alegría, con una lengua de mariposas. El lenguaje -parece decir el poeta- es un animal que sangra y que canta. Se escabulle con miedo pero confía. Sufre la ausencia al mismo tiempo que aguarda bajo un manzano. La espera como antesala brillante de la felicidad.
Escribe Masin:
Y yo, que lo único que sabía era que había que escapar del amor como quien escapa
de una pedrada en el pecho, un golpe bien dado en el lugar
más vulnerable, me quedé
sin embargo en ese abrazo y fui curado.
¿Cuál es en este libro la cura? ¿Qué rito detiene el fulgor? ¿Cómo preparar el corazón para la estampida del rayo?
Leo Mi planta de ajíes, de Timoteo Rinaldi, y con él -con sus palabras- me pregunto: qué hacer con toda esta luz.
Washington Atencio (Entre Ríos, 1986).
Es profesor de Lengua y Literatura. Reside en Paraná y da clases en los niveles secundario, terciario y universitario. En 2019 publicó Una hoguera de jazmines (Camalote) y fue parte de la colección Tres Poemas (Ediciones Arroyo). Integra varias antologías y algunos de sus textos han recibido premios y menciones. Gestiona la librería Jacarandá y coorganiza el ciclo de poesía Río Abajo. En 2020 publicó Nuestra sombra volcada en el río (Agua Viva) y recibió el Primer Premio en Poesía del IV Concurso Literario Provincial «Juan L. Ortiz».
¡Hermosa reseña, Was querido! Felicitaciones.