Por Verónica Juliano |
—Sobre la mesa —prosiguió—, entre mis peinetas y mis horquillas, había un alfiler de oro con una turquesa. Lo tomé y atravesé con dificultad el cuerpo resistente de la mariposa —ahora cuando recuerdo aquel momento me estremezco como si hubiera oído una pequeña voz quejándose en el cuerpo oscuro del insecto.
Silvina Ocampo
Alguna vez se termina el verano en Tucumán. Aunque su intensidad jamás se retira del todo. Quienes pulsamos desde aquí sabemos que no existe desnudez capaz de mitigar tanta espesura. Ni siquiera la-piel-debajo-de-la-piel se escapa del agobio: adentro y afuera, como reza el principio hermético de correspondencia, es igual. Me encanta este momento del relato “La isla de las locas” de Luchi García Barraza que captura, en los espasmos del cuerpo, esta sofocación: Estiro la pierna para abarcar la parte fresca de la cama. Me salgo de la sábana, aunque prefiero no destaparme. El ventilador se destartala con cada movimiento; su sombra me parece un reptil que jadea. El aliento espeso y caliente que escupe, al menos reduce mi transpiración. Doy vuelta la almohada para usar la parte fría, hasta que esta se calienta, y entonces la giro de nuevo repitiendo al menos tres veces la acción.
Un verano cualquiera el municipio instala microaspersores en las pérgolas de la peatonal. Un vaporizador para combatir el vapor: quizás Tucumán sea uno de esos videojuegos de combate que intentamos jugar pero que jamás llegamos a comprender y, por ello, elegimos el arma menos eficiente movidos por una vocación de absurdo que no nos abandona ni abandonamos. ¿Qué hay en la pantalla siguiente? Un programador se nos ríe a carcajadas mientras la vida se nos gasta y al final, todos maltrechos, corroboramos que no hay premio sino game over.
Necesito que me expliquen la persistencia de la gota. Quizás, alguien proveniente de la física o de la poesía que son, a fin de cuentas, lenguajes hermanos. Camino por el parque y los árboles gotean: no llueve. Quizás lloran o se vengan de la especie escupiendo a cada transeúnte. Rectifico mis hipótesis cuando leo que, en realidad, ese fenómeno es producido por un insecto llamado chicharrita de la espuma que, en su estado ninfal, se alimenta de la savia de los árboles. Recuerdo un cuento de El país del humo de Sara Gallardo en el que una rata tuerta y desdentada, al desplazarse por el tendido aéreo del cable, provoca el desprendimiento de las florecitas de los árboles en forma de lluvia. Insospechados seres generan belleza en forma de secreción y de huella.
El verano en Tucumán es obsceno y redudante. Todo dice del calor o de “la calor”, como se oye por aquí. El calor tucumano es una categoría excesiva que ninguna gramática puede contener sin desbordarse. Estridulación de las cigarras: señal de calor. Marea de pirpintos: señal de calor. Invasión de langostas: señal de calor (o del fin del mundo). Cornetazo a la siesta: señal de calor (y el pregón más esperado).
“Sin mosquito no hay dengue, zika ni chikungunya”. Las gigantografías de las campañas de prevención nos llenan el ojo de frases hechas que se repiten como fórmulas vacías. Hemos aprendido a reconocer al Aedes aegypti por sus patas rayadas (Horacio Quiroga escribiría otro relato estupendo). Nos han enseñado que es necesario descacharrar para evitar la formación de larvarios. Nos han dicho que los mosquitos se crían en lugares sombríos y húmedos pero para esto último no se ha encontrado la acción paliativa correspondiente. Recuerdo la ciudad empapelada con la cara de un funcionario y a su lado las siglas B.U.G. (en alusión a la salida de un boleto estudiantil). Al develarse el significado del anglicismo bug los carteles desaparecieron. En este punto, ratifico mi hipótesis de la existencia de un programador de esta realidad-videojuego riéndose a carcajadas.
A veces imagino figuraciones del futuro. Me pregunto qué pasaría si dejasen de existir las formas vivas tal cual las conocemos y de ellas sólo quedasen rastros equívocos como estos carteles. Así como nos emociona encontrar la cáscara que indica la muda de los coyuyos, ¿qué ficciones engendrarán nuestros vestigios?
Me alivia saber que la poesía prodigará imágenes capaces de atestiguar la existencia de los diversos mundos que habitan este mundo y que a veces se manifiestan como una pequeña voz quejándose en un cuerpo oscuro.
Coyuyo
La noción del tiempo andando el canto del coyuyo
me va guiando por un viejo sendero de luz
parte de mis días arrancan en ese canto
partes más de mis silencios que mis palabras.
Hijo del aire que resuena en los sentidos
y atardece la tarde
de cantos que se apagan secos
como un alfabeto lento
casi como un tibio rocío
llueve tu sonido buscando su lenguaje
su mirada, su vuelo de pájaro, un nombre.
Mario Melnik, Invención del horizonte (2020)
Amo el cielo negro
y el viento del sur
que anuncian la tormenta.
He contemplado tantas veces
desde el jardín de mis padres
cómo la lluvia modifica a la naturaleza.
Las mariquitas, cascarudos, bichos bolita
huían lentamente
hacia la galería para estar como yo,
a resguardo.
Así aprendí que el agua resbalando sobre el mundo
pacta una y otra vez sobre la vida
lo simple del misterio.
El rayo inscribió en mi biografía
el asombro silencioso ante todo lo que miro.
El trueno,
una epifanía que aún canto por las tardes.
Ya no estoy entre las flores de mi madre,
no me refugio en los pilares de la casa
que construyó mi padre.
Sin embargo aquella es
siempre
la escena invencible de mi infancia.
Sylvina Bach, La escena invencible (2020)
un desvergonzado
ejército de hombres
crece y se multiplica
aplastan flores
y arrancan alas de mariposas
a su paso
tengo miedo
mi primavera es
lo único que tengo
Gabriela Olivé, No se puede armar un muñeco de nieve con cenizas del ingenio (2020)
De todo eso
siempre queda algo,
los pañuelos
los trapos
gajos
con resonancias de otoño
y ese eterno morir
y renacer del aire
en los jardines.
El río no se detiene
la tierra queda
para recoger el sol,
ese ir y venir del tiempo
colándose
como ritual de mariposa
por los tarcos.
¿Quedarán las telarañas
el comienzo de la trama
los huesos colgados
como retratos que miran
desde el olvido?
Mary Lobo, La insolada (2019)
el calor de noviembre,
el insecto detenido,
la inercia de la respiración
nos hacen olvidar
-a veces-
nuestro pasado de clan,
de secta.
Ahí también estuvimos vivos
de algún modo obscuro
y secreto
sosteniendo el límite
y la maquinaria
con nuestros cuerpos.
El insecto no intenta
-o no consigue-
distinguirse
de la materia vegetal
que lo sostiene.
No importa.
De todos modos
el presente es irreal
y no cuenta.
Denise León, Mesa de pájaros (2019)
De chicos (por eso de explorar el mundo a partir de la crueldad) atrapábamos saltamontes para luego arrancarles las patas traseras.
Aprendimos, así, una forma de lo terrible. No por la dolorosa agonía que imprimíamos a los insectos, sino por condenarlos a tragar el último aire desde abajo.
¿Qué bestia, en igual frecuencia, se habrá colado sigilosamente por los años para bajarnos de un golpe y dejarnos sin nada del peso leve con que encarábamos los asombros?
Gabriel Gómez Saavedra, Siesta (2018)
Imagen: Odilon Redon, El llanto araña, 1881.
Verónica Juliano nació en San Miguel de Tucumán, donde reside. Es docente e investigadora en la UNT. Lleva a cabo diversas acciones vinculadas a la promoción de la lectura. Eventualmente, escribe.
Hermosa selección Vero. Gracias siempre por tu mirada.
¡Gracias a vos, Emi! Abrazo
Una cadena perfecta de tema encabalgado entre muy buenos versos elegidos y una reflexión muy buena
Gracias Lil! Seguimos tramando la tela. Abrazo