Por Ruth Ramasco |
Incidencias del Ocaso y Topografías Interiores, editados por Libros Tucumán Ediciones, 2024, sutura (en término perteneciente al vocabulario de la autora) dos períodos distintos y dos lugares de su experiencia vital y poética. El período último, que transcurre entre 2021 y 2024 en Tucumán, del que procede Incidencias del Ocaso; el período que va del 2012 al 2015 en Buenos Aires, en el cual se origina Topografías Interiores.
Los poemas son breves y ligeros. El peso de la voz poética (sobre todo en el segundo) descansa en el vuelo fugaz de las palabras, capaces de dar pequeños pasos de ternura o de angustia o de nostalgia en nuestros oídos. Como dice la autora: “Tímida la luz/que con pudor/tantea el alma.” (primer poema de Tenue una luz,). Un suave tanteo y nuestros oídos son abandonados por las palabras fugaces. Pero ya los pájaros han sido soltados y “revolotean piel adentro” (“Alas”, en Obstinadas presencias).
La voz dibuja un mundo de experiencias y rasgos singulares, como si fuéramos llevados a esos espacios angostos en los que sólo cabe quien allí habla, casi “un espacio que l(a) aprieta” (tercer poema en De Quiebres y Exilios). En el interior de esa soledad, parece no tener resolución la distancia con los demás: “mis prójimos/a menudo inalcanzables/ como en la América de Kafka” (“Anhelos de mediodía”, en De Zozobras y Temblores, su poemario del vacío y la angustia); o “a un paso de la risa/ y del abrazo/ se desprenden flácidas las manos” (“Vano intento”, del mismo poemario). Pero, así como ese segundo apenas esbozado en “Difícil puzzle” (Claroscuros de la infancia), en el que se retiran de la mesa “los rostros acerados de censuras/ lutos y congoja”, y sin más echan a sonar “palmas y cantos de Andalucía”, así también en este espacio angosto aparece la compañía de otros. Ello ocurre en la experiencia cantada por la voz poética, pero aparece también en la intertextualidad escogida para la composición del texto a editar.
En la experiencia cantada, como en las líneas siguientes del poema “Habitada” de Obstinadas Presencias: “Personas tiempos y lugares/ se empujan dentro mío/…/yo los lloro/ los celebro/ atrapo en el aire sus retazos/ y suturo”. Pero más eficazmente en la intertextualidad llevada a cabo por los acápites numerosos (sobre todo en Incidencias del Ocaso), como si los vanos intentos llegaran a término y casi se pudiera oír mutar al silencio hacia las “palmas y voces de Andalucía”. Aparecen allí las voces de otros escritores: María Negroni, Gabriel Gómez Saavedra, Denisse León, Susana Cabuchi, Marcos Silber. No se trata de una intertextualidad con visos de erudición; es íntima, penetrante, como si a través de ella asistiéramos a esas conversaciones que dejan huellas profundas, como cuando una frase de un libro guarda nuestra mirada y hasta hace que lo apoyemos en nuestro pecho, rodeado por nuestros brazos.
Mención aparte reclaman las dedicatorias y agradecimientos que llenan de nombres los espacios blancos que siguen a los títulos y anteceden a sus palabras, como también la decisión de ser acompañada por los prólogos de las amigas, Alba Gago y Juana Kleiner, quienes conocen su obra desde la luz penetrante de la vida compartida y la amistad. Esa luz que lleva a Alba Gago a expresar su conmoción por el modo en el que su amiga “acuna la pena”. O hace que Juana Kleiner se remonte a los bares de Almagro y las largas charlas y las palabras de la autora, quien buscó “remontar el exilio” a través del tejido de “hilos de palabras”. (L)os pies sin “baldosa firme” (“Diálogo de diván”, en De Zozobras y Temblores), la “rutina de azulejos rotos” (“Esquiva calma”, en De Zozobras y Temblores) se encuentran habitados por palabras, tal vez la más humana de las acciones de los hombres. Como brota en el poema “Gratitud”, del mismo conjunto de poemas: “Tuve miradas que unieron bordes/ palabras que acercaron hilos de ovillar angustias/ alguien enjuagó mis lágrimas/ tibia era el agua en el cuenco de sus manos”. Tuvo miradas, pero también palabras, tan vibrantes y liberadoras como las voces de Andalucía.
Nos detengamos ahora, bajo el vislumbre de sus palabras, en la experiencia del tiempo y del espacio de los poemas.
El tiempo de la voz lírica no quiere ceñirse a la sucesión de los días. Con un cierto hálito cercano a Schopenhauer, dice “pura imagen los tiempos” (“Hermenéutica”, en Obstinadas presencias), “una tras otra/ las formas que dibujó el tiempo/ escapan” (Tercer poema de Pasajes). Imágenes y formas que, en virtud de la ductilidad vigorosa de las palabras, pueden recorrer itinerarios que se escapan de la sucesión y hasta la emplean para burlar su rigor y la pérdida inexorable. En efecto, bajo el hechizo o el conjuro de las palabras, la sucesión cobija pasadizos hacia otros tiempos, o nos retiene en ellos, o nos aleja, o rompe sus paredes duras, o descifra laberintos.
Puede observarse en el orden invertido de la sucesión cronológica de los dos poemarios, donde el que antecede en la cronología se transforma en el segundo (sin descontar que un orden de poemas no es un orden necesario de lectura). Puede tocarse también en esos instantes que se abren o enlazan a otros por la nostalgia y la memoria. Como esas guaridas de dolor que se sustraen al paso del tiempo y se develan por la voz lírica. Y en los ojos de la mujer asoman los ojos de la niña y el dolor escondido de sus padres y hasta de ella misma, tal como se hace presente en ese pequeño conjunto de poemas, titulado Triste música secreta. “y el padre escondiendo/ la tristeza de la hija muerta” (“¿Debida obediencia?”). O la madre: “en mutación alquímica/ del llanto callado/ por la hija muerta” (“Mutación del llanto”). En primera persona: “¿De dónde venía ese llanto/…/quedó allí muy adentro/ triste música secreta” (“Origen del llanto”). O angustia que horada y no puede ser nombrada en el poema “Nené”. Y los poemas limitan las metáforas pero dejan abiertos los itinerarios en los que las palabras develan los escondites de la tristeza, allí donde la sucesión de los días se detiene. ¡Extraño es el poder de las palabras!
O dejan de asirnos a las cosas y sus figuras y nos aproximan a la nihilidad que puede pisar con huella fuerte la existencia: “en vano intento/ sujetar el alma/ que se abisma” (primer poema de Ecos); “Sin anclas oscila/ al margen de su historia”, “vano intento/ de conjurar la nada” (“Miradas”, en Obstinadas presencias). La sucesión, efímera pero tangible, roza el vacío y la nada. Pero pueden nombrarlo.
El orden de estos poemarios no es la sucesión (aunque ella nos resulte inevitable): es la intensidad subjetiva de la voz lírica, que hace gala de la potencia de las palabras.
Algo semejante ocurre con el espacio. Es verdad que están nombrados Almagro, Palermo y Boedo, sus calles y sus bares. Es verdad también que las viviendas de Chacabuco 86 y de la calle Lamadrid asoman en las íntimas dedicatorias de sus poemas atravesados por la vida familiar. También Andalucía y la melancolía de Lorca. Sin embargo, es la topografía interior el espacio de referencia más profundo de estos poemas. Angustias, anhelos, exilios, su hilvanar continuo de palabras, ocurre allí y todas las metáforas sobre el espacio y sus lugares (pozos, brocales, muros, zaguanes, baldosas, azulejos, muros, catacumbas, pantanos, ciénagas, etc.) son las marcas espaciales de sus “geografías de la ausencia”. Como la autora lo señala: “Sin regazo las geografías de la ausencia/ sólo aristas” (Quinto poema de Pasajes); “A la ausencia le reclama deudas de regazo” (Cuarto poema de De Quiebres y Exilios). Espacios duros; ausente el espacio que recoge sin aristas. A estos espacios (de lo que mucho podríamos hablar) cabría añadir las palabras sobre el cuerpo, su propio cuerpo, experiencia paradigmática del espacio. Y experimentaríamos el cuerpo sin reposo, sin unidad, sin apoyo para la cabeza: “Campo minado cada vértebra” (Tercer poema de De Quiebres y Exilios).
Frente a ello, frente a los laberintos, frente a las furias de la vida, Ana María Farías teje un “hilo de palabras”. Este pequeño libro, y la poesía que allí despliega, son el tejido fuerte e intenso con el que atravesó y atraviesa dolores, muertes, incertidumbres. Con el que ovilló el exilio y la angustia insoportable. Curiosamente, están nombrados Ariadna y Orestes. Pero no Teseo, ni su espada, ni el Minotauro. Están las erinias, pero no la acción de muerte y venganza llevada a cabo por Orestes. Este libro, que nos hace tan presentes el dolor y la tristeza, no esgrime jamás la violencia o la ira. Su escritura no rechaza la lucidez, no teme a la mirada crítica sobre los seres humanos, pero la transforma en voz lírica. Y agradecemos, desde lo más hondo de nuestra historia personal y las alegrías y dolores terribles de nuestra vida común, el hermoso y pacífico sonido de esa voz, cuyo testimonio deja en nosotros sus vuelos desatados, ahora bajo nuestra piel.
Ana María Farías nació en Tucumán. Se graduó como Profesora en Filosofía en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNT. Fue docente en dicha casa de estudios. Trabajó en el Consejo Provincial de Difusión Cultural y en DINEA. Fue docente del CBC en la UBA, en La universidad Kennedy y en profesorados de la Provincia de Buenos Aires. Cursó estudios de Ética en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y de Investigación Educativa en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad de Córdoba. Publicó el poemario De voces y Miradas.

Doctora en Filosofía por la Universidad Nacional de Tucumán. Dedicada al estudio de la filosofía medieval, se desempeña en la cátedra homónima en la Facultad de Filosofía y Letras.