Por Pablo Lucer |
Siempre para semana santa recuerdo lo que me contaba mi abuela acerca de las víboras volando. Me decía que en el paraíso corría un viento tibio que hacía levitar todas las cosas. Eva caminaba desnuda entre los manzanos. La fruta no la tentaba. Buscaba pequeños hongos escondidos en las hendiduras de los árboles sin edad. Caminaba pisando apenas el pasto repleto de rocío. Un sol difuso esmerilaba la imagen. Miraba alrededor buscando un lugar para sí misma. Se sentía muy sola. Algunos pájaros se acercaban revoloteando cerca de su cabeza. Un par de arroyos traslúcidos dejaban ver renacuajos que luchaban contra la corriente. El día aparecía de repente y se retiraba sin aviso. En la oscuridad la brisa era más fresca y todo lo que flotaba -repetía mi abuela cada jueves santo- tocaba el piso, lo probaba. Echada en el suelo Eva descubría el contacto con la tierra húmeda, el olor a descomposición de las hojas caídas.
Adán paseaba sin rumbo. Caminaba dubitativo a trasluz de una luna menguante. Durante el día estaba escondido en el follaje de los abedules. Leve, temeroso, encontraba en el aire tibio que le coloreaba las mejillas, el aliento de Dios, el abrazo ausente, la dulzura. Una cicatriz en el costado le picaba y ardía todo el tiempo. Un ciempiés rojizo con relieve. Sentado en el suelo fresco podía ver las alimañas correr hacia todos lados. Un poco más allá unas jirafas caminaban por un desierto breve, cortado por palmeras. En este punto mi abuela dudaba un poco en seguir con el relato. Algunos años contaba todo de un tirón; otros, como éste, dejaba una inquietud flotando y se iba a la cocina a lavar platos y ollas y a fumar mirando la calle vacía desde la ventana. El resto de la familia tomaba café en el living. Yo la seguía cruzando el patio con plantines de rosas blancas hasta encontrarla apoyada en el alfeizar. La observaba desde la puerta con cortinitas cuadrillé, a la espera de que continuase. Era viernes.
Abel y Caín jugaban a atrapar víboras con un palo. Corrían entre cercas de pinos y bellotas caídas. Algunos animales avanzaban por las pasturas, deslizándose entre suaves ondulaciones, apareciendo y ocultándose a la vista de Adán. La casa, repleta de flores en el techo, estaba en una esquina. Un sendero apisonado conducía a la puerta de entrada, con una enredadera multicolor meciéndose hacia los costados. Eva miraba unos insectos posados en el mesón de madera. Los veía escarbar en las nervaduras buscando algunas migas coladas, dispersas. Escuchaba gritar a los niños cada vez que una víbora caía al piso y la machacaban en el suelo, con violencia y fervor. Una mancha roja teñía el verde. Adán levantaba un brazo en señal de protesta, pero no emitía palabra. Volvía a sus tareas rutinarias. Cortaba madera y fabricaba un montón de cosas esparcidas en el piso, algunas sin forma ni utilidad. Hacía lo que le dictaba su imaginación- aclaraba mi abuela, cuando le preguntaba por esas cosas sin sentido arrumbadas en todas partes.
Aunque sabía cuál era el siguiente episodio, nunca apuraba el relato. Esperaba a que ella caminara por la cocina vacía, doblara unas servilletas de tela y las guardara en el cajón del mueble. Mi tía Mecha decía que la abuela siempre dramatizaba todo, que con una nube espesa cubría hasta los hechos más triviales y comunes. La tía le discutía a la abuela casi todo lo que decía. “Así no mamá. La tía Cuca murió hace diez años, no pudiste verla ayer conversando en el jardín con Horacio”. Así todo el tiempo. Y mi abuela componía la cara, se acomodaba el rodete y le decía: “Igual a tu papá. Igualita.” Con esa sentencia terminaba todas las discusiones con la tía. Después hacía como si yo no estuviese esperando que retomara la historia. Ponía la pava en la hornalla y preparaba el yerbero y el mate. A veces levantaba la mirada y me decía: “Acercate”. Juntaba una silla a la de ella y quedaba en suspenso unos minutos. Toda la infancia resumida en esa espera.
—“Tu abuelo y yo fuimos un desencuentro. Sé que no vas a entender mucho, ni siquiera sabés como acomodarte la pollera para que tus primitos te miren más. Pero noto tu carita evasiva, tus ojos encendidos cuando llega Mecha con Julián. Salís corriendo al baño y demoras un montón esperando que alguien te extrañe y pregunte por vos. Yo hacía lo mismo con tu abuelo. Pero él era mucho mayor que yo. Me encerraba en mi habitación y corría al secreter a buscar mi cuadernito repleto de corazones negros. Escribía el miedo que le tenía, esa mirada repleta de espinas, que quería rasgarme, herirme”.
Estábamos solas en la cocina. Los hombres fumaban y tomaban un whisky o un oporto en la sala mientras las mujeres conversaban en alguno de los dormitorios. Llevaban una bandeja con una tetera y tacitas de porcelana y masas que le había regalado a la tía Marta alguno de sus amantes. Presumía de su liberalidad con su hermana y cuñada. Contaba de las escapadas a Las Termas con fulano o la noche en el Hotel de San Javier con algún otro. Todas reían de manera amortiguada. Los hombres miraban con recelo esas reuniones y tenían la idea de que Marta era una mala influencia para Mecha y Gringui. Pero ellos también hablaban de otras mujeres, con menos cuidado. Eso me contaba Julián que siempre andaba por ahí mirando tele con las manos en los bolsillos y granitos en las mejillas. Unos pocos pelos ralos le manchaban la cara. Miraba un programa con chicas en malla que emergían de piletas con pelotas gigantes sobre sus cabezas y los cuerpos perfectos empapados de muchachos musculosos en trajes de baño multicolores. Me decía que soñaba con ser bañero y rescatar todas esas mujeres hermosas en playas de mar turquesa. O viajar por el mundo como explorador – igual que en esas revistas de National Geographic que coleccionaba Horacio – acercándose a animales crueles y peligrosos, insensibles pero hipnóticos. Seguro solo dijo salvajes, pero yo agregaba adjetivos para volver sus sueños aún más increíbles y admirables.
El sábado mi abuela madrugaba y esperaba que el señor despierte del sueño profundo. Yo la acompañaba en la ceremonia. Tomábamos mate mirando por la ventana de la cocina mientras afuera, poco a poco, el mundo recobraba actividad. Veíamos pasar los primeros colectivos con gente que seguro iba al centro para desayunar cafés con leche y churros o medialunas calientes. Encendía unos inciensos que perfumaban el lugar con un leve olor a chocolate. Traía las tostadas a la mesa y me untaba dulce de leche en la más quemadita. Prendía la radio, pero todavía, para mi enojo, sonaba música sacra.
—“Es la pasión de Johannes de Bach. A tu abuelo le gustaba y lo emocionaba de verdad. Para mí esos coros eran todas las voces atoradas que tenía en el cuello. Quería salir al patio y gritar hasta que la garganta fuera un río pedregoso, hostil. Pero callaba, siempre callaba y fumaba en esta ventana”.
Tomaba los mates chupando la bombilla con fuerza, ahuecando los cachetes hasta pegarlos a la dentadura. Un rugido en miniatura anunciaba que debía cebarlo de nuevo. Llevaba siempre vestidos floreados, entallados y una campana amplia se abría desde la cintura. Medias cancán y unas zapatillas abotonadas. Olía a colonia limón y talco Polyana, abundante en el cuello y los brazos.
Los domingos venían otras tías y tíos y otras primas y primos. Lejanos. Era el momento de acercarme más a Julián que tampoco los soportaba. Iban a los últimos años de secundaria y nos miraban como a peces exóticos, encerrados en la pubertad. Hablaban mascando chicles. Cuando éramos más chicos nos obligaban a besarnos atrás de una cortina que separaba la pieza de los cachivaches con el patio. Después atropellaban el comedor, donde estaban todos esperando que salieran los primeros platos de ravioles con salsa, gritando:
—“¡Están de novios, están de novios!”
Yo corría hasta la cocina buscando alguna mirada que me reconforte, una caricia en el pelo, algo. Pero mis tías estaban ocupadas quejándose de mis tíos y mi abuela colaba la pasta en un colador gris de aluminio. Después pasaba los platos con arabescos en los bordes para que tía Mecha les pusiera salsa y un pedazo de carne mechada. Julián estaba sentado en el patio, abrazado a sus rodillas y estiraba unas medias de fútbol, con la cara enrojecida de furia y lloriqueando. Unos mocos espesos caían sobre la camiseta de San Martín que le habían regalado hacía poco para su cumpleaños.
Julián volvía del baño después de lavarse la cara y cambiarse la camiseta por una remera naranja. Entraba corriendo al comedor y les tiraba de los pelos a cada una de las primas, con fuerza. Recuerdo el enojo de tía Mecha y la cachetada que le dio delante de todos. Julián salió para su cuarto agarrándose el costado marcado con los dedos y se pasaba el índice por el cuello señalando a cada una. Con los años dejaron de venir y en la casa estaban para esos días los hijos de la abuela, Julián y yo.
La tarde de domingo, cuando el viento se levantaba desde la avenida y las nubes acentuaban el otoño, mi abuela salió por el portón de entrada, envuelta en un chal azul, descalza, enfilando para la esquina. Los tíos estaban atentos al partido de fútbol en la televisión y mis tías arreglaban la mesa del comedor y preparaban el mantel para la merienda. Quise caminar atrás de ella, detenerla, pero un cuaderno Rivadavia de tapas duras que tenía una cinta azul rematada en un moño como señalador me detuvo. Al lado un sobre con el perfume inconfundible del talco y unos garabatos en los que podía leerse: “para Horacio, si vuelve”. No quise tocar el sobre, pero sí abrí el cuaderno, donde tenía escrita una sola frase atrás de una foto de mi abuelo: “las vírgenes son incandescentes por eso llegaste hasta aquí”.
Eva sollozaba en los rincones del patio de abedules. Los mellizos solo tenían un pasatiempo: apalear a las víboras que, con el paso de los años, cambiaron su vuelo elegante, pero a poca altura, por el reptado. Ellas conocían su tristeza y eran de los pocos animales capaces de hablar. Charlaban durante mucho tiempo, cuando Eva realizaba sus paseos por los bordes del desierto, cerca de las palmeras. Alguna vez quiso aventurarse un poco más allá, seguir las huellas de las jirafas que se perdían en el horizonte. Las víboras, sapientes a fuerza de golpes, le aconsejaban no dejar el jardín. Adán había seguido el vuelo de unos pájaros que había soñado, igual que la voz atronadora que le ordenaba ir con ellos. Azazel lo acompañaba, aniñado y deforme, siempre tomado de su mano, cariñoso, incapaz de reconocer el rechazo que producía. Se hamacaba en ramas bajas de higueras grises y mustias. Solo las víboras se le acercaban y le producían cosquillas en las mejillas peludas con sus lenguas vivaces.
Eva quedó a cargo de todo. Amasaba panes enormes que el sol cocinaba. Retomó el oficio de Adán y construyó una especie de trineo para ser tirado por las jirafas errantes. Una mañana el jardín completo no la extrañó. Solo quedaron Abel y Caín, con sus garrotes manchados de sangre y una sonrisa burlona en la cara.
Imagen: Raúl Soldi
Ignoto y marginal (por vivir fuera de las 4 avenidas). Casi extramuros y talitense. Un día Pablo prendió la PC y empezó a escribir, como si alguien le dictara cosas. Así terminó varios cuentos y tiene una novela a medio hacer que promete finiquitar pronto. Tucumano. Bubysta (por el «Buby» Perrone). Hincha de Racing.