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ISSN 2684-0626

 

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El viento que Amaicha

Crónica sobre la segunda Feria del Libro de Amaicha del Valle

Por Andrés Torres Acuña |

El viaje empieza de un sol a otro sol. De un sol furioso que seca y castiga, a un sol manso que calienta pero amaina. Salir desde las tierras chaqueñas para atravesar todo el monte santiagueño y su calor, hasta llegar a divisar lejanos los cerros azules de Tucumán. El calor fue nuestro compañero de viaje; cada día más fuerte en una tierra donde todo arde: El fuego desbocado en la Patagonia, en el Litoral, en la gente que sufre este infierno por un Estado incendiario.

Llegamos a San Miguel de Tucumán, el calor húmedo nos hacía llorar el cuerpo. La ciudad agitada y ardiente nos tuvo más que ansiados de subir hasta las praderas frescas de los valles calchaquíes. La mañana comenzó calurosa, y entre los apuros y el sudor se nos olvidaban las cosas importantes para llevar: un par de libros, el termo y el mate, una campera por las dudas y una botella de gin —ésta no era por las dudas—. Jugar al Tetris dentro del auto, cargarnos de tantas cosas hasta desaparecer detrás de cajas y mochilas. Pensar y decir: un año más siendo la resistencia para la segunda Feria del Libro.

En febrero de 2024 se celebró la primera Feria del Libro en Amaicha del Valle; una feria gestionada a pulmón entre un par de inquietos libreros y editores y un pueblo dispuesto a abrir las puertas para que la cultura se manifieste: un nacimiento soñado. Desde entonces, ya tenía el sí fácil y un pie sobre Amaicha para este 2025.

Empezamos a subir buscando la frescura entre las yungas. El verde, las cañas, las paltas a la orilla de la ruta, los limones —que luego desaparecieron—, nos acompañaron el camino. Todo pintaba en subida hasta que el auto empezó a fallar. Parece que está ahogado, dice Pablo que maneja con apuro de llegar. Está cansado, jefe, pienso, y nos ponemos a sacar conclusiones de la descompostura del vehículo: será el calor, será el peso, la subida, la nafta, o si habría que sacrificar a uno para poder llegar salvos. Paramos en El Indio a hidratarnos y al auto también, a dejar que descanse un poco y se “enfríe”, aunque esto pareciera imposible para el tiempo. Nos sentamos en la vereda de uno de los puestos del mirador a esperar, mientras nos retocábamos el protector solar, engullíamos agua fresca, caramelos y unos alfajores aplastados por el equipaje y el calor.

Cuando ya nos ganó la ansiedad de seguir el recorrido, volvimos a encajarnos estratégicamente dentro del vehículo: esta caja primero, este bolso arriba, la mochila en los pies, otras dos cajas sobre el regazo y la botella de agua incrustada entre las costillas. La subida nos duró cien metros. Otra vez bajar y desencajarnos. Salir a sentarse sobre el verde, a probar con desconfianza las frutillas silvestres que crecían en el camino y esperar nuevamente hasta que descanse el auto. Retomamos el viaje.

Una vez en El Mollar, hicimos una parada técnica más en la estación de servicio. Pablo se encargó de las necesidades mecánicas del auto: combustible y agua refrigerante. Los demás, de las necesidades biológicas: baño, agua, queso artesanal y unos sánguches de pan casero con bondiola y queso. De ahí en más, la subida fue soñada. Las complicaciones del vehículo desaparecieron. Quizás era hambre, pienso. O tal vez, la bolsa de limones que desapareció y creo que olvidamos en algunas de las paradas ruteras. Fue un sacrificio a la Pacha para poder llegar bien.

El resto del viaje fue tranquilo. Arribamos a la ciudad de Amaicha a las cinco de la tarde, el viento tan característico nos dio la bienvenida. Estacionamos en la plaza frente al quiosco que nos vio y nos verá visitarlo varias veces durante nuestra estadía. Pablo se cruzó y trajo un par de latas de cerveza para brindar. Toda excusa es bienvenida: por la subida, por la llegada, por la segunda Feria del Libro, por Amaicha, por el viento de Amaicha. Regamos la tierra con el primer chorro de la bebida en agradecimiento a la Pacha, y luego empinamos nuestros brazos para celebrar una nueva feria.

De camino a la casa de Pablo, unas nubes preciosas y oscuras empezaron a derramar sus primeras gotas sobre nosotros, y el aire ya se respiraba distinto. El petricor nos acompañó la bajada mientras aprovechábamos nuestros cuerpos largos para alcanzar los frutos maduros de las higueras y las parras que bordeaban las veredas. Cuando llegamos a la casa, la lluvia ya estaba encima. Empezaron a rodar los primeros mates y las charlas en la galería, mientras el cielo se nos mostraba esplendoroso, la fiereza con que se dibujaban los rayos sobre el azul grisáceo, la sutileza del vuelo de un cóndor sobre los techos de las casas. Y así nos encontró la primera noche, con la lluvia bendiciendo la tierra y aplacando el viento de Amaicha.

En la mañana siguiente, de nuevo los mates, de nuevo el viento. Salimos a hacer las compras necesarias para el almuerzo comunitario. Franco se encargó del fuego, de la parrilla y de los pollos que se asarían. El resto se mantenía atento a lo demás: la mesa, la playlist, el chimichurri, las papas, los condimentos, el vino necesario para recibir a los amigos que venían en camino, algunos interrumpidos por paradas técnicas y sedientas. La casa pronto se llenó de sillas, de copas, de abrazos, de reencuentros, de manos extendidas y bocas hambrientas. El viento de Amaicha fue amuchando a la gente que llegaba de distintos lugares e iban haciendo a esta feria.

Después de las panzas llenas y los labios morados, empezó el despliegue feriante. La Comuna del pueblo ya había acondicionado la plaza que nos recibía nuevamente esplendorosa: sillas, tablones, las luces que iluminarían en la noche llena de vidalas y coplas, de libros y vinos que pasan de mano en mano, de boca en boca.

Al día siguiente, un sol nuevo. Caminamos con el mate en mano hasta el Museo de la Pachamama: un imponente edificio de piedra que se encuentra en las entradas del pueblo. Nos sacó una alegría ver el río crecido, la lluvia del día anterior había alimentado su cauce. Desde arriba, la ciudad de Amaicha se veía espléndida. Un sol brillaba entre las nubes que poblaban el cielo, los cerros azules, grises a los lejos, enmarcados por el verde de los cardones que señorean sobre las lomas, los algarrobos, los chañares y molles que dejaban caer sus frutos para colorear la tierra.

El complejo turístico exhibía piezas valiosas de artesanías y obras textiles del director del museo, Héctor Cruz. También había un espacio dedicado al valor arqueológico y geológico: una exposición de piedras y minerales que se extraían en la región, una maqueta a gran escala de todo el cordón de cerros, montañas y ríos que conformaban los valles calchaquíes. El patio, enorme y de piedra, tiene esculturas que representan a los dioses de la cultura Inca. La Pachamama, Madre Tierra; Inti, Dios del Sol; Killa, la Diosa Luna, la serpiente bicéfala, el chamán, una mesa y 12 silla hechas de roca que representaba la congregación de los caciques.

El editor Andy Acuña (Funga Editorial) junto a los escritores salteños Mario Flores y Noelia Gana

De vuelta en el hospedaje, armamos patota entre los chicos y pateamos hasta la casa de Magui y Pato, la casa de los Amauta, la casa de los que se cargan al hombro esta feria y que siempre nos encontramos feriando, y siempre es una alegría. Llegamos y la mesa larga ya estaba servida, nos recibió una bandera Wiphala que flameaba con el viento, incesante, sobre la tranquera. En Amaicha, todo se junta y se multiplica: muchos vinos, muchas sillas, muchas copas, muchas conversaciones que giraban sobre libros, cantantes, sobre la comida riquísima que Ana preparó: verduras asadas de la huerta de los Amauta. Pero la coronación de gloria fue el tan esperado Joi Joi, el vino propio de Magui y Pato, que cada año sabe mejor. Así brindamos y así nos llegó la tarde para seguir con el segundo día de feria; a seguir peleando con el viento de Amaicha que se pone bravo en esas horas.

Entrada la noche, después de presentaciones de revistas, libros y charlas, y de una feria que cada vez congregaba más vecinos y turistas, se armó una ronda de mujeres, mujeres niñas, madres y abuelas, que narraban las historias y leyendas de sus ancestros en un simbólico fogón amaicheño.

En la última mañana de feria nos organizamos para conocer otro punto turístico de la región: la cascada de El Remate, en Los Zazos. Nos dividimos en dos remises que tomamos desde la plaza; don José, miembro originario de la comunidad de los Zazos, nos fue comentando parte del recorrido y su historia con vocación, tanto de ida como en el regreso. Cuando llegamos al parador, Muelao y su familia nos recibió y nos indicó el camino hasta la cascada. Hicimos unos metros a pie por el sendero con el amigo cuadrúpedo. Cruzamos por las acequias que riegan toda la ciudad de Los Zazos y Amaicha y llegamos al desfiladero en donde el río tomaba fuerza, un torrente que nace desde los deshielos de la Sierra de Aconquija y cae rematándose entre saltos y quebradas. El primer contacto con el agua fue un shock térmico, la piel caliente por el sol y la caminata se besó con la frialdad del cauce. Pero con el mediodía y los mates, fue amainando la temperatura del agua hasta sentirse un oasis entre tanta piedra agreste.

Luego de los chapuzones y de darle pelea a la violencia de la caída del agua, emprendimos el regreso. En Amaicha ya nos esperaba la última mesa larga y henchida de platos y amigos. Llegamos con botellas en mano en la casa de Claudio que anfitrionaba en almuerzo. Pronto los platos empezaron a rodar y las copas a llenarse, y brindar por un año más siendo una resistencia a los vientos contrariados que atosigan a los artistas y a la cultura.

La tarde caía sobre la plaza central, de a poco iba poblándose de vecinos y turistas que recorrían entre los puestos de libreros y editoriales y los demás artesanos que se repartían por la cuadra. Cuando la luz del sol comenzaba a diluirse, ocupamos la mesa de la feria con Noelia Gana y Mario Flores, ambos escritores salteños que presentaban sus libros: La casa de los pájaros y Ceremonia del fuego.

Ceremonia del fuego de Mario Flores fue un libro publicado en mayo de 2024 por Funga Editorial, y comenzó a cranearse sobre los bancos de la plaza de Amaicha, ahí se decidió el título de la obra y empezó todo el proceso de publicación. La casa de los pájaros, de Noelia Gana, vio la luz en enero de este 2025, pero es fruto del encuentro entre la poeta y la editorial dado en Festival Intergaláctico de Escritores Oficial —organizado con mucho amor y esfuerzo por Zaida Kassab y Daniel Ocaranza—, que cada año convoca a escritores, poetas, artistas y editores de todo el país, siendo un evento importante para la circulación y reconocimiento de la cultura federal. Ambos libros nacieron de encuentros gestionados a pulmón, apostando por la bibliodiversidad y pluralidad de la cultura desde sus diferentes expresiones artísticas; sobre esto, Noelia resalta algo importante:

“Ninguno de estos libros hubiera sido posible sin estos espacios. Entonces, sostengo lo que se dijo estos tres días sobre qué valioso, qué importante este espacio, hacer esto hoy en Amaicha del Valle para reunirnos, para leernos, para escucharnos, para ver qué se está haciendo y para decir que estamos acá. Estamos leyendo, estamos escribiendo. Es un acto político, es un acto de resistencia, es acto de presencia, es un acto de fe. Tan valiosos que son los festivales, tan valiosas que son las ferias, porque ahí nos encontramos los que escribimos, los que editan, los que vendemos libros, los que leemos y escuchamos.”

Un espacio así, como la Feria del libro de Amaicha, como tantas otras ferias y tantos otros festivales, son actos de fe en lo que hacemos, en lo que creemos y lo que queremos. Y esta fe da milagros propios de la cultura que es la multiplicidad de encuentros, de proyectos, de libros que se editan, de poetas que escriben, de esperanzas que siembran sobre corazones ávidos de devolver lo que el arte les regala.

Luego de los abrazos, vinieron los aplausos, de celebración, de cantos y de ritmo porque la noche se coronó con folclore. Todo concluyó como comenzó: congregados, amontonados en la galería de la casa de Pablo. El rejunte de amigos poetas, editores y libreros que el viento amontona, que el viento amaicha.  Una ronda improvisada de sillas compartidas, el vino presente en los ojos de todos, en las risas que repartían de boca en boca, y las canciones que se turnaban para salir iban meciendo el final de una feria que nuevamente, y sin dudas, se volvía un milagro.

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