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Por el desfiladero de la literatura: Edgardo H. Berg de Fabián Soberón

Por Hernán Sosa |

El 24 de agosto de 1912, la revista Caras y Caretas publicó una mínima entrevista a Guillermo Hoyo, alias Hormiga Negra, el sujeto que había inspirado a Eduardo Gutiérrez para escribir su novela homónima, abocada a retratar la vida delictiva de un gaucho matrero. Durante la charla, el anciano, visiblemente admirado, marcaba con perspicacia las distancias con su representación literaria: “Aquel Hormiga Negra, es demasiado peleador, y se le va la mano con frecuencia… Según mis cálculos, se limpió una punta. […] La verdad de las cosas sería muy poco, pues no es lo mismo matar a un hombre ende veras que matarlo en el papel cuando se escribe, ¡créame!”. La pericia del personaje, reconociendo el recurso hiperbólico, tan frecuente en la escritura folletinesca de Gutiérrez, resulta elocuente. La contracara perfecta de este episodio aparece en “Otra versión del Fausto” de Fra Diavolo, relato breve compilado por Borges y Bioy Casares en los Cuentos breves y extraordinarios (1955), donde Hormiga Negra irrumpe en el circo de los Podestá, en vísperas de la puesta en escena de la obra de Gutiérrez, desafiante: “Andan diciendo ‒dijo‒ que uno de ustedes va a salir el domingo delante de toda la gente y va a decir que es Hormiga Negra. Les prevengo que no van a engañar a nadie, porque Hormiga Negra soy yo y todos me conocen”. Como los componentes inseparables de una paradoja, ambas anécdotas escenifican la tensión erizada que la literatura guarda con la realidad, o para ser más claro, con ese conjunto de acuerdos en el que nos movemos con limitada intuición cartesiana y que por convención o costumbre llamamos realidad. Este libro de relatos de Fabián Soberón se inserta, con morosidad, en aquel mismo nicho crítico, allí donde el juego especular de la escritura exhibe el imperio de su artificiosidad y la domesticación de la realidad misma.

El libro desde el título apunta sin remilgos a su correlato tentativo, su excusa discursiva, su adversario por literaturizar: Edgardo H. Berg, crítico literario y docente de la Universidad Nacional de Mar del Plata de reconocida trayectoria. Los seis cuentos breves que integran el volumen aparecen franqueados por paratextos que vuelven a incomodar con el intento por desdibujar los límites entre el decir y los hechos. Por un lado, el propio Berg prologa la obra, en un ajuste de cuentas testamentario del sujeto inspirador, reconociendo la existencia de otras versiones de las historias que el discurso “contrabandista” y “traficante” de Soberón urdió bajo su nuevo registro literario en los relatos. Por otro, Arturo Serna, en el epílogo, hace las veces de testigo eficaz, como privilegiado conocedor del autor y del personaje, y acerca una interpretación algo escéptica sobre los desvaríos que con ellos propició la escritura: “No puedo leer estos textos como ficciones”, nos advierte.

Si hay una imagen que pareciera sintetizar la presencia de Berg, como protagonista indiscutible de todos los cuentos, es la del decidor. Narrador y personaje transitan diversos espacios y tiempos que son meras excusas circunstanciales para que Berg inicie un cuento y Soberón escuche. Devoto del ritual de la palabra, el narrador dejará en claro el conocimiento de la liturgia para resguardar el ambiente más propicio a ese decir genésico: “Solo quiere contar. Contar lo libera, de alguna forma”; “Yo lo dejo seguir hasta que se cansa”. La anécdota, el paladeo de la frase, la idea lúcida e incluso los elementos paralingüísticos (las pausas, los silencios, los gestos) devuelven otra faz del hojaldre autorreferencial de estos relatos: la del caprichoso traslado de la oralidad primera a la escritura consecutiva. Pues leemos ahora lo que un oyente antes escuchó y transcribió -transmutó- luego a la letra, pasmado de goce. La fuerza enunciativa del decir de Berg, como un sutil homenaje al ingenio macedoniano, no parece estar ausente en estas conversaciones engolosinadas por la captatio verbis.

Las historias narradas, con frecuencia, se solapan entre sí, desmoronan con ese paradójico artesonado verbal las coordinadas precisas de la enunciación germinal, aquellas que la escritura va esfumando mientras progresa. Los hechos referidos -inicialmente por Berg y luego por el narrador- conmueven por su espectro variado donde la adjetivación se desplaza por lo curioso, lo erudito, lo pintoresco y lo ocurrente. Familiares que no lo son pero terminan habilitando el cuento, como en la historia de Alban Berg; el observatorio astronómico de Adolf Eichmann y la postal siniestra del gallinero en La Cocha; las andanzas timberas y cocainómanas de John William Cooke en Mar del Plata o el trunco devenir poético de Brenda Frazer mixturado con las torturas eróticas del abuelo de Berg van superponiendo complejos niveles de enunciación donde se confirma, a cada rato, la sustitución de los hechos por las palabras.

Todo sabe y suena, mucho, a cultura letrada en estos relatos (el paisajismo de las marinas de Turner, el cine de Tarkovski, las líneas hiper letradas de la literatura argentina: de Borges, Macedonio y Lugones a Piglia, el pensamiento de Adorno, la música dodecafónica y un largo etcétera); en conjunto, más que referencias de un anclaje necesario parecen ser las huellas de diferentes tradiciones de representación de la cultura ilustrada. Incluso las reiteradas conversaciones eruditas que comparten los personajes, por ejemplo, dicen más sobre la sedimentada tradición literaria para representar intelectuales outsiders o los más modestos discutidores de café que otra cosa; con un leve gesto paródico, todo ello regresa en estos cuentos, con su media pizca de esnobismo o gestualidad patafísica y la refulgencia hipnótica de alguna frase sagaz.

Y es que la exhibición de estas artificialidades, que cimentan como oficio la literatura, convocan una fe inquebrantable en los relatos. La pulcritud con que progresan las intrigas, la dosificación calculada de una extensión relativamente breve para cada historia, la polifonía donde autor y personaje inspirador ven adelgazarse sus humanidades hasta la propia extinción y, sobre todo, los juegos autorreferenciales -donde la figura del fabulador, las máscaras y el engaño nos interpelan como lectores- son los índices bastante transparentes -a contrapelo de lo que sostiene Serna- de que estamos ante la mentira lúdica de lo literario.

Como los teros que gritan por un lado lejos del nido que protegen con disimulo o, para retomar el gesto autorreferido en el libro, como el elogio sesgado de Borges sobre autores cuyas ciertas obras evita mencionar porque, plagiariamente, está tramando con ellas su genealogía, de manera semejante, el conjunto de estos cuentos va tramando en sordina una reflexión sobre lo que significa escribir literatura, cuando nos tentamos con sujetos carismáticos -como Berg- o situaciones tan seductoras -como sus historias- estacionados en la burda realidad. Amañada con esta nutrida densidad de tradiciones y estrategias, la escritura elige encaminar y pensar sus propias (re)formulaciones; así, como en la categórica imagen del uróboro, la autosuficiencia literaria se muerde la cola en este último libro de Soberón.

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