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ISSN 2684-0626

 

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Tema libre: ¡Argentinos, a las patatas! ¡A las patatas!

Por Irene Benito |

A fuerza de escuchar las historias atribuidas a los antepasados que bajaron de los barcos, los argentinos hemos terminado creyendo que somos el pupo del planeta. De nosotros procedería todo lo inventado y existente, así como en nosotros habría un código para comprender la creación. Creídos como somos -¿crédulos de nosotros mismos, tal vez?-, aterrizamos en Barajas con la convicción de que seremos capaces de enseñarles a sus vecinos la parte de la película que se han perdido por vivir allende el Atlántico. “Pero sí somos más españoles que la tortilla de papas”, repetimos sin saber que esa afirmación desnuda la fragilidad del chamullo. El error proviene de pensarnos idénticos cuando somos tan distintos. “Papa” en España será, a lo sumo, Francisco o el curita alemán que sacó chapa de emérito, pero nunca el tubérculo que es pasión de multitudes. La materia prima del manjar nacional no admite variantes en la metropóli: la patata reina hegemónica incluso entre los republicanos.

A partir de la tortilla de patatas es posible aprender aspectos insospechados de la cultura española. Lo primero que sorprende es algo inaceptable en los ex territorios de ultramar: que la sirvan en un plato con rodajas de pan y, encima, tibia tirando a fría. O sea, que la comen como si fuese un fiambre. El encuentro inaugural con esa presentación genera un interrogante básico: ¿cómo entrarle? ¿Con el pan como si fuese un sándwich con o sin tapa? ¿O por partes, con el pan como acompañamiento opcional? Por supuesto que la historia registra preguntas más trascendentes que esas, pero no por ello cabe menospreciarlas. Como el manual del argentino sabelotodo no contiene la respuesta, lo que habrá que hacer es seguir a la manada, y encomendarse a la interjección del filósofo madrileño José Ortega y Gasset: “¡Argentinos, a las cosas! ¡A las cosas!”. Y resulta que los españoles se comen su pincho de tortilla con estilo libre: algunos lo agarran con las manos como viene; otros le meten el cuchillo; otros le sacan el pan y otros se lo mandan alternando los métodos mencionados. 

Con la tortilla de patatas sucede un poco como con la empanada de estas latitudes. Cada consumidor tiene su preferida y sabe -o se jacta de saber- dónde hacen la mejor (nadie saldrá traicionado si la pide en cualquiera de los mesones José Luis). Y vaya si hay recetas y versiones más allá de la típica con cebolla, que suele aparecer con un tenedor clavado en el centro a modo de estaca. Entrar a ese mundillo puede ser un punto de no retorno. Para probarlo basta con sacar a colación la polémica sobre la huevina, ese derivado del huevo que, como consecuencia de la devoción enfermiza por la cocción mínima y los jugos, empezó a aplicarse para prevenir la salmonela. Hay una receta y un credo por casa, y tratar de estandarizar las diferencias implicaría un objeto tan imposible como determinar el sexo de los ángeles. 

La tortilla de patatas es un alimento omnipresente, que llega a confundirse con los elementos esenciales. No falta en ningún bar ni horario, y transgrede las fronteras de las capas sociales (los sofisticados habrán de degustar la interpretación de museo de la cocina molecular). Dicen que con sus cinco dedos de grosor es capaz de matar cualquier hambre. Ella está siempre allí, redonda y amarilla, como un emblema del estado de gracia que caracteriza a la españolidad. Tomad nota, argentinos: es deporte probarla aquí y allá, en un maratón de cañas (cerveza tirada) y de conversaciones que no llevan a ningún sitio. O quizá sí: llevan, sin proponérselo, a la próxima tortilla de patatas.

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