Sobre El estudiante de Gotinga, de Agustín Conde de Boeck (Editorial Nudista, 2024)
Por Mario Flores |
1. El/Un experimento esotérico de la ficción. La tercera acepción que la RAE dedica al término “anacronismo” es bastante curiosa: “error consistente en confundir épocas o situar algo fuera de su época”. Entonces el encontrar en un recorrido de lecturas (que podamos entender como el marco de obra de un autor, como su proyecto de escritura, si es que hay autores que sí se tomen dicho trabajo) este peculiar goce por lo anacrónico -quizás como base orgánica en común de un evidente revival de corrientes o escuelas estilísticas que se creen ‘lenguas muertas’, acaso por un mero no posicionamiento comercial- se articula en un delicado mecanismo misticista que va más allá de la ocurrencia neogótica que abunda en la literatura argentina actual (narrativas tan adrede “oscuras” como un brazalete de cuero ecológico con púas de aluminio). Un error consistente implica pensar (o deducir) que tal vez hasta los errores en un autor son deliberados, y que es su montaje cuidadosamente planificado la línea que seguirán los tipos de modulaciones lingüísticas o giros del lenguaje que correspondan a ese así llamado error. El acierto en el error de situar el suceso en su límite absurdo, en su extremo prosódico. En El estudiante de Gotinga (Nudista, 2024), hay una decisión sistemática al poner en tiempo y espacio el relato de un pasado excéntrico hecho ciencia oculta, pero también su ser en el tiempo y el espacio innaturales, o sea que se trata de construcciones ficticias en base a tejidos humanos que alguna vez resguardaron un ánima: tal es la labor meticulosa de Ratta -la primera obsesión corpórea y amorosa del estudiante de medicina del título-, que cultiva el arte homuncular de la creación de marionetas, cientos y miles de ellas, pero todas atravesadas por un mismo y único hilo; así también la novela engulle otras historias (Circo Ambulante: 1, 2, 3, 4 y 5). Se trata, más bien, de narrar aquello que convive en el más allá de otra época. La apuesta del lenguaje de Agustín Conde de Boeck genera, frecuentemente, la pregunta “¿desde qué época está escribiendo?”, que en el lector primerizo o ingenuo impacta tan solo por la gran cantidad de vocablos técnicamente mágicos, sinónimos olvidados o terminologías de un florido y a la vez lúgubre argot de arrabal pantanoso, donde los personajes “más que personas, parecían dibujos animados de personas”. Pero detenernos en la “forma de escribir como antigua”, que puede ser el primer sabor de la narrativa de Conde de Boeck, sería reducir su proyecto literario a un video reacción de la ya clásica posición adolescente eternizada de quien exagera todo aquello que debe ir a buscar en el diccionario para proseguir a la página siguiente.
En las 470 páginas de El estudiante de Gotinga no hay capitulación posible debido a que la primera persona no solo viaja en su relato (un relato traducido de la experiencia alemana de la travesía de contar) sino que también viaja a través de las instancias del tiempo, el espacio, los portales intermedios del asco y el terror (y de vez en cuando la fascinación erótica por el asco y el terror). “Anacrónico hasta el absurdo”, comenta justamente el protagonista. Lo que sucedía con el humor grotesco y lunfardiano en Nigredo (su primera novela), se convertía en un terror sobrenatural edípico de una oscura densidad en La danza de los juguetes rotos (donde, de todos modos, no es que no exista lo trepidante del humor); esos elementos, que comparten filiaciones en un universo literario que no es temático pero sí orgánico del grimorio, el manual de experiencias o experimentos, de anotaciones, evidencia ese hilo que atraviesa a las marionetas.
Esta vez, en El estudiante de Gotinga se desprenden líneas de realidades paralelas que, contadas como fábulas (porque esos universos implícitos se retroalimentan coprofágicamente de los diálogos, que es el territorio del contar laberíntico y arcaico de esa ciudad réplica que es la Gotinga que no existe) se interrelacionan no en la Historia (porque sería difícil trazar una línea de tiempo más o menos ‘realista’ -para usar términos de géneros literarios- en las épocas y los años donde transcurre la historia de este estudiante de medicina enamorado de la réplica fantasmal de una mujer que no conoce) sino dentro de su plano mental. Gotinga es, en sí misma, un gran cerebro: sus pasajes y corredores se describen como las circunvoluciones de una trama cerebral enferma y chueca. Lo torcido (tanto de las casas puntiagudas del burgo como de la naturalidad con que se dan por hecho las rarezas físicas y químicas de mayor bizarres) es la premisa: torcer, o tensionar, esa lógica de lo esperable. Es decir, poner en situación de fuerza, en ese error consistente y tentativo, el narrar. “Y entonces una rara idea se impone: es todo teatro. Peor aún (o mejor): es todo teatrito. En el diminutivo se esconde el eje de la insidia”.
En las madrugadas, el narrador sale por las calles de esta ciudad siempre sospechosa de no ser la ciudad que dicen que es, y busca a homeless mutantes que vagan por ahí, con extremidades desarmadas o los intestinos de fuera: la medicina y la técnica de El estudiante de Gotinga son tan rudimentarias como extremas en su excentricismo. Por ejemplo, en la página 66, el estudiante se encuentra en los pasillos del protomedicato con uno que, después de vaciar un recipiente con todos los órganos de la anatomía humana en el piso, le dice: “Gomité todo, dotor”. “El hombre se había vaciado en un vómito. Hasta los ojos había perdido, tal la fuerza de su regurgitación”. El estudiante lava los órganos en una cubeta y ensambla el rompecabezas devolviéndole la forma -lo vivifica- al morlock, que como un muerto vivo renacido se levanta como si nada. Lo absurdista no se convierte en exacerbación del capricho, pero a lo largo del libro lo esotérico se vuelve regla nominal, las macumbas ilustradas se dialogan con una poesía también anacrónica. Se intenta una épica sin principio ni fondo, y sólo lo que ocurre en medio nos es revelado. Ese puzzle sanguíneo y visceral responde a consignas estrafalarias de un orden oculto, luciferino y de antigua nomenclatura: la ficción esotérica. Especula sobre lo lineal, de tal modo que una acción desenvuelve otras dos o tres historias con personajes igual de chuecos, torcidos especímenes, que hacen propia también la voz que narra, igualan los tonos de su contar en resoluciones teatrales donde casi se puede advertir esa niebla artificial que la escenografía del pantano desprende dentro del montaje total de la novela/teatro.
Rattaenferma asegura que dialogar con ella equivale a mil cópulas. Pero después el estudiante, que es dos veces elegante por ser elegante y casto, asimila las teorías de una máscara de piedra, sea deidad o gurú, oráculo o timador, sobre el miembro y sobre aquella humanidad terrible que advierte agazapada en la obsesión que dispara la narrativa: se trata de un ser más allá de lo humano o más acá de lo fantasmal. “En realidad los hombres tenemos un secreto: odiamos el falo. Fingimos estar satisfechos y gustosos de que el demiurgo nos haya obsequiado, como si fuera una vara de sauce, este apéndice trastornado, capaz de estremecerse con las vibraciones del mundo como una serpiente ante el sonido de una flauta, pero en el fondo lo odiamos; y al hablar del falo con una sonrisa, estamos fingiendo; el hombre finge su satisfacción de haber nacido con un falo; en realidad, es un bien demasiado exigente, que requiere cuidados permanentes, como un homúnculo en una botella”.
2. ¿Hay descuento para los viajeros en el tiempo? Hay cinco circos ambulantes en el libro de Conde de Boeck. En realidad es un único circo, solo que sus secciones aparecen cinco veces -así como el circo se materializa y se desvanece según lo invoquen, según qué fenómeno se ha hecho ofrenda para su catálogo de rarezas-: cinco historias que componen un breve resumen de lo que podría llegar a ser en sus extremos ontológicos y escatológicos ese circo ambulante, de maravillas de lo deforme, del histrionismo del parásito, del cuerpo huésped, del pirata del tiempo y de tumores que por su propia cuenta fabrican post verdades. Sin embargo, el apartado más interesante, sin duda (o con todas las dudas que implica la lectura de una obra de semejante coyuntura y extensión de amplia densidad y reiteración, de constante metodología del “error” como lo es El estudiante de Gotinga) corresponde al compañero de cuarto del estudiante de Gotinga. A decir verdad, el estudiante de Gotinga nunca se había dado cuenta de que tenía un compañero de cuarto: el cuarto también resguarda dimensiones del vacío, por lo que toda lectura del libro representa en sí mismo un engaño a los sentidos, una trampa a las perspectivas convencionales del absurdo. Entonces, en su afán por descubrir quién es este misterioso joven que, al parecer, ha vivido en la otra punta del dormitorio desde antes de que se inicie la novela, descubrimos su profesión: una labor tan esquizofrénica y magnánima como lo es el viajar en el tiempo. Un medievalista, un estudioso de las épocas, es decir el descubrimiento del personaje como la vivencia corpórea de ese anacronismo que formula la premisa. Lo que nosotros leemos en la estética de Conde de Boeck, este tipo lo vive en carne propia. Cuando le dan una beca que consiste en pasar diez años en el Medioevo para ahondar en sus investigaciones medievalistas, y el viaje consiste en ser enterrado vivo en un cajón dentro de un pozo, este orador descubre lo horroroso del rondar el deseo de lo espectacular: “Cada despertar era irreal y cada noche, un rumiar dando vueltas acostado en el heno de algún carro, intentando fraguar planes para escapar de ese lugar y volver a mi tiempo, aunque siempre terminaba dándome de bruces contra la misma certeza espeluznante: no sabía cómo había llegado, menos podría idear el modo de irme”.
“Vivir en el pasado con mentalidad del presente es casi insostenible”, sostiene este viajero del tiempo, este no muerto que explora la epidermis de lo que atraviesa la lógica del tiempo y el espacio a través, justamente, de una anécdota de bar, cuyo público está constituido por otros viejos locos que beben hidromiel y ni siquiera han pedido que el orador cuente la historia de su vida. Esta apuesta por lo anacrónico es similar a la dinámica de esa escena: como la impunidad de quien se sube encima de un banco de tugurio y vocifera “frases enigmáticas que no significan nada”, hay que estar dispuesto a leerlo y llegar hasta el final con ganas de ese ‘teatro poseso’.
3. No sé si darle un premio o darle una patada en los dientes. La frase es de Animaleja, y resulta extraño que en un solo libro se admitan tantos reveses hechos voz con alocuciones que aseguran ser laberintos de incoherencia, aunque esconden detrás de sí la estructura fantasmagórica de ese burgo, de la ciudad libro que encierra distintos ecosistemas (bien ilustrados por el facinerosos del hermano del autor -no lo digo yo, lo dice el propio autor-), todos rotos y pútridos, con esa lógica por lo perturbador que alinea los ascos y las risas. La práctica de una teatralidad hechiceril y solventada por este lenguaje de las sombras, este léxico de un pasado más esotérico que histórico. Explica el amigo medievalista: “No es ajena a nosotros la idea de que cierta estructura puede propiciar efectos esquizofrénicos, pero es quizás más extraña la idea de que cierta esquizofrenia puede producir sus propias arquitecturas, sus propios espacios exteriores e interiores”. El estudiante de gotinga asiste a estas teorías como quien ingresa a mundos ajenos, replegados unos sobre otros como dimensiones de una cebolla negra. Quizás recién al final sus intervenciones lo igualen al medievalista, “un héroe de lo arcaico”, porque si bien sus intervenciones son obsesiones orgánicas, es en el último tramo de la novela donde la búsqueda es persecución y el encuentro, prestidigitación. Allá, en la ciénaga pantanosa de la neblina verde, aún con levita y galera, observa el estudiante, en realidad, el comienzo de su lectura.

(Tartagal, 1990) es escritor y editor. Recibió el Premio Literario Provincial de Salta en Categoría Cuento por Necrópolis (2018). Publicó las novelas Hikaru (2018), Cacería (2022) y El poder de los elementos (2022), todas a través de Editorial Nudista. En 2023 publicó Paisajes radioactivos: Frontera, crisis y estética del caos en la literatura de Tartagal, 1992-2022, su primer trabajo de no ficción.