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ISSN 2684-0626

 

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La lengua como lugar

Teresa Mimí Geréz |

El cuento “El intérprete” de J.J. Saer trata  de la evolución de un personaje inmerso en la dolorosa intersección de dos lenguas, más que de una anécdota o historia en particular.  El narrador en primera persona, desde la segunda frase del cuento, dibuja a través del espacio físico, el espacio psicológico donde se desarrollará el verdadero conflicto: el interior del personaje.

” Cuando me paro y miro para atrás veo la guarda entrecruzada de mis pasos que atraviesa intrincadamente la playa y viene a terminar justo a mis pies.”

Su evolución será en y a través del lenguaje, desde que es nombrado por otros con un nombre extraño hasta que es dejado de lado luego de haber sido el intérprete en un falso juicio que llevará a la desolación a su pueblo.

“dejé de ser la criatura desnuda (…) y empecé a ser Felipillo, el hombre dotado de una lengua doble, como la de las víboras”.

Ya en el presente del relato, el personaje se define como “un indio viejo que vaga por la selva en silencio”, silencio que es una especie de síntesis aturdidora y terrible para este hombre atrapado entre dos lenguas antagónicas, dos cosmovisiones, dos mundos posibles.

El semiólogo ruso Yuri Lotman, en La estructura del texto artístico: “Para Kafka, el canto de las Sirenas es sin duda peligroso, pero mucho menos peligroso que su silencio, estas tienen un arma más terrible que su canto: su silencio. Aunque nunca ha sucedido, es quizás imaginable que alguien se haya salvado de su canto, pero de su silencio, no.”

El protagonista Felipillo es poseedor, por un lado, de la lengua del invasor, y por otro, de su lengua materna, originariamente identitaria, “la palabra antigua con la que mi madre me llamaba al adormecer”.  La lengua segunda siempre mantendrá para él un carácter puramente utilitario y más aún, servil. Así describe el yo narrativo a la primera sensación de imposibilidad de dar una interpretación semántica a las palabras de esa lengua extranjera.

“…después, lentamente, me enseñaron su lengua.  La vislumbré gradual, y hacia mí, Felipillo, las palabras avanzaron desde un horizonte en el que estaban todas empastadas, encimadas unas sobre las otras para ser, otra vez, como los barcos, puntos negros, filigranas de hierro negro, y por fin una selva de cruces, signos, palos y cables desagregándose de un grumo hirviente como hormigas despavoridas de un hormiguero”.

Esas palabras extrañas -dice el protagonista-“repercuten en mí como en un pozo seco y sin fondo”. También son “como flechas y se clavaban en mí resonando”.

Lotman define la lengua natural como el primer sistema de modelización sobre el cual se asentarán los demás sistemas de modelización-que él denomina secundarios- tales como el arte y la cultura en su totalidad, y que se construirán “a modo de lengua”, y la considera “no sólo uno de los más antiguos, sino también el más poderoso sistema de comunicaciones en la colectividad humana”.  Su concepto de semiosfera bien puede aplicarse al mundo psicológico del intérprete que aquí se ve reducido paradójicamente a un espacio-frontera de puntos que pertenecen a ambos mundos semióticos y que actúa como filtro y traductor de los actos comunicativos.

Dice Lotman en Entretextos: «El límite, precisamente, es un concepto y una metáfora a la vez». ¿Qué ocurre en un límite? Pues que dos “cosas” diferentes a la vez se tocan (se juntan) y se separan, y ese movimiento doble es el que posibilita el reconocimiento de lo uno, la individualidad, y la certidumbre de que tal individualidad es en el fondo simplemente la oposición al otro, carece de otra sustancia que no sea esa diferencia.

“Me siento como atravesando una región en la que hay zonas diurnas y nocturnas, alternadamente, como el gallo que canta a deshora, como el bufón que improvisaba (…) una canción que no estaba hecha de palabras sino únicamente de ruido”

Ruido que se opone a la lengua “que la voz le arranca a la sangre” en boca del indio.

No puedo dejar de citar otras imágenes tan llenas de poesía para expresar ese extrañamiento respecto de esa lengua utilitaria: “Cuando los carniceros empezaron a construir su ciudad, hicieron una pared gruesa de adobe y la pintaron de blanco (…) Pienso que la lengua carnicera es para mí como esa pared, compacta, inútil y sin significado y que me enceguece cuando la luz rebota contra su cara estragada y árida”.

Luego del aprendizaje de otro idioma por parte del intérprete, todo se desarrollará en un borde para él: primero será “el borde blanco, intermitente, de espuma blanca, (que) separa la extensión amarilla de la playa de la celeste del mar”; luego será la pared que separa el pueblo de los “carniceros” del de los restos de su aldea. Finalmente, ese borde se consolida y termina de dibujarse en su propia persona como un límite objetivado, personificado.

Felipillo declara en su presente narrativo: 

“Yo fui el intérprete (…) yo fui la línea de blancura, inestable, agitada, que separó los dos ejércitos formidables, como la franja de espuma separa la arena amarilla del mar”

Aunque se permite la concesión de la duda, su autocondena de traiciones implacable e irrevocable. 

“¿Entendí lo mismo que me dijeron? ¿Devolví lo mismo que recibí? (…) Mi lengua fue como la bandeja doble sobre cuyos platos elásticos se asentaban cómodamente la mentira y la conspiración” (…) Proferí la sentencia, como un chorro de agua que se sorbe, se gargariza y después se escupe”

El desenlace de este proceso evolutivo no es extraño en la narrativa de Juan José Saer: el cuestionamiento sobre la lengua como medio para comunicar, la opacidad del lenguaje, su ambigüedad está también muy presente en su novela El entenado, pero de modo inverso.

Finalmente, como lectora que empatiza con el yo narrativo, quiero creer que el recuerdo de la voz de su madre llamándolo a su hogar es como un hilo de luz que salva de la muerte en vida a este indio atormentado quien se autodefine como “un hombre viejo encorvado bajo la bóveda de voces enemigas que se extiende interminable sobre mis ruinas comidas por la selva”.


Imagen de portada: Julio Escalona

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