Acusaciones de falsificación en los alunizajes del Apollo
Por Diego Font |
La Luna apareció cubierta de barro, solo algunas grietas dejan ver su luminoso color dorado. El ciclo vuelve a empezar, la luna se mantiene cruda y opaca durante cinco angustiosos días. Al séptimo día se derrite el barro y cae sobre la Tierra, las ciudades se transforman en hectáreas inmensas de tierra fértil. En ese momento, la Luna es más grande que el sol y lo reemplaza hasta que termina el ciclo. Su calor no es violento, es casi una caricia protectora para quienes miramos sin parpadear su figura hipnotizante. Pasa el primer mes y la Luna ha crecido tanto que alcanza las puntas de las montañas más altas. Más de cerca se puede ver a través de su superficie. En su núcleo se cocina la manteca que circula en ríos potentes que arrastran la sal adherida en el interior de la materia lunar. Ese líquido glorioso a veces erupciona y nos salpica el rostro, anticipándonos un sabor celestial. Es en octubre cuando la Luna abarca todo el cielo y nos roza la frente con su tibieza humeante. La lluvia de manteca humedece la tierra, brotan árboles que habían estado esperando todo el invierno, con sus hojas acarician y sanan las grietas de la Luna. Nosotros le rendimos culto de rodillas, estiramos los brazos y arrancamos con dulzura la materia más exquisita de este mundo. Se desarma en las manos y, al mezclarla con las gotas de manteca y sal que caen del nuevo cielo lunar, se forma la pasta que nos mantendrá alimentados hasta el próximo año.
Diego Fernando Font (1991) nació en San Miguel de Tucumán. Organizó junto a Julián Miana el taller literario “Nuestro Iglú en el Ártico” y actualmente coordina junto a Verónica Barbero el taller “A la hora del viento”, en Tafí del Valle. Publicó Infarto (2015) y La rosa unitaria (Gato Gordo Ediciones, 2017). También participó en diversas antologías como 40° (Blatt & Ríos) y Cospel de Oro (Minibus Ediciones). Forma parte de Minibus Ediciones desde 2015.