Crónica sobre el Festival Internacional de Literatura de Tucumán (FILT)
Por Diego Vargas Lozano |
El Lollapalooza positivo
Escribir sobre el FILT implica, para mí, arrojarme inevitablemente a la precariedad o a la ficción de mi punto de vista, y esto por un motivo muy simple, que apenas al cruzar el pequeño hall de entrada del MUNT me asalta al primer golpe de vista: el FILT crece.
Desde sus inicios en aquella primera edición del 2015, el festival ha ido acompañando el movimiento expansivo que la propia literatura tucumana ha experimentado en los últimos años. Sobre las galerías que bordean el patio, custodiando los caminos empedrados del museo y más allá también, bajo los gazebos de algunas conocidas librerías del centro de la Capital, se extienden decenas de tablones con libros de diversas editoriales y procedencias geográficas. Crecen la feria y los feriantes, crecen los sellos editoriales en calidad y producción, crecen los escritores, y en una operación de pura pulsión escópica —más libros, más para leer, más ojos volcados sobre lo que irrumpe— crece también el número de lectores.
Esta naturaleza expansiva le asigna al FILT una identidad esquiva, cuya indeterminación sale a la luz apenas algún conocido nos intercepta en las inmediaciones del MUNT y nos pregunta: “che, ¿qué es el FILT?”. Debido a la variedad de experiencias que podemos trazar en nuestros recorridos personales, internamente le respondo: “será lo que vos quieras”. Pero de la boca para afuera, repaso obedientemente las siglas, y digo que el FILT es un festival internacional de literatura que reúne a escritores muy reconocidos de nuestra provincia, de Buenos Aires y de Uruguay, entre otras latitudes. Mi conocido parece entender, aunque en el fondo me quedo pensando que lo más genuino que podría ofrecerle no es sino mi propio haz de percepciones, un inventario de aquellos momentos sobre los que mi atención ha quedado prendida. Apenas un lista posible de las quince mil que cada uno de los asistentes de esta edición podrían elaborar.
Viernes 21
Presentación interactiva de Peces al grito de venganza. Desde mi posición no alcanzo a escuchar comprensivamente el relato que teje su autor, Gustavo Daniel, como si las palabras fueran mariposas que él va cazando con sus manos mientras habla. De pronto, reparte algunas cervezas. La gente se divierte.
Llegan algunos escritores desde Buenos Aires. Como hormigas que bordean su alimento, se ubican tímidamente en un cantero detrás del escenario central del patio. Sus lectores se acercan de a poco, también tímidos, con el pudor de quien descubre el cuerpo tras la letra.
Homenaje a Eduardo Rosenzvaig. Reparo en los pocos escritores tucumanos que leí. Con la inquietud de quien desconoce en lo profundo de su sueño de dónde es que ha venido, salgo y compro uno de sus libros en el stand de La papa: su obra póstuma, Río de gelatina. Comienzo por el final.
Me ubico detrás de los libros que venderé a lo largo de los tres días que dura el festival. La conferencia de Alexandra Kohan explota de gente que se agolpa sobre la puerta de la sala audiovisual, aunque sea para escuchar no las palabras, sino su eco.
Majo me muestra la bolsa en la que ha traído sus obras completas: absolutamente todos los diarios que ha escrito desde que tenía seis años.
Charla con Martín Kohan: literatura, vanguardia y política. Tras menciones a Trotsky, Lenin y Breton, anoto: lo nuevo no es nunca completa ruptura con lo viejo, sino su permanente reelaboración.
Sábado 22
Participo de la mesa Modelo para armar, donde nos dedicamos a contar nuestros procesos de escritura. Yo, que no tengo libro publicado ni por publicar, relato mis propios experimentos e inquietudes literarias como un científico del siglo XVII dedicado a elaborar su método a medida que investiga.
Los lectores pierden el pudor que ayer los detenía. Uno de ellos saca de su mochila catorce libros para que Martín Kohan se los autografíe. Luego dirán que sus brazos son como los de un tenista: uno mucho más ejercitado que el otro por la repetición de la firma.
Llega Juan José Becerra. Mi primer acercamiento es una crítica: “Lo único que no me gustó de El espectáculo del tiempo es que al único hincha de Independiente que aparece se lo cojan los marcianos”. Se ríe.
La tarde se va apagando y de a poco nos desplazamos hacia la Facultad de Derecho. Allí, un patio repleto nos recibe entre cervezas y puestos humeantes de comidas.
Un conversatorio sobre el amor abre la noche. Cada vez que Flor Méttola interviene recuerdo unos versos suyos que se me pegaron como una especie hit: “aburrimiento / me aburro y miento”. Alex Kohan retoma a Barthes: “Inversión história: no es ya lo sexual lo que es lo indecente; es lo sentimental —censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral—“. Recuerdo entonces un poema de Luciana García Barraza: “hace mucho / no te escribo cartas, mamá / porque no sé quién / me ha convencido / de que el amor / debe avergonzarme”.
La Lectura Campeones del Mundo, lejos de ser un preludio que anuncia la fiesta que vendrá, es en realidad una fiesta en sí misma que anuncia una nueva fiesta, venidera, en la que poco a poco el lenguaje de las palabras, gozoso de llenarse de la épica de Lioneles, Enzos y Angelitos, irá cediendo espacio al lenguaje de los cuerpos en movimiento.
La fiesta de los cuerpos, por su parte, pone a prueba la idea de una literatura siempre asociada al principio apolíneo de la individuación: apenas una mirada sobre un único libro alcanza y sobra para poder leer, apenas una mano y una lapicera para poder escribir. Transgrediendo este principio desde lo profundo de una fuerza eminentemente dionisíaca, escritores y lectores se funden en un baile donde el único lenguaje posible será el de los pasos y los gestos de asombro ante los movimientos imposibles de quién más destrezas demuestre, de quién llegue más abajo, más abajo, más abajo, y sin tocar el piso como única regla inapelable.
Domingo 23
Una niña corre alrededor de su padre, por momentos se detiene y levanta piedritas que da de comer a su muñeca de plástico. Luego camina, salta y corre nuevamente, rodeando las mesas llenas de libros hacia donde sus ojos se posan como los de una pequeña bailarina sobre su público asombrado.
Una señora se debate si comprar un libro o no, si poner en riesgo la economía del hogar o no. Finalmente se lo lleva, abrazado sobre su pecho.
Con Marcos y Mauricio repasamos la noche anterior: una testimonial de resacas.
Escenas del deseo, pienso.
En su conferencia “Escribir, una cosa de locos”, Becerra hace hincapié en la escritura como un acto de pura libertad. Anoto una obviedad: no se puede escribir con miedo.
Afuera ya es de noche.
Mientras compartimos un panchuque, mi novia me cuenta lo mucho que le gustaron algunos poemas de Pablo Romero y Cecilia Vega, gente querida que ha llegado a ella sin que yo se los nombrara.
El escenario montado sobre el patio central se llena de luces, instrumentos y artistas enmarañados entre los cables. La gente se acomoda alrededor.
Yo termino mi recorrido de este año apoyado sobre un árbol, junto a mi novia, exhausto y abstraído en los caminos imaginarios que he trazado durante estos tres días, como si mi excursión se me apareciera iluminada por un cuerpo fantasmal que va y viene por los caminos empedrados del MUNT. Recuerdo una imagen de Barthes que me recuerda también a la niña que jugaba poniéndole piedritas en la boca a su muñeca: la de un área de juego en la que un niño, yendo y viniendo en torno de su madre, presenta y representa su deseo.
Saludo a Blas, Sofía y Ezequiel, principales hacedores de este festival, y nos despedimos hasta el año que viene.
El Lollapalooza negativo
Desde la punta de la mesa más alejada comienza una de las últimas actividades de la tarde: una librera de pelo corto y dientes afilados levanta un libro al azar y comienza su lectura en voz alta. Pero apenas termina de pronunciar su primera frase, como si una revelación se le hubiera presentado, lo cierra y se lo entrega a quien tiene al lado con la consigna implícita, pero clara, de continuar con la maniobra: leer la segunda línea. Mientras la segunda lectora lee la segunda línea, la librera ya ha tomado un segundo libro, del que lee también su primera línea, y para cuando ha terminado de repetir su acto, el primer libro ya viaja de las manos del tercer al cuarto lector, de la tercera a la cuarta línea, el segundo libro en la tercera línea, y así sucesivamente hasta que todos se van llenando las manos de libros, hasta que todos han leído un libro, hasta que todos han podido completar el libro que han escrito con la escucha infinita de los libros leídos en voz alta en la infinita ronda lectora del MUNT.
Apenas la primera librera queda sin libros, otra librera que está cerca se desprende también de los suyos. Aunque los devolverán, a nadie le importa devolverlos, a nadie le importa ya la propiedad privada, porque los libros circulan por el aire y son de todos aquellos capaces de escuchar. Un coro de lectores se levanta acompasado por las breves intermitencias de los intercambios de libros, y todos miran de reojo y con nerviosismo dónde termina la fila, hasta que un niño de apenas ocho o nueve años se coloca justo al lado de la primera librera que ha comenzado, y el primer libro que entregó con su primera línea leída llega así hasta sus manos. Quienes han quedado fuera de la ronda, sin embargo, no son excluídos: la ronda se alimenta de su porosidad.
El entusiasmo crece a medida que se suman nuevos lectores, y una misma pregunta sobrevuela por sus pensamientos: cuántos libros podrán inventar hasta que llegue la noche.
Nació en 1998 en San Miguel de Tucumán, ciudad en la que reside. Es Profesor en Filosofía y estudiante avanzado de la carrera de Letras (UNT). Desde 2022 dirige el taller literario «Solenoide». Además, ha participado en diferentes producciones audiovisuales, como el cortometraje «Uti Possidetis» (2022) en el marco del «I° Concurso Provincial de Cortometrajes ‘Malvinas: nuestra memoria en imágenes'».