Por Mariano Quirós
En abril de 2019 fui invitado por el FILBA a su festival en Santiago del Estero y en el Patio del Indio Froilán —centro cultural mítico y polvoroso— presencié un áspero debate literario encabezado por mi amiga María Lobo. María es una flor coqueta de prosa refinada y mirada filosa que, además de narradora, es una comunicadora de temer que maneja teoría endiablada. Junto a Diego Puig —a quien también quiero, he leído y hasta editado— elaboraron una tesis que va con los tapones de punta y con mucho argumento hacia y contra la mirada —la lectura y la escritura— que desde el centro del país se dedica a lo que llamamos interior. Dicho a lo bestia, contra la lectura que hace Buenos Aires de cualquier narración que se desarrolle en territorio allende, como dice el lugar común, la General Paz. Aquella noche en el Patio del Indio Froilán, María Lobo compartió panel con la poeta Alicia Genovese y con el escritor Lucas Cosci. El tema era “El territorio de lo escrito”, un tema que permite disparar las intervenciones para donde uno se sienta más cómodo; un tema hecho para lucirse, como intentan ser todos los temas que proponen los festivales (a veces, sin embargo, por ineptitud o por atravesar un mal momento, no tenemos manera de lucirnos, pero eso ya es para otro tema). Alicia Genovese leyó un texto que remitía al Tigre, al parecer uno de “sus lugares en el mundo”; Lucas Cosci leyó las tribulaciones literarias de un hombre que recorre las calles de Santiago del Estero; María Lobo fue con su asunto, con esta nueva versión de civilización y barbarie. A mí el tema, lo admito y no sin cierta vergüenza, un poco me aburre. No debería, en buena medida porque precisamente ese tema, por chaqueño, me pega en el plexo solar. Sé que debería ser más insidioso, más crítico, reclamar un poco más. Aunque no termino de definir qué. María Lobo habló aquella vez del imaginario que, desde la literatura, se construye sobre el interior del país. Un imaginario que pone al interior como territorio fértil para el peligro, para la violencia, para el advenimiento de lo ominoso. Un interior rústico, a veces mágico, en su sentido más peyorativo. No es nada original ni pretende serlo, pero la novedad está en los ejemplos que María —junto a Diego Puig, les recuerdo— propone. Son autorxs actuales. A mí me sorprendió particularmente la inclusión de Samanta Schweblin, con Distancia de rescate, y de Selva Almada con Ladrilleros; dos autoras y dos novelas por lo general irreprochables, casi siempre indiscutibles. De hecho, María resalta el valor literario de ambas novelas: son grandiosas, el final de Distancia de rescate es tremendo, bellísimo. Pero María Lobo también lee en ese final una construcción sobre el interior del país que abona a la idea de un mundo silvestre, sin reglas, un mundo que, para colmo, amenaza con invadir al mundo más civilizado de la gran ciudad. Como contracara podría ofrecerse esa otra imagen del interior como espacio al que acudir en busca de sosiego: ¿cuántas novelas y películas nos cuentan de mujeres y hombres que emprenden algún silencioso retiro más o menos selvático, más o menos patagónico? Del modo que sea, la tendencia rara vez rehúye al lugar común. El tema me aburre, dije, pero las dos veces que vi a María Lobo exponer su tesis hubo tal reacción del otro lado —del lado porteño, digamos, para seguir simplificando— que la cosa se puso interesante. Alicia Genovese, por ejemplo, que es una poeta lúcida y sensible, se vio en la necesidad de responder como si María, en vez de ofrecer una lectura, hubiera llamado al malón contra Buenos Aires. Tuvo la mala suerte, Alicia, de comentar previamente la lectura que había hecho el santiagueño Lucas Cosci. Apelo a mi memoria y reproduzco: “Qué raro —dijo Alicia— que siendo santiagueño escribas una historia tan urbana”. También defendió, sin necesidad porque nadie la atacaba, a Selva Almada; y sugirió —más bien lo dijo— que María Lobo era una resentida. Ay. Vieron cómo es el mundillo, que se escandaliza con poco. Meses después, María Lobo reprodujo su performance en la Feria del Libro de Buenos Aires, esta vez en compañía de Diego Puig y en el stand de la provincia de Tucumán. Éramos pocos. A mí me tocó decir un par de cosas sobre la obra narrativa de Diego y María —que, ya que estamos en el baile, los porteños deberían leer con más atención— y después me senté entre el escaso público a escuchar a dos de mis tucumanos favoritos —con Sofi de la Vega, Fabián Dorigo y Blas Rivadeneira—, la irritación que provocaban en el auditorio. Éramos pocos, decía, y casi todos amigos, entre porteños, algún conurbano y algún provinciano como yo. Los amigos porteños, fue notorio, respiraron hondo hasta donde pudieron y al final se largaron a defender lo que nadie había atacado. El problema con el que se topan los amigos porteños es que les toca opinar contra el trabajo minucioso y a medias irrefutable hecho por dos provincianos en suave pie de guerra. Oponen opinión, defensa cerrada y virulenta, a la vivencia íntima del provinciano. Con aire de civilizado conquistador. Y digo más: el tema les aburre tanto, que lo asumen como tema superado. Hace muchos años en Resistencia, Elsa Drucaroff, con muy buena onda y buena voluntad, me presentó un libro. No recuerdo qué dije o qué dijo ella que hizo estallar la diferencia más elemental y menos pensada: ella hablaba desde el hastío que provoca la oposición centro-periferia, civilización y barbarie, monte y ciudad, como quieran llamarla, y yo… ¿yo hablaba desde el resentimiento, como dice la querida Alicia Genovese? No hay que hablar, en estos temas, desde la experiencia personal, pero hay otro dato que me encanta: como vivo en Buenos Aires —donde debo decir que me quieren y me tratan muy bien— tengo la suerte de que me inviten seguido a leer cuentos, fragmentos de novela, a presentar algún libro, todo eso que uno más o menos hace con cierta pericia. Lo disfruto siempre. A veces a sala llena, otras tantas con tres o cuatro oyentes con pinta de locos, pero siempre, siempre lo paso bien. (¡No dejen de invitarme!). Y nunca dejo de recibir el elogio que reproduce la ignorancia dulce, pero en los hechos tan nociva, del porteño que se acerca a comentar que eso que acabo de leer le recuerda mucho a Daniel Moyano, a Antonio Di Benedetto, a Héctor Tizón. Escritores de provincia, por supuesto: escritores tan alejados uno del otro, como alejado estoy yo de Michael Jordan. (Ojalá sea cierto, por otra parte, que lo que escribo guarda aunque más no sea un vestigio de Moyano, de Tizón, de Di Benedetto, ¡de Jordan!). También dicen que con las redes sociales a pleno, las distancias y llegadas se neutralizan, que lo mismo da escribir y leer en la punta del obelisco que en el patio del Indio Froilán, cuyas empanadas también recomiendo. Están buenas las redes sociales, pero no alcanzan para hacerle frente a un prejuicio. Más bien lo acompañan. Menos aún alcanzan para imaginar un plan de distribución equitativo. Fíjense nomás el grito en el cielo porteño cuando se toca la coparticipación. El tema está superado, desde luego, pero es la superación de quien se aburre porque el tema no le afecta.
Fotografía: Morning ligth/luz de la mañana – Martin Taddei
Nació en Resistencia, 1979. Publicó las novelas Robles, Torrente, Río Negro (Premio Laura Palmer no ha muerto), Tanto correr (Premio Francisco Casavella), No llores hombre duro (Premio Azabache y Premio de la semana Negra de Gijón) y Una casa junto al Tragadero (Premio Tusquets). También es autor de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí (Premio del Fondo Nacional de las Artes) y Campo del Cielo. Junto a Pablo Black y Germán Parmetler publicó el libro Cuatro perras noches, ilustrado por Luciano Acosta. Dirigió el sello editorial Colección Mulita y en la actualidad organiza el Festival Mulita, que se desarrolla anualmente en Resistencia.
Marian querido! Qué alegría leer un texto tuyo en La Papa! Tu generosidad es inmensa y tu manera de abordar este tema super interesante!
Mientras te leía recordé que uno de los cuestionamientos más fuertes a nuestra exposición en aquella la Feria del Libro vino justamente de una tucumana, la mismísima coordinadora del stand de Tucumán en la Feria, o sea una tucumana que supuestamente conoce de literatura pero que desconoció completamente la posibilidad de que el interior, en la literatura argentina contemporánea, sea sistemáticamente retratado como un lugar primitivo, salvaje, inocente cuando no ignorante y bruto jajajaja. Parece que la mujer estaba mucho más de acuerdo con lo que muestra del interior nuestra querida Samanta Schweblin en Distancia de Rescate que con la posibilidad de que nos sigan leyendo y escribiendo con una condescendencia feroz. Es más fácil suponer (y decirnos) que somos unos resentidos jaja Amé.
Me gustó mucho leer tu texto, Mariano. Reproduce bastante bien el espíritu de aquella discusión.
Te cuento una anécdota para sumar. Tiempo después estuve con Elsa Drucaroff, a quien mencionas en el texto. La estimo mucho como persona y la considero una buena escritora. Pero aquella vez me dejó paralizado. Me preguntó por la literatura santiagueña y, después de que yo le diera algunos nombres -que, por supuesto, no conocía- me acuerdo que me dijo «a mí lo que me gusta de Santiago es la chacarera». Me quedé mudo. Sentí que nada de lo que escribieramos en Santiago podía tener valor. Sí, la chacarera, que sería la versión montaráz y «malonera» de nuestra producción cultural. Aclaro, me encanta la chacarera. Pero me molesta tremendamente que sea la única producción que el Centro habilite para Santiago. Pensé en Clementina Rosa Quenel, pensé en Bernardo Canal Feijoó, pensé en muchos otros nombres de Santiagueños y de otros provincianos que merecen estar presentes en la memoria de los argentinos. Si me lo hubiera dicho el taxista, capaz que hasta se me agrandaba el pecho. Me molestó que me lo dijera alguien que tiene mucha formación y que, se supone, no puede convalidar esos discursos de exclusión. Es más, creo que ni siquiera se daba cuenta de la operación discursiva en la que estaba cayendo.