Por Santiago Garmendia y Agustina Garnica |
Último brindis
Lo queramos o no
Sólo tenemos tres alternativas:
El ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
Porque como dice el filósofo
El ayer es ayer
Nos pertenece sólo en el recuerdo:
A la rosa que ya se deshojó
No se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
Son solamente dos:
El presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
Porque es un hecho bien establecido
Que el presente no existe
Sino en la medida que se hace pasado
Y ya pasó…,
como la juventud,
En resumidas cuentas
Sólo nos va quedando el mañana:
Yo levanto mi copa
Por ese día que no llega nunca
Pero que es lo único
De lo que realmente disponemos.
Nicanor Parra
De canciones rusas
El futuro no es algo que nadie pueda referir en primera persona, una utopía personal es sin dudas el infierno para los demás. Nombramos el futuro como un después nuestro, el futuro es algo que confiere sentido a nuestras acciones. Nadie vive para morir, pero el futuro, las trascendencias son aquello que justifica nuestra vida. Pero la cuestión parece ser, justamente, que está en peligro ese sentido de futuro.
Ese futuro, fantasma perfecto del antipoeta, ha sido recientemente discutido – aunque decir “recientemente” sea sólo una forma torpe de hablar. Franco Berardi ha planteado la idea de una “lenta cancelación del futuro” y Mark Fisher lo ha seguido como un aliado. Los libros de Fisher, pero sobre todo su material de redes sociales, tienen miles de devotos que lo extrañan y con mucha razón. El intelectual-no-académico tuvo esa agudeza franca de un Randall Wallace mezclada con la frescura de los mejores blogueros (su blog K-punk, fue uno de los más importantes de la crítica cultural). Esperemos que Nicanor Parra no haya estado al tanto de que se cancela nuestra única posesión, por paradójica que sea.
Fisher sigue a Berardi en la idea de que “nada está llegando a su fin en realidad; más bien se está disolviendo en el aire y sobreviviendo en una forma diferente, bajo apariencias mutadas”. Sus filosofías son más un mapeo cultural de la imposibilidad de pensar el futuro como síntoma de la época que una defensa de tal cancelación. Nicanor Parra puede estar tranquilo entonces.
En Cuál es tu tormento de Sigrid Nunez -una historia situada en alguna ciudad de Estados Unidos durante el 2017- hay una escena en la que un periodista da una charla en la universidad. Para la ocasión elige el título “Cuánto puede empeorar”. Abre su conferencia diciendo “Se acabó todo”. Inmediatamente después, para generar clima poético e intelectual cita a otro escritor, traduciéndolo del francés: “Antes del hombre, el bosque; después, el desierto”. El texto -que ha aprendido de memoria aunque simula leer- va de la permanente aunque invisible amenaza nuclear al bio y ciberterrorismo, pasando por el cambio climático y el desastre provocado por los combustibles fósiles. Después de decir, por ejemplo, que “es inútil negar que nos espera un sufrimiento de gran magnitud y que no hay escapatoria al respecto”, sugiere una especie de pseudo alternativa:
“El único rumbo para una civilización que afronta su propio final es aprender cómo pedir perdón y cómo reparar en alguna diminuta medida el daño devastador que le hemos hecho a nuestra familia humana y a las demás criaturas y la hermosa tierra. Amar y perdonarnos los unos a los otros lo mejor que podamos. Y aprender a decir adiós.”
Desde la mirada de este intelectual ficticio -un poco caricaturizado, pero no menos verdadero que cualquiera que podamos referenciar- el presente es el saldo trágico del pasado y el futuro es más una promesa de extinción que de redención. La conferencia es tomada casi por completo por la narración de nuestras culpas como especie. Cuando apenas levanta la mirada de su iPad para vislumbrar el futuro, lo único que tiene para decir (imaginar, narrar) es un lastimoso “adiós”. Según sus palabras no sólo seríamos responsables del desastre inminente sino también de la imposibilidad de pensar alternativas a ese desastre. ¿Plantea, acaso, un pragmatismo antipolítico a nivel ‘micro social’ por no decir ‘íntimo’? Tan políticamente incorrecto como tentador. Mark Fisher, de nuevo, muestra cómo el anticapitalismo que anida cómodamente en el centro del capitalismo tardío nos llama a “suspender la discusión política en nombre de la inmediatez ética”.
Ante la imposibilidad de pensar el futuro en términos de un programa político o de una narrativa utópica (o aún distópica), el conferencista se pregunta: “entonces, ¿cómo deberíamos vivir?” y sale de ahí fácilmente diciendo: “Una cosa que tendríamos que empezar a preguntarnos es si deberíamos o no seguir teniendo hijos”. Su respuesta: no; su argumento: si ya hay tantos niños en el mundo sufriendo las consecuencias de nuestras acciones, deberíamos concentrarnos en cuidar de ellos antes que en seguir procreando. Eleva esto la vieja pregunta de Jonathan Swift en su propuesta: ¿Quién debe tener hijos? ¿Nadie? O mejor, ¿no será que hay algún tipo de idea de futuro en el hecho de que la humanidad se siga reproduciendo, incluso irresponsablemente?
En Realismo capitalista, Fisher analiza Children of men, la película de Alfonso Cuarón. Una distopía específica del capitalismo tardío en la que la crisis se ha normalizado tras la peste de la infertilidad. El espacio público ha sido abandonado y algunas figuras representan el cinismo propio del sujeto contemporáneo: viven, sienten y conservan todo lo que pueden puertas adentro. Fisher lee la catástrofe de la infertilidad como la metáfora de la imposibilidad de pensar un futuro y de la inexistencia de la novedad en términos culturales.
Así como Children of men es para Fisher una distopía específica del siglo XXI, la conferencia incrustada en Cuál es tu tormento es la versión literaria del cinismo académico. La charla muestra la forma quizás un poco más elegante que tiene el intelectual de decir lo mismo que el personaje de la película cuando le preguntan por el sentido de los objetos culturales en un mundo sin futuros espectadores: “Simplemente trato de no pensar en eso”. La comparación entre un discurso y el otro se cierra cuando nos enteramos, a medida que avanzamos en la lectura de este capítulo de la novela, que el conferencista no dará lugar a las típicas preguntas del público una vez que termine de hablar. No sólo insiste en la imposibilidad de una alternativa, sino que cancela el riesgo de que otros cuestionen su posición o se atrevan a la incomodidad del ejercicio de pensar para adelante.
El futuro tiene la apariencia fantasmática de lo que “todavía no es pero puede llegar a ser”. El Manifiesto comunista le dio una de las frases más célebres a la historia de la filosofía: “Un espectro se cierne sobre Europa, el espectro del comunismo”. En la narrativa que da comienzo al Manifiesto es como si el espectro, en su recorrido, fuera desparramando anticipaciones de su potencia. Pero ante el peligro de quedar fosilizado en una leyenda, Marx advierte que el espectro debía materializarse, manifestarse en la forma de -valga la redundancia- un manifiesto político. Es decir, discursivamente.
En otro pasaje del Manifiesto, Marx dice: “en la sociedad burguesa, es el pasado el que impera sobre el presente”, porque el trabajo del hombre es un medio para incrementar el trabajo acumulado. El capital le da la espalda al futuro aunque simule lo contrario. En cambio, en la sociedad del futuro, “en la sociedad comunista, es el presente el que impera sobre el pasado”. Porque el trabajo acumulado tiene el único fin, el único valor, de “dilatar, fomentar, enriquecer la vida del obrero”, en el presente individual, en el futuro colectivo.
Ahora, en el paso de la sociedad burguesa a la sociedad comunista no habría quiebre, como sugiere la imagen de la revolución, sino continuidad, deuda, fantasmas que retornan una y otra vez. Marx dice que los hombres hacen la historia, pero no pueden cambiar, elegir, las circunstancias en la que nacieron y les toca la tarea transformadora. De ahí pueden ir para adelante, pero siempre con la tradición de todas las generaciones muertas oprimiendo como una pesadilla el cerebro de los vivos. Se puede arriesgar aún otra limitación, a saber, que tampoco pueden los hombres proyectarse más allá de sus capacidades, cualquier futuro imaginado dependerá de las categorías históricas de la imaginación. Nuestros sueños agrandan, achican, aniquilan o multiplican nuestro entorno.
Es necesario el trabajo profundo en el plano de las expectativas, de nuestras capacidades de pensar el futuro. Si en ese trabajo lo que se piensa/sueña/narra es algo más que una reproducción del presente o un presente con mejor definición y velocidad, sería en sí mismo un gesto anticapitalista y como tal, un buen comienzo. Fisher, siguiendo a Jameson, advierte cómo “el capitalismo ha ocupado sin fisuras el horizonte de lo pensable”. Es decir, no sólo estaríamos hablando de la posibilidad de pensar un programa político alternativo, sino de la sola idea de que no necesariamente nos espera un futuro capitalista (aunque una cosa, en cierta forma, es el reverso de la otra).
Fisher ha elegido, desde Reino Unido a comienzos de este siglo, el nombre de “capitalismo real” para designar la atmósfera post 1989, la del capitalismo tardío, posfordista y posmoderno. Este modo de entender el sistema como la “realidad” condiciona los modos de producción de la cultura, la regulación del trabajo y la producción, al tiempo que inhibe el pensamiento y la acción. Esa inhibición sería el producto de la repetición ritualizada del lenguaje de la competencia, el emprendedurismo y el consumismo por parte incluso de los sujetos que critican o se burlan de este tipo de discursos.
Para el autor, un gran hermano perfecto es aquel que no deja tiempo para el aburrimiento, un régimen de entretenimiento obligatorio. El sistema actual es un genio perverso que nos cumple deseos, pero con la condición de que no pensemos solamente tres. Es un genio compulsivo que aturde hasta que no hace falta pedirle nada. Todo es ya, ergo no hay después. No hay nada que no esté procesado por el genio compulsivo para su fácil digestión. Esto nos recuerda al Dr. Ricardo Gomez (filósofo, profesor invitado en varias oportunidades a nuestra Universidad) cuando señalaba en clases que lo difícil de la enseñanza de la filosofía era lograr que los alumnos se enamoraran de la dificultad. Suscribiría a la tesis de Fisher y su apología del aburrimiento:
“Estar aburrido significa simplemente quedar privado por un rato de la matrix comunicacional de sensaciones y estímulos que forman los mensajes instantáneos. A algunos alumnos les gustaría que Nietzsche fuera como una hamburguesa; no logran darse cuenta (y el sistema de consumo en la actualidad alienta este malentendido) de que la indigestibilidad, la dificultad, eso es precisamente Nietzsche.”
En Realismo capitalista, libro del que tomamos la cita, Fisher cuenta que un estudiante solía ir a sus clases con auriculares y que, cuando le pidió que se los saque, recibió una contestación sorprendente: de todos modos no estaba escuchando lo que el aparato de música reproducía. Era sólo un ruido de fondo que a fin de cuentas el alumno necesitaba para sentir, saber, creer que en ningún momento estaba desconectado. La cuestión era no quedar aislado, separado del ciberespacio. Aún en las definiciones más conservadoras de “filosofía”, como la de Javier Cercas en Formas de ocultarse, el aburrimiento sería constitutivo de la práctica:
“A mi me parece que el peor vicio de los filósofos -o simplemente de eso que algunos llaman intelectuales- consiste en empeñarse en ser interesantes. Yo debo de estar muy anticuado, porque sigo pensando que la filosofía no sirve para disentir del discurso hegemónico, sino sólo para decir la verdad, y la verdad no siempre es interesante.”
Si analizamos las aristas del capitalismo real, éste se muestra como consistente. Es verdad: tiene la apariencia de una superficie sin fisuras, sin agujeros, sin desniveles. Fisher se pregunta: ¿de dónde, entonces, puede venir un cuestionamiento serio? Y descarta en primer lugar la crítica moral del sufrimiento por ser un elemento más que ha sido tragado y metabolizado por el capitalismo tardío. Después sostiene que la única posibilidad de un planteo alternativo es mostrar las incoherencias que vuelven indefendible al sistema, para lo que acude a la distinción lacaniana entre lo real y la realidad. En la invocación de lo real, que el capitalismo en tanto realidad pretende reprimir, estaría la grieta por la que cierto orden se puede romper. Fisher menciona al ecologismo como un campo discursivo y de acción en la que ya se está dando esta pelea y prefiere concentrarse en temas que no han sido lo suficientemente explotados en su potencialidad crítica: la plaga de la enfermedad mental, el refinado retorno de la burocracia, el entrelazamiento de la tecnología con la vida cotidiana y el cuerpo.
La crítica de la cultura es el interés que sobrevuela tanto los escritos que comentamos como nuestros intereses de lectura. Ya sea por la tendencia a la narrativa utópica que inauguró la modernidad o por el desierto discursivo sobre la cuestión en el siglo que nos toca, podemos decir que el futuro ha sido siempre un problema filosófico. Toda cultura siente la incomodidad de la disputa entre la conservación/repetición y la invención. El milenarismo anti-milenario que Fisher nos presenta, permite visibilizar los discursos sobre lo nuevo y lo viejo. Quizás hay dos maneras sedimentadas de percibir las cosas como novedad o repetición. Las podemos denominar milagrosa y naturalizante. La primera es la que proclama que todo es absolutamente maravilloso y no hay un objeto del mundo que ante la reflexión no se revele como único y esencialmente extraordinario. Podríamos haberla llamado perspectiva girondiana, en homenaje a Oliverio Girondo y su Espantapájaros:
“El solo hecho de poseer un hígado y dos riñones ¿no justificaría que nos pasáramos los días aplaudiendo a la vida y a nosotros mismos? ¿Y no basta con abrir los ojos y mirar, para convencerse que la realidad es, en realidad, el más auténtico de los milagros?”.
La naturalizante es tan taxativa como la primera: nada hay en el mundo que no sea subsumible a una regularidad. Lo extraordinario es, en todo caso, lo-todavía-no-asimilado. Sería una perspectiva “eclesiástica”, en honor a la famosa expresión “no hay nada nuevo bajo el sol”.
Con estos dos extremos en mente podemos pensar en la clausura del futuro. Para Mark Fisher, nuestra cultura tiene el discurso girondiano, la celebración de cada persona y hecho como única, el mensaje de que cada uno de nosotros es especial y el triunfo y el fracaso están en nuestras manos. Nuestra época es una poética del instante, hedonista y cínica. Pero ese discurso lo que hace es apuntalar la cruda realidad, la instalación de un mundo que se repite, donde el futuro no es más que un eco del presente: el futuro es el presente con mejor definición, 5, 6, 10 G.
Es que el discurso girondiano combina muy bien con lo que Fisher señala como la ideología espontánea de nuestra época: el voluntarismo mágico. El sobreconsumo de fármacos y las terapias que exaltan el yo y anulan al otro no hacen más que reforzar la privatización del estrés, uno de los males estructurales del capitalismo real.
Fisher insiste en la necesidad de un programa político que, a futuro, recupere el proyecto de “lo que en realidad nunca empezó: la creación de una esfera pública democrática”. Una nueva modernidad donde el espacio público no estatal sea central, que no ignore ni el deseo ni el consumo, que se presente como “lo otro de”, como “algo distinto”, y que exija el futuro como lugar de realización.
Bertrand Russell en su clásico libro Los problemas de la Filosofía señala que el Obispo Berkeley era un genio, pero que en su legado filosófico habita una confusión: que tengamos noticias del mundo a través de nuestras ideas, no implica que no haya nada más allá de nuestra mente. Quizás el futuro sea muy difícil de pensar, quizás nos sea imposible concebirlo. Pero aun cuando se encuentre en el límite de lo impensado, no deja de existir y de ser una de nuestras pocas posesiones, como señala Parra. La agudeza del antipoeta quizás esté en expresar que nuestro futuro, el de la periferia, no inauguró y, por tanto, mal puede ser clausurado.
Borges en su cuento “Los dos reyes y los dos laberintos” señala que el laberinto perfecto es el desierto,
Cabalgaron tres días y le dijo: “¡Oh, rey del tiempo y sustancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que te veden el paso».
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en mitad del desierto, donde murió́ de hambre y de sed.
Quizás exista un laberinto peor, uno que quite el hambre y la sed, donde de lo mismo estar adentro o afuera, allí donde Ícaro se esconde a la sombrita.
Imagen: Konstantin Youn, 1929
Agustina Garnica nació en Tucumán, en abril de 1984. Estudió Filosofía en la UNT y actualmente trabaja como docente del nivel medio y superior. Busca siempre excusas para seguir leyendo.
Es doctor en Filosofía, docente e investigador de Filosofía del Lenguaje en la Universidad Nacional de Tucumán y la Universidad Nacional de Salta. Integra el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Publicó Mal de muchos (y otros cuentos de libros) (Lago Editora, 2016). Nació en 1976 en San Miguel Tucumán, ciudad en la que reside.