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ISSN 2684-0626

 

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Una teoría del olvido

Por Gabriel Bellomo |

Sucedió hace tres años. Visitábamos en Yerba Buena a nuestros amigos tucumanos, una pareja de escritores y sus dos pequeños hijos, y mi esposa Ana y yo. Se trataba de una excursión. De mostrarnos el proyecto inacabado de un funicular urdido en la mente de maestros de la arquitectura recibidos como tales por la Universidad Nacional de San Miguel de Tucumán, una obra notable que uniría dos centros universitarios: Horco Molle y la Villa de San Javier mediante un tendido ferroviario de unos pocos kilómetros con viaductos que salvarían el selvático terreno, las quebradas, los caprichos de un terreno difícil. Un propósito que, como tantos, terminaría inacabado. Aquellos arquitectos famosos (“grandes mentes soñadoras”, leí más tarde ya no recuerdo cuando ni dónde), quedarían frustrados en su propósito. Para nosotros,  en aquel día calcinante, era la curiosidad, una pequeña aventura hacia un sitio en cierto modo inhóspito y misterioso, aunque de ningún modo arriesgado. Era octubre. Un día de sol pleno y cielo despejado y treinta y siete grados de temperatura que adelantaba el verano. Nuestros amigos sonreían. Octubre en Tucumán, es Tánger, pensé o debí haber pensado. La selva tucumana, como cualquier selva tropical, un hervidero esplendoroso, restallante, en medio de la cual estallaban en su esplendor las flores rosas, amarillas, blancos de los lapachos, complejas orquídeas nativas rodeando las maderas podridas, helechos prehistóricos, por qué no algún gato del monte o, mejor, un jaguareté, que se cuidaría bien de hacerse ver.   

Nos dejamos conducir. Para nuestro asombro nos enfrentamos al fin a aquél trazado de rieles que debíamos trepar. El primer impacto fue ver que de la nada aparecían el tendido de durmientes  puestos allí hacía setenta o más años, unos más enteros, otros menos, arruinados por la carcoma y la intemperie, y mirar hacia arriba, hacia la cuesta a ser escalada y ver vías medio oxidadas cercadas por el fuego verde del sotobosque. Por alguna razón que no sabría explicar dejé que los demás se me adelantaran, y lo hicieron. Quedé sólo. El resto perdido tras una pequeña curva que los ocultaba. Contemplar medio sofocado aquella imagen de vías y sueños muertos me produjo como una deflagración que grabaría esa visión y una extraña teoría en mi memoria, casi una sentencia que me hacía comprender —fue una suerte de iluminación, de epifanía— la belleza de lo inútil. De pronto oí el eco de mi nombre y supe que era Ana reclamando mi presencia. Nada dije ante ella ni mis amigos sobre esa emoción que aún hoy perdura y que me acompañará el resto de mi vida. E hice un comentario sobre el Santo Sudario de Turín que no pareció impresionar demasiado a nadie; dije se había demostrado científicamente que al resucitar, Jesucristo había producido la radiación equivalente a tres bombas de Hiroshima. Esa afirmación perdida entre jadeos no habrá significado nada, menos que nada para los otros, que siguieron, como yo, subiendo y jadeando, subiendo y jadeando, y buscando aire hasta con los ojos.

En mi biblioteca, durante esa despareja contienda con las palabras, suelo buscar en el cajón de mi mesa de trabajo  unos tramos de vías de juguete que extiendo y encastro con parsimonia sólo para su contemplación, para intentar un entendimiento que nunca alcanzo muy bien, pero que tal vez sea una demostración cuántica de algo, o tan solo la representación de mi fragilidad, o la prueba de que la eternidad es nada, menos que nada.

A partir de entonces, un galpón abandonado, una casa en ruinas, un relato, una novela o cualquier texto fallidos y abandonados, me producen la misma extraña y reveladora sensación que experimenté aquella vez en el cerro: la certeza de que sólo perdura lo inconcluso, lo inacabado, lo que pudo haber sido y nunca fue, lo que está condenado al olvido, ya que después de todo: cada uno de nosotros y las muestras de nuestro paso por este mundo están condenados al olvido —que no es más que un subterfugio de la memoria.

Foto de Martín Taddei (2019)

Una respuesta a “Una teoría del olvido”

  1. Maxi T dice:

    Bella crónica. Impecable sendero con una interesante historia de lo que podría haber sido. Nada más impactante que ver la naturaleza arrastrar aquellos restos, o hacerlos propios. Me encantó lo del verde fuego. Me dieron muchas ganas de volver a subir el cerro por allí.

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