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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Hacer un arbolario

Por Verónica Juliano |

Y los médanos, serán témpanos
en el vértigo, de la eternidad.
Y los pájaros, serán árboles
en lo idéntico, de la soledad.


Gustavo Cerati

Una vez leí que cada época establece los límites de lo pensable y de lo decible. Es decir, que en cada momento de la historia, nuestras condiciones de posibilidad se encuentran condicionadas por una especie de cerco que cuando se “derriba”, merced a la fuerza de los impulsos creativos, nos permite ampliar esos límites que detienen a la humanidad en un statu quo determinado, durante un tiempo. Esa afirmación me ha quedado grabada a fuego y siempre la llevo conmigo, como medida de las cosas. Aquello que aún no emerge nos espera en algún lado (o en algún tiempo), tanto como nosotros esperamos su emergencia.

Siguiendo este razonamiento, lo pensable y lo decible determinados históricamente –incluso aquello que parece exceder los límites y rebosar los moldes–, otorgan un lugar de gran relevancia a la imaginación, en su capacidad ilimitada de construir “imposibles”. En este marco, la literatura y todas las ramas artísticas sustentadas en los juegos imaginativos contribuyen de manera decisiva a la transformación del estado de las cosas, por más anquilosado e inerte que parezca. La imaginación es expansiva, por eso siempre es un acto celebratorio su libre ejercicio (no en vano los totalitarismos buscaron siempre inhibirla o doblegarla). Mientras exista y engendre formas inquietantes que nos amplíen el terreno, podremos seguir en movimiento.

La incertidumbre generalizada en este tiempo distinto, suscita diversos interrogantes existenciales y habilita proyecciones que avivan nuestra capacidad de delinear el mundo que, en adelante, queremos. Evidentemente, este mundo, así como está no da para más. Con acierto, ya lo decía la magnífica Susy Shock, en una de sus proclamas: “no queremos más ser esta humanidad”. Queda, pues, en nuestras manos amasar la arcilla para un nuevo modelado, seguramente imperfecto, pero más amable e igualitario. ¿Tendremos la valentía de desear tan fuerte que no tengamos más remedio que ponernos manos y corazón a la obra? Queda claro que hay una parte que todavía nos compete, por fuera de las lógicas perversas de un sistema que nos reifica y nos llena de impotencia. Quizás no se trate de grandes gestas sino de microrevoluciones amorosas que comienzan por modificar nuestro entorno acotado pero que lentamente se multiplican y se expanden, como la imaginación cuando está cercada.

Armar un pequeño arbolario poético se alinea en esta fila de acciones posibles. Recuerdo el capítulo final de la miniserie “El fin de la infancia”, basada en la novela homónima de Arthur C. Clarke. Milo Rodericks, el último sobreviviente adulto de nuestra especie, ante la inminencia del fin del mundo, le pide a Karellen –uno de los Amos– que preserve algo capaz de atestiguar nuestro paso por el universo. El Overlord accede y, antes de que la tierra eclosione, deja sonando eternamente una estela de música como testimonio de nuestra existencia. La música como algo que nos trasciende y que es digno de sobrevivirnos.

Esta bella escena y mi imaginación, abonada por las ficciones distópicas y postapocalípticas que prefiero, estimularon en mí la pregunta acerca de qué sería digno de ser recordado si todo acabara de pronto y la rueda del tiempo reiniciara su ciclo. Pensé que los árboles, criaturas esplendorosas y pródigas si las hay, merecerían un lugar especial en la memoria de una posteridad cuya ontología no alcanzo a avizorar –pues escapa a mi propio cerco–, pero imagino existente. Pensé, también, qué difícil sería conservar algún ejemplar de la inmensa (aunque constantemente amenazada) biodiversidad, imaginando que las condiciones ambientales serían inclementes para la preservación de las distintas formas de vida. Entonces pensé que podría armar un pequeño arbolario poético para el futuro, con la confianza ciega de que la literatura podrá decirnos aun cuando el último, la última o le últime sobreviviente apague nuestra luz definitiva. Siéntanse invitados a completarlo.

A las tipas y lapachos de la avenida Mate de Luna, talados por la Municipalidad de San Miguel de Tucumán, en los meses del verano de 1973

Quizás el árbol que ha vivido cien años,

como los viejos elefantes de guerra,

sea un testigo molesto para una ciudad que muestra

con orgullo

sus calles anegadas por la lluvia,

los basurales donde las moscas agusanan el ombligo

de los perros,

y los hospitales sin oxígeno.

            (Sobre las mesas de mármol del Hospital

del Niño Jesús boquean,

entre los vidrios rotos de

 las peceras,

los pececitos rojos).

            Ha olvidado demasiado pronto una infancia de

                                   patios con aljibes y naranjos,

de tropas de mulas que oscurecían con sus cascos

el sol de la tarde.

su juventud apenas cuatrocientos años

tiene el mal gusto y la estridencia de los afiches

de la Dirección de Turismo

y los discursos de los funcionarios.

Los arquitectos, que vigilan el trazado de sus calles,

carecen de tiempo para cubicar el espacio

de hojas y ramos floridos,

de savia y rumores de alas recién emplumadas

y retazos de cielo.

La muerte del árbol

                                   -ese destrozo inútil perpetrado

en pleno mediodía

con palas mecánicas y encarnizados hacheros mercenarios-

apenas si dejará un recuerdo en los libros de la Tesorería;

unos jornales extras,

unos pies de madera mal vendidos,

y en las cabezas de los devoradores de noticias

que se espantan de la polución y la bomba atómica

encerrados en su alcoba con aire acondicionado.

Y nada quedará de esos días

tan prolijamente edificados.

La calle será como una encía despoblada

que mostrará los huecos de la luz;

el lugar donde las tipas levantan su estructura,

donde los lapachos florecían al terminar el invierno.

Hugo Foguet, Textos recobrados.

Hugo Foguet, Textos recobrados.

Señales fosforescentes

vuelvo al campo
a mis árboles
vuelvo al mundo pequeño
de mis sueños dorados

soy un cuerpo lleno
de lluvia de soles
el tiempo me ha dejado
señales fosforescentes
labios como miel
fragancias como ráfagas

vuelvo a la materia
al rayo a la flecha
al rayo a la flecha
a la vía láctea
de los hormigueros
a la higuera ennoblecida
por los años

vuelvo al viejo jardín
cerrado de la infancia
mi mano se detiene
en el tronco de un árbol
una llave antigua
tropieza con mis dedos

Juan González, El grito en el cielo.

Tucumán

Y cuando pienso el extendido rodal de oro
Que la piedra echó a mis pies
Sé que estoy ante la abundancia del mundo
Y los mendigos de la ciudad que lo pisan
Son mis hermanos, de entre ellos yo una
Los dueños de la ciudad
(Esta ciudad vieja y luminosa)
Una mano entrega a la otra
La espiga de trigo y cajas vacías
Cosas para portar sobre los hombros
Por la ciudad devastada.

Un lapacho, un solo lapacho ha florecido
En toda la ciudad
Y es la luz que alumbra
Y que se esparce por el suelo y desborda
Los pequeños cráteres de adoquines disueltos.

Inés Aráoz, Echazón y otros poemas.

La casa

Construiré la casa
con madera de cedro,
tres escalones
a su entrada.

Allá,
lejanamente lejos
en lo alto,
tan alto el carpintero
creó sus peldaños
para el bienintencionado.

Esos que llenan
sus sacos con amor.
Los combatientes
en lides cotidianas;
estas batallas de la injuria
donde levantar el honor
es el precio de la vida.

Para ellos,
construiré la casa,
con madera de cedro,
tres escalones
a su entrada.

Ariadna Cháves, Palabra alucinada.

Ceremonias

Sin árboles no hay sueños
para triunfar en cacerías
doblando las apuestas.
La noche necesita
su rigidez espesa
donde apoyan la espalda
los dioses perturbados
que se agitan
en el fragor del día,
porque el sol los desangra
y desnuda
en espejismos.
Emigran entonces por un rato
a patios de la siesta
con la monotonía de chicharras
hasta ser escuchados
por las criaturas
cuando se atreven
a cerrar los ojos
y entre las ceremonias
deben fingir la muerte
en una hoguera.
Renacidos y ardiendo,
únicamente,
mostrarán el rumbo.

Manolo Serrano Pérez, La trama redonda.


Fotografías: Verónica Juliano, Arbolario de Mate de Luna 1900 y Parque Avellaneda

8 respuestas a “Hacer un arbolario”

  1. Liliana Massara dice:

    Hermoso tu arbolario poético.
    Una tibueza del pensamiento en palabras.

    • Vero dice:

      Gracias, querida maestra y amiga ❤ Te abrazo fuerte

  2. Tati Acevedo dice:

    ¡Una preciosura! Permiso para trabajar el arbolario poético en la Especialización de Enseñanza de Español como lengua extranjera.

    • Vero dice:

      Todo tuyo, querida Tati. Muhas gracias por tu lectura siempre generosa. Un gran abrazo

  3. Pablo Toblli dice:

    Me encantó esto. Justo ahora que viene la primavera.

    • Vero dice:

      Gracias Pablo! Intentando siempre armar recorridos diversos, cada vez que vuelvo a los textos que amo.

  4. carmen perilli dice:

    muy bueno

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