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ISSN 2684-0626

 

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Viaje al norte

Por Arturo Serna |

Llegué a Tucumán luego de un viaje rutinario en avión. Habituado a disfrutar la versatilidad y el mundo variopinto de los viajes en subte, el vuelo me resultó pesado y monótono. No podía moverme y el pasillo estrecho me generó cierta claustrofobia.

   En el aeropuerto no me esperaba nadie.

   Cuando me instalé en el hotel, me visitó mi amigo Salvador, un típico escritor de provincia, si es que aún existe algo así. Puedo decir esto sin tapujos porque sé que él no se enojará por esta idea mía. Nuestras caminatas por la ciudad de Yerba Buena fueron copiosas y placenteras. Pero no me voy a demorar en las conversaciones con Salvador sino en el único encuentro con un amigo de mi amigo, es decir con JDB. No revelo aquí los nombres completos por pudor y porque creo que es mejor reservar la privacidad de las personas antes que someterse a juicios gratuitos y pasionales.

   Salvador me avisó que había un reputado editor en Tucumán que yo debía conocer. Él llamó a JDB y le habló de mí. De ese modo el lazo ya estaba hecho. JDB me habló por teléfono y concertamos una cita en el hall del hotel. Ya me había advertido Salvador que JDB no era puntual. Una hora después de lo convenido apareció en el umbral del hall. Nos sentamos y pude escuchar del propio JDB su versión de lo que está ocurriendo en el país por estos días difíciles. Quizás JDB cree en el sistema republicado y a eso se debió su profundo optimismo.

   Tomamos un café rápido y quedamos en vernos por la tarde frente al colegio Nacional. Yo estaba entusiasmado ya que allí, en ese colegio, había enseñado nada menos que Paul Groussac, el único francés mediocre que había generado escuela en la literatura argentina. JDB me citó al frente del colegio, justo en el rincón de la plaza en la que existe una escultura dedicada al escritor más sobrevalorado de la cultura argentina.    

   Antes de la hora pautada llovió un poco. Me puse el sobretodo para la lluvia. En cambio, JDB llegó con una camisa rosa y con un paraguas en la mano, sin abrir. Me habló durante treinta minutos de Salvador, nuestro común amigo, quizás con la intención de mejorar la tensión propia de un encuentro más largo entre dos desconocidos. Cuando dejó que yo introdujera un bocado le hablé de los prejuicios que existen entre los porteños y los provincianos. Él me dijo que no tenía ese prejuicio. Y yo le dije, le repetí, que no era porteño sino que había nacido en un suburbio de la provincia de Buenos Aires, concretamente en Moreno. Ahí se tranquilizó un poco y ya distendido me contó la historia de su vecina.

   La mujer se dedica a la profesión más antigua, la que practicaban las mujeres cultas de la antigua Grecia. Solo que en su caso tiene menos glamour. Un día se puso a conversar con JDB, hablaron de cosas tontas. JDB tenía miedo ya que pensaba que en cualquier momento aparecería el esposo, o lo que todos sabían que era el cafisho. JDB escuchó unas risas repentinas y vio las siluetas de los niños que corrían por la vereda. Los niños la abrazaron en el acto y la conversación se terminó para alivio de JDB. Ella los abrazó, rápido, y les pidió que entraran en la casa. Los niños corrieron, se escaparon, ella los siguió hasta que los atrapó y los obligó a entrar por el portoncito oxidado. Dentro estaba el esposo, el padre de los niños, y ella tenía que llegar rápido para pagar la cuota de todos los días.

   JDB se quedó despierto hasta tarde, como solía hacerlo, y escuchó unos ruidos raros. Trató de no hacer caso a los ruidos porque si se guiaba por las amenazas no iba a dormir esa noche.

   A los pocos días, escuchó unos pasos delatores. JDB se acercó a la ventana y después salió a la calle, alarmado como estaban todos los vecinos de la cuadra. Vio cómo se precipitaba el escándalo entre el esposo de la mujer y un albañil que vivía en la esquina de enfrente. La pelea terminó con un duelo en plena calle y con un cuello cortado como si fuera un animal el que lo había atravesado con la punta de vidrio de una botella rota

   La semana siguiente, JDB se quedó en la sala de entrada de su casa, meditando quizás. Desde esa posición vio la silueta tambaleante del cafisho. Llevaba un cigarrillo largo que le sobresalía de la mano. El cafisho no lo podía ver. En cambio, JDB siguió los pasos del otro. Tenía una cicatriz importante en la frente. Se acercó a la esquina iluminada por el foco amarillento. Caminó con el paso cortado, tambaleante, era evidente que había tomado alguna sustancia. El cafisho miró hacia la oscuridad de la calle perpendicular. Se dio la vuelta y volvió sobre el camino recorrido. La estaba esperando. Había salido a buscarla.

   JDB decidió salir a la vereda. El vecino lo reconoció y le dijo unas palabras torcidas. Tapadas por el alcohol. JDB no habló. El tipo le pidió un billete para comprar un sachet de leche para los niños. JDB le entregó uno arrugado y con eso consiguió que se alejara. El tipo se metió en su casa sin dar muchas vueltas. JDB volvió a la suya y se quedó mirando por la ventana. Al rato, en la esquina apareció la silueta de la vecina. Esta vez ella lo vio pero se hizo la tonta. Un tipo desconocido estaba parado, sorpresivamente, en la vereda. La mujer lo encaró y se puso a charlar con él. El desconocido le preguntó si estaba sola y ella sobreentendió que le estaba encargando un servicio sexual. Ella le pidió un cigarrillo. Se lo dio. Ella levantó el cigarrillo y llevó adelante un movimiento con los dedos que parecía destinado a convertirlo en un cliente rápido.  

   El cafisho, que hacia un rato se había metido en la casa, sacó la cabeza y rozó el portoncito con un objeto metálico. JDB pensó que el esposo iba a cortar en pedacitos al desconocido. Ella lo miró silenciosa y le hizo seña con la mano. Le dijo al desconocido que estaba dispuesta para lo que necesitara e hizo un gesto de invitación con la boca, como una actriz de cine. El desconocido miró para el costado y cuando vio que un hombre, el dueño de la mujer, la llamaba, se rajó.  En el interior de su casa, JDB apagó la luz de salita y la oscuridad se adueñó de la vereda.

   El cafisho la volvió a llamar. Esta vez los chicos estaban dentro. El cafisho levantó el brazo y golpeó el filo de la navaja en el portoncito. La mujer visiblemente se asustó.

   JDB escuchó un forcejeo y un grito rápido y salió de su casa para huir de las posibles consecuencias de la violencia. Ya estaba cruzando la esquina cuando escucho un aullido, un grito irreproducible.

   Era uno de esos típicos productos del peronismo, agregó JDB después de contar su historia y yo respondí con un silencio demoledor.

   JDB narró su historia demorándose en los detalles. Es cierto que JDB es un lector de filosofía, como supe después cuando me envió una serie de cartas en las que se advierte su enciclopedia filosófica. Pero esa noche frente a la estatua de Borges, al frente del colegio donde enseñó Groussac, desplegó esta narración como una forma de desnudar su vida interior, supongo, y como una manera de mostrar cómo es el comportamiento de los ciudadanos en un barrio bajo de su provincia. Sospecho que debido al odio nítido que tiene JDB por el partido de los choripanes intentó reflexionar por esta vía, de forma velada o encubierta, sobre el mal que aqueja a nuestro país. Yo hice un sola objeción a este reproche, solo dije que el mal de nuestro país va más allá del peronismo y que las mafias y los grupos cerrados tienen un origen en los partidos sectarios y que los comportamientos dañinos existen en otros países y que, podríamos sospechar, son un rasgo propio del ser humano, desde los más lejanos orígenes prehistóricos. JDB no se dejó convencer y quiso tener la última palabra. Dijo que no hay por qué remontarse hasta tan lejos, que los humanos tenemos formas diferentes de corregir nuestra conducta. Como yo no quería pelear con alguien a quien recién conocía lo dejé seguir y JDB se quejó de las generalizaciones que suelen hacer los filósofos y dijo, un poco alterado, que si no salvamos nosotros al país no lo salva nadie. Me calmé. JDB se calmó y luego dijo algo elogioso sobre nuestro común amigo Salvador. Una mínima humedad empezó a caer del cielo. Levanté mis ojos y vi la cara cuadrada del Borges de la plaza y me asusté. JDB se rio y dijo, quizás para salvar al escultor (al parecer era amigo suyo), que era un homenaje sentido al gran escritor argentino. Ahí me callé definitivamente. No quise decirle que Borges es, para mí y para muchos, un vanidoso incurable que causa una clausura: sus apotegmas, sus frases sentenciosas y abismales imposibilitan que los nuevos escritores sigan una puerta futura. Antes que una abertura o un horizonte, sus versos son una cerradura fatal. Cualquier seguidor de Borges es un “prodigioso mono”, como le gustaba decir a él. Si trasladamos este efecto al pasado –siguiendo la hipótesis de Kafka y sus precursores—está bien. Pero lanzado hacia el futuro se convierte en un error.

   JDB es un hábil narrador y la historia había sido bien contada, me había entretenido y había generado un buen final para mi corta estadía en Tucumán. Quizás por eso no quise decirle que Borges es un error.

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