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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Las señoritas y los llanos

Por María Lobo |

Dice Georges Didi-Huberman que en el acto de ver está implicada una paradoja: todo aquello que vemos es, al mismo tiempo, una imagen que nos mira. Porque nuestra visión se topa con un cuerpo. Más precisamente: ese volumen que vemos tiene la forma de una tumba que nos viene a recordar que un semejante ha muerto, que un cuerpo idéntico al nuestro ha sido vaciado. Por eso, para él, al mirar nos encontramos con un volumen siempre dotado de un vacío, una tumba que nos habla de las cosas que se han perdido. Hay, entonces también, por lo menos dos maneras de ver. Una: evitar la mirada de esa tumba que nos mira y ser la persona de la tautología, aquella que recusa las latencias del objeto aunque esas latencias sean evidentes y arrojen sus lanzas por todos lados; permanecer en la experiencia de lo visible. La otra es dejar que las tumbas nos claven la mirada; hacer silencio: que los volúmenes nos recuerden. Mirar —leer— desde la propia memoria. Atravesar los dolores frente a las tumbas. Así, desde esta actitud —la de dejarse observar, la de oír las latencias—, para algunas personas que no vivimos en una ciudad capital, ciertas imágenes son tumbas que nos hablan de un modo bien específico. Si la maravillosa Laura Ramos escribe un libro que narra la historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina para fundar y enseñar en las escuelas normales, y si en ese libro Tucumán aparece todo el tiempo como un espacio que se construye a través de los relatos de estas maestras, mis ojos ven en ese libro una tumba. Se me aparecen, esas páginas, como un cubo de cemento que emerge de la tierra para decirme que quizás, por aquel entonces, en el tiempo de las señoritas, ya estaba escribiéndose una narración imaginaria que permanece: la narración cargada de los adjetivos que, desde las ciudades capitales, se utilizan desde hace ya siglos para definir a la provincia —peligrosidad, haraganería, suciedad, atraso—. Y si Federico Falco escribe una novela sobre un escritor que abandona la gran ciudad y va a recluirse en una casa campo adentro para transitar allí el duelo por una separación, mis ojos, pues: la tumba. Los llanos se revela ante mí como una imagen que me mira y me dice que allí, en esas páginas, con una honestidad pacífica y al mismo tiempo dulce —al mismo tiempo política y personal—, Federico ha escrito acerca de la consecuencia silenciosa de esos adjetivos capitales.

En una breve introducción al fascinante mundo de Las señoritas —un universo que se hilvana a través de las cartas que las maestras escribían a sus familias—, Laura Ramos nos cuenta la génesis de uno de los proyectos educativos que Sarmiento puso en marcha incluso un tiempo antes de llegar a la presidencia: la idea de traer dos mil maestras norteamericanas para civilizar a las provincias de nuestro país. En 1865, justo cuando la Guerra de Secesión ha terminado, Sarmiento es el Ministro Plenipotenciario de Argentina y, en misión diplomática, está pasando una temporada en Estados Unidos. Se convierte así en testigo de un momento particular en la historia del país del norte: el presidente Lincoln ha sido asesinado y la nación debe reorganizarse. Es el momento en que aparecen proyectos como el Freedmen’s Boureau, que tenían la vocación de civilizar a los incivilizados: el Freedmen’s, en efecto, es un programa que envía maestras al sur para educar a los esclavos libertos y a la población blanca de pobres recursos. Dice Laura que Sarmiento pudo haberse inspirado en esos proyectos cuando ideó el traslado de las señoritas norteamericanas. Él creía en la necesidad de llevar civilización a los territorios que concebía como salvajes. Creía en el concepto de salvaje. Lo creía y lo escribía. En las páginas de Las señoritas, encontramos la transcripción de un artículo que El Nacional le publicó a Sarmiento en 1876: “Por los salvajes de América siento una invencible repugnancia sin poderlo remediar. Esa canalla no son más que unos indios asquerosos a quienes mandaría colgar si ahora reapareciesen. Lautaro y Caupolicán son unos indios piojosos, porque así son todos. Incapaces de progreso, su exterminio es providencial y útil, sublime y grande. Se los debe exterminar sin siquiera perdonar al pequeño, que tiene ya el odio instintivo al hombre civilizado”. Esa introducción narra también cómo, durante los tres años que pasó en Estados Unidos, Sarmiento supo forjarse amistades con figuras importantes de la cultura norteamericana, entre ellos Horace Mann, considerado como un gran innovador de la educación primaria en Estados Unidos. Fue a través de la viuda de éste, Mary Mann, con quien Sarmiento trabajó para concretar su proyecto de importar maestras a nuestro país. En 1866 ya había conseguido que el gobierno pusiera en marcha el plan y así fue como dos años después, cuando él se convirtió en presidente, el programa se hizo realidad. Mary Gorman, la primera de las señoritas norteamericanas —finalmente fueron sesenta y una y no dos mil, como había imaginado Sarmiento— llegó al puerto de Buenos Aires en 1869.

Las señoritas no es una simple reunión de cartas; el trabajo que ha hecho Laura con ese material al que tuvo acceso es brillante. El libro, en efecto,  nos hipnotiza de un modo casi inexplicable a partir de las imperdibles narraciones en primera persona de esas mujeres que emprendieron travesías oceánicas y cruzadas en carreta por rutas desconocidas: de Boston a Buenos Aires en el Maskelyne; de Buenos Aires, en tren, a Rosario; luego el vapor hasta Paraná, donde un buque atraca “a varios metros del puerto, en medio de la corriente, a las tres de la mañana”. Un profesor de inglés que va a buscarlas a esa hora, en “un bote a remo que apenas se distinguía en la bruma gris de la madrugada”. Ya en tierra, un coche de caballos las lleva “por más de un kilómetro en subida, entre barrancas, a un hotel regenteado por un francés”. El destino, “una pieza oscura y maloliente”. Imágenes de ensoñación. Pero también una minuciosa reconstrucción histórica. Un diálogo entre las vidas privadas y el campo cultural que recuerda al siempre deslumbrante trabajo de Carlo Ginzburg y su método indiciario —El queso y los gusanos: cómo lograr que los testimonios de un molinero del siglo XVI, juzgado por la inquisición, se convierta en una pieza histórica acerca de la cultura popular en la Edad Media—. Inexplicable, entonces, no tanto: está la imponente habilidad de Laura para hacer ese pasaje que va desde la intimidad de unas señoritas norteamericanas hacia el momento histórico que nos pertenece, que nos habla de un pasado en el presente. Un lugar que reconocemos aunque el tiempo parezca haberse evaporado.

La reconstrucción histórica que emerge de Las señoritas, además, se despliega en tres líneas. La primera nos permite espiar cómo era el lugar que ocupaban las mujeres en el mundo cuando promediaba el siglo XIX. Y allí están las historias como la de Sarah Eccleston, una joven nacida en el estado de Pensilvania que se convirtió en la oveja negra de su distinguida familia a fuerza de contrariar los deseos maternos. Tres veces los contrarió: uno, al anotarse en un curso de enfermería a los dieciocho años; dos, al casarse luego con un muchacho de salud frágil. Y tres: cuando, ya viuda, en lugar de volver a la casa de sus padres, decidió mudarse a Filadelfia para especializarse en la docencia. El siglo XIX es también un tiempo habitado por mujeres atravesadas por un rasgo particular; mujeres en sacrificio: “Durante la escritura de una biografía sobre la familia Brontë que hice entre 2009 y 2016 —dice Laura— me llamó vivamente la atención que el padre mandara a sus hijas a trabajar de gobernantas para sufragar los estudios y las prácticas de su hijo varón. Esa noción de sacrificio en la mujer, esa entrega del propio ser, no siempre voluntaria y a veces en franca disconformidad, volvió a aparecer en esta investigación”. Las señoritas de Sarmiento, en efecto, emprendían el cruce oceánico motivadas por el espíritu de aventura, pero había en esa aventura otra implicancia: la de trabajar en una tierra salvaje, con personas a las que ellas consideraban menos cultivadas, tal como puede leerse en la biografía se Sara Armstrong y de cada una de las maestras que viajaron al sur de América. Mujeres que se amaban, también, y allí está la historia de Mary Olive Morse y Margaret Collord, dos señoritas que eligieron a Mendoza para vivir una historia de amor que duró cincuenta y tres años y a la que solo la muerte de ambas, ocurrida con solo cuatro meses de diferencia, pudo poner punto final —y en realidad, tampoco la muerte acabó con ese amor; ni la muerte ni el fuego: a pesar de que el sobrino de uno de ellas incendió la Chacra en la que vivieron, quizás para quemar cartas y poemas que una familia religiosa no querría leer, la vajilla para dos y el tiempo que pasaron juntas supieron hablar por ellas—.

Una segunda línea de lectura, en tanto, nos permite reconstruir algunos rasgos de aquella etapa de la educación en Argentina, siempre vistos a los ojos de las señoritas —y allí está Florence Atkinson escribiendo sentencias definitivas: “no existe tal cosa como la justicia en este país”; “la falta de orden en la escuela es algo espantoso”; “muchos de los cargos de profesores son creados con el solo objetivo de dar a algún amigo del gobierno un salario por nada. Por ejemplo, fue nombrado profesor de gimnasia un hombre que nunca había visto ni oído nada sobre el tema (…); en otras palabras, iba a recibir un sueldo por seis meses por absolutamente nada de trabajo. Eso es un ejemplo de honestidad de acuerdo con la idea argentina, con lo cual no es extraño que los estudiantes del colegio aprendan poco”—.

Y luego está la tercera línea de lectura —que es, probablemente, mi propia tumba—: Las señoritas puede leerse también como la historia de un encuentro entre dos culturas o la historia de lo que ha ocurrido desde siempre, cada vez que una persona civilizada llega a lo que es, para esa persona, un espacio salvaje; una historia de cómo fueron consolidándose una serie de palabras que tanto hemos oído —una historia de los adjetivos: peligroso para describir los lugares como el norte argentino; haragán, perezoso y sucio para decir cómo son las personas que no viven en grandes capitales; barbarie para definir el todo de aquellos territorios del otro lado del límite; indio: indio salvaje—. Esas palabras que las señoritas eligen para referirse a las provincias y a las personas que habitan allí no pueden ser para mí sonidos de un tiempo y un lugar lejanos: esas palabras son tumba, una herida visual, “pura emoción, desplazamiento” hacia situaciones que me resultan profundamente reconocibles —Didi-Huberman—. Un bloque de cemento que habla de mi lugar y de lo que soy —la provincia, una persona en ese territorio salvaje—. Ahí están las maestras para definir; definiciones que parecen incrustadas en la psiquis de las personas de un modo profundo. Y ahí está mi tumba: en esos adjetivos, en las definiciones. A cada párrafo de Las señoritas, el subrayado de esas líneas que duelen. Ahí está Mary Conway, destinada a Tucumán, un lugar “a más de mil kilómetros de Buenos Aires en la peligrosa ruta hacia el norte (…). No podría haberse escogido una maestra peor calificada y con menor vocación misionera que Mary Conway para ese destino. Educada para brillar en bailes y salones de alta sociedad, era difícil que pudiera apreciar la exuberancia y belleza de las selvas subtropicales, de los valles Calchaquíes o de la sierra de Aconquija”. Resultado: sus cartas hablan del “despreciable lodo y las sucias chozas de paja”; Mary Conway se quiere ir, abandonar aquella tierra de habitantes “haraganes, soñolientos, incapaces y débiles”. Y ahí está Sarah Boyd, otra maestra que también había venido a parar a Tucumán, —una ciudad a la que el libro define por lo que no es: San Miguel es un lugar no-moderno como el resto del interior, “pobre y atrasado en relación con la ciudad-puerto de Buenos Aires”—. Los sentimientos y los adjetivos de Sara Boyd: “Hay días en que nos sentimos con el ánimo agobiado por la barbarie que nos rodea. Lo vemos en las calles. Lo experimentamos al tratar de conseguir sirvientes que no sean absolutamente insoportables por su suciedad e incapacidad para cualquier trabajo”. Ahí están las señoritas, debatiéndose entre el desprecio y la condescendencia. Florence Atkinson y esa actitud tan reconocible para quienes no vivimos en las capitales: la sorpresa por parte de quien nos mira, ese no creer, ese haber descubierto que puede existir un ápice de civilización entre los salvajes: “Aunque vive en casas tan miserables y come pobremente, a esta gente la gustan mucho los vestidos y tienen amor por lo bello, especialmente por las flores, que cultivan con el mayor de los cuidados”. Florence, de la condescendencia al desprecio en cuestión de segundos, a la definición de las personas por la diferencia, por lo que no son, no-ciudad, no-personas —siempre, siempre, en torno al plano semántico de lo salvaje: “La gente aquí nada como los indios, no como lo hacemos en casa”—. Las cartas de las señoritas son un festival de adjetivos y definiciones; tumbas que siempre vuelven para nosotros.

Nosotros. A propósito de su nuevo libro, Huaco retrato —que trabaja en torno a la figura de las personas latinoamericanas paridas en el choque civilizatorio, es decir, que tienen en sus orígenes “un componente cholo y uno blanco”—, dice Gabriela Wiener: “Es la historia de muchísimas personas en nuestros continentes que son producto de ese choque, cuyo componente de violencia siempre se quiere esconder, es algo que no se espera discutir, porque lo que ha colado, el relato que ha triunfado durante siglos ha sido el de un mestizaje en que una cultura potente, iluminada, culta e ilustrada, va y ofrece cultura, arte, lengua, evangelización a la otra, que básicamente es un página en blanco. A eso le llamo yo etnocidio, lo llamo lo borrado”. Gabriela viene a denunciar, en este nuevo libro, una violencia. Viene a decir que, día a día, hay personas que, por el solo hecho de haber nacido en una ciudad que no es capital, en un lugar incorrecto del mundo, somos menos capaces, incluso inferiores; no somos como deberíamos ser, como el sujeto, si se quiere, puramente blanco de las capitales. Hemos nacido en una ciudad pequeña y solo por esa razón estamos inmersas en un día a día en el que esa diferencia nos es recordada a cada paso. Un recuerdo que es siempre violento, aun cuando se pretenda constructivo, amable, silencioso. Una situación que, a pesar de ser tan palpable, tan evidente, no parece despertar rebeldías —no vemos movimientos ni grandes manifestaciones, no hay grandes titulares que digan que esos adjetivos que nos descalifica son construidos, injustos; no vemos siquiera la voluntad de denunciarlo, ¿y a dónde van a parar los sentimientos de esas personas que hemos nacido fuera de las capitales y a las que se nos recuerda todo el tiempo que por esa razón somos distintos,  inferiores?—.  Dice Gabriela, al explicar un poema que está dentro del libro y que habla sobre el castellano y los migrantes: “Creo que Pachilandia, que es el nombre del poema, quiere recoger esas microagresiones que son tan micro, en realidad, sino que son sutilezas del racismo en especial en las lenguas, en nuestros castellanos, que es algo a lo que una emigrante sudaca se enfrenta nomás llegar a España (…). A mí me interesa hablar de cómo es esa cotidianeidad en la que somos corregidas, editadas. Siempre hay un trato como de infantilización o de menor de edad al que tienes que decirle cómo es el verdadero español y cómo se tiene que hablar. Incluso hay más sutilezas”. Dice más, Gabriela: “Todavía me tocan en la cabeza y me dicen qué bien que hablas. Hay como una sorpresa, una admiración de que de esta cara de huaco pueda salir algo más o menos articulado (…). No hay persona que no se eche en un diván para hablar de lo marcadas que estamos con el racismo, cómo todavía marca nuestras vidas, la forma en que nos miramos al espejo”. Y dice, Gabriela: “Pienso que así como hemos analizado la violencia sexual con la que llegamos a la pareja, es hora de mirar la violencia racista que hemos recibido”. Nosotros: Gabriela está hablando de quienes tienen un rasgo mestizo y por esa razón son el objetivo cotidiano de las sutilezas, desprestigiados, microagredidos, tratados como niños a los que hay que enseñar cómo es el mundo; con sutileza, también son seducidos para dejar de ser lo que son, para borrar ese origen que nunca es correcto a los ojos de los descendientes de las señoritas, los civilizados. Pero es fácil reconocerse en ese diván, porque Gabriela también está hablando de un nosotros mucho más amplio, en un mundo en el que el hecho de haber nacido en una ciudad capital pareciera funcionar como una garantía de virtud, y lo contrario, el haber venido al mundo en una ciudad no-capital, es el equivalente a un defecto. No importa si tu cara es más o menos blanca u oscura: en nuestro país, basta con que hayas nacido fuera de la capital para ser el destinatario directo de esas mismas sutilezas: la referencia a nuestra forma de hablar, la suposición de que no sabemos cómo es, en realidad, el mundo —o que no hemos visto lo que se supone que es el mundo—; la sorpresa de que, a pesar de haber nacido en la provincia, podemos decir algo más o menos articulado. Al diván llevamos,  nosotros, la resignación frente a las microagresiones que naturalizamos.

En su última y bellísima novela, Federico Falco viene a hablarnos de estas personas: las no-centrales, las nacidas en los lugares equivocados, y cómo esas personas hemos naturalizado hasta el punto más triste de lo triste los adjetivos para descalificarnos. Lo mismo que Las señoritas, Los llanos es un libro con varios libros adentro. Puede leerse como el diario íntimo de un escritor —llamado Federico— que se autoexilia en un pueblo rural del interior de Buenos Aires para entender cuándo o de qué manera el amor entre él y Ciro dejó de existir de un día para otro. O puede leerse desde la tumba y encontrar en Los llanos esa mirada que Gabriela Wiener reclama como urgente para un mundo en el que la actitud colonialista, en palabras de la autora, “está vivita y coleando”: una mirada que se detenga en esa violencia racista que recibimos. Desde la tumba, Los llanos puede leerse como un libro que, bajo la forma de las ascuas tibias y apenas perceptibles, viene a decir cosas sobre un tema del que no se habla porque es, quizás, el tema más incómodo —poner en evidencia que el mundo se mueve a tracción de las personas capitales que adjetivan, sin razón ni lógica, todo el tiempo, a los otros—; —decir que esa adjetivación lleva siglos provocando estragos—. Y ahí está el protagonista de Los llanos, nacido en una provincia, autopercibiéndose como una persona inferior, en desventaja respecto de los superiores —los nacidos en las capitales—. Escribiendo, sin darse cuenta, una historia no ya de los adjetivos para descalificar al interior —peligroso, haragán, perezoso, sucio, incluso provinciano: en nuestro país, provinciano es un adjetivo para indicar que algo es culturalmente inferior, sino un testimonio personal pero también colectivo que pone en evidencia hasta qué punto esos adjetivos se instalaron en la imaginación de nuestro país para referir a todo lo que proviene de esa masa informe a la que, desde el centro, se define como el interior. Quiero decir: Los llanos es un libro especialmente conmovedor porque pone en evidencia que a esos adjetivos los usamos para pensarnos y definirnos incluso nosotros, los provincianos. Quiero decir: Los llanos viene a dar testimonio de que no es solo que esos adjetivos son lanzados como microagresiones por otro a los provincianos, sino más: cada vez que los provincianos nos miramos al espejo, esas palabras aparecen y las usamos para definirnos como lo que somos y lo que no somos. Quiero decir: hay en Los llanos una historia de la naturalización de los adjetivos. Quiero decir: Los llanos es una historia de las consecuencias, de lo que los adjetivos han hecho de nosotros: personas que miramos todo desde abajo, sumergidos en las aguas de la vergüenza, personas que permanecemos en el mundo en un lugar que nosotros mismos, a causa de tanto adjetivo, realmente experimentamos y vivimos como un espacio inferior.

Así ven los ojos de Federico, el narrador de Los llanos: ojos que han sido marcados por los adjetivos. Ha nacido en Cabrera y entonces Cabrera es un pueblo al que él siempre ha considerado incompleto, porque así es como se lo han hecho creer los adjetivos. Por esa misma razón, Federico se ha visto empujado a salir de allí, de ese pueblo imperfecto. Abandonar Cabrera porque eso es lo que mandan los adjetivos: de esos lugares hay que irse para poder ser algo mejor de lo que las personas pueden llegar a ser en un pueblo. Abandonar no: escapar: de esos pueblos la gente no se va: se escapa: “Vi esa película hace décadas, en un cineclub, ni bien llegado a Córdoba, apenas me había escapado del pueblo”. Porque esos lugares, a fuerza de adjetivo, están incompletos respecto de la capital. Cabrera, Zapiola —el pueblo al que se va después de haber pasado años en Buenos Aires y haber roto con Ciro—. Esos pueblos. Federico los piensa siempre a través de los adjetivos con los que las señoritas del mundo le han machacado; no puede mirar las cosas de otro modo. Por eso, cuando tiene que describirlos, dice: “Zapiola es de esos pueblitos que nunca llegaron a ser del todo”; “lugares de mala combustión” (aquí la novela cita a Alicia Genovese, una especialista en definir a las periferias desde los adjetivos del mandato, herederos de las señoritas del mundo); “Dios siempre está en lo alto. En el Antiguo Testamento, allí donde hay una montaña, es donde Dios se encuentra. En las cumbres, las nubes tapan la cima. Ese es el lugar para reunirse con Dios: las nubes, la niebla. Los que viven en el llano, viven con Dios lejos, viven mirando para arriba (…). La vida en el llano, sin posibilidades de salir, sin alturas a las que subir para encontrar lo sagrado (…). En la pampa no vemos a nuestros vecinos. No tenemos altura para ganar en distancia. La horizontalidad. La pampa como el lugar donde estamos perdidos”.

Quiero decir: en Los llanos, los adjetivos dejan de ser solo palabras y se transforman en imaginarios de orden, en mandatos. Y todos sabemos qué pasa cuando una idea imaginaria pasa a ser mandato: se convierten ideas reales, porque son las que las personas usamos para pensarnos a nosotros mismas. Se convierten en las ideas que nos ordenan cómo ser y no ser, qué hacer y qué no hacer. Si Cabrera es un pueblo inferior, hay que escaparse hacia la capital, que es el lugar supremo. Y ahí está Federico, echando mano de los adjetivos sin siquiera enterarse de que lo está haciendo: “Me desesperaba imaginarme a mí mismo construyéndome una casa en este pueblo, envejeciendo aquí al son de las siembras y las trillas”; allí está Federico, temiendo a las cosas que nos hacen temer los adjetivos: “No era el miedo al aburrimiento, era el miedo al desperdicio. Escapar para aprovechar la poca vida que uno podía llegar a tener en suerte. Esa ansiedad de base: salir del pueblo, ver el mundo, aprovechar la vida, darle sentido como si sola, allí, por ya ser, mi vida no lo tuviera”; “leía mucho, todo el tiempo (…). Cualquier cosa podía ser herramienta para abrirse paso, para irse, para camuflarse con los locales cuando estuviera en cualquier otro lugar que no fuera Cabrera”; “Nada de lo que había acá servía”. Y allí está, Federico, mirando a la ciudad capital como el lugar superior, exactamente como se lo han machacado los adjetivos: “Quería una vida distinta, creo. Me atraía la delicadeza de esos lugares lejanos, ‘elegantes’, ‘perfectos’”; “Leía la revista que veía los domingos con el diario. Lentamente pasaba las páginas, miraba las fotografías, los espacios diáfanos, la luz sobre los objetos, la gente que vivía feliz en esos lugares lejanos, pulidos, nítidos hasta la perfección, puros”. Los adjetivos le han calado tan profundo que la sola idea de mudarse a la capital, al mismo tiempo que le resulta seductora, provoca en Federico un profundo miedo: “Ese miedo en las manos sobre el volante al entrar en Buenos Aires. El temblor. El cuerpo que tiembla. Qué estoy haciendo, qué es esto. Una locura. El estómago se contrae, las manos se crispan. Querer retroceder, olvidar, abandonar, pero obligarse a seguir adelante porque va a estar bien, va a estar todo bien”. Y llega entonces, Federico, a la tan ansiada Buenos Aires, a pesar de los temblores en el camino. Pero los adjetivos le pesan tanto que allí, en el lugar puro, no parece encontrar lo que buscaba, esa transformación del ser de pueblo en el ser citadino: “A veces, muchas veces, deseo ser siempre el mismo. Ser el mismo en el pueblo, el mismo en la ciudad, el  mismo en el campo, el mismo cuando beso, el mismo cuando extraño, el mismo sembrando en la huerta, el mismo cuando escribo”. No parece haber tal pasaje de un ser a otro en la gran ciudad; hay, en cambio, un Federico que alcanza a sentirse él mismo solo cuando está en un no-lugar, solo cuando su cuerpo está de camino, en transición, atravesando las rutas que separan los sitios puros de los impuros: “A veces me parece que cuando más cerca estoy de lograrlo es cuando manejo solo en la ruta, a ciento veinte kilómetros por hora, suspendido en ese movimiento, entre la ciudad y los potreros, flotando sobre los campos de cultivo, sobre la soja que, bajo el sol, lenta mueve el viento”. Tan profundo, tan así; así son las consecuencias de los adjetivos.

Cuando una idea imaginaria se convierte en mandato de orden, las personas, a su vez, caemos presas de esas ideas: no vemos que vemos al mundo desde la óptica de esos adjetivos. Y allí está otra vez, Federico, mirando incluso a la persona que ama desde los ojos inferiores, viviendo una relación de pareja en la que él se siente en desventaja respecto de Ciro, —solo porque Ciro es porteño, ha nacido en el lugar superior—: “[Ciro] Había nacido y vivido siempre en Capital, pero la familia de su padre era de un pueblo pequeño de Santa Fe (…). Era porteño, pero sabía andar en bicicleta con una bandita de amigos a la hora de la siesta por un pueblo asoleado y vacío (…). Él sabía, conocía ese paisaje que yo, para poder ser, había dejado atrás, abandonado, había perdido (…). Nunca ocultó que le gustaban los chicos. Podía imaginármelo: el primo de Buenos Aires, el pequeño escándalo del pueblo, la admiración y el temor entremezclados. Cada diciembre llegaba con las noticias de último momento: qué ropa había usar, cómo había que peinarse (…). Podía imaginármelo, verlo con los ojos de pueblerino: el primer aro en la oreja que alguien había visto en los lejanos confines de la provincia, el primer piercing en la lengua (…), las chicas que se enamoraban perdidamente porque él era inalcanzable, hermoso, citadino”. Allí está, entonces, Federico, mirándose a sí mismo a través de los ojos del adjetivo, definiendo a su amor desde la ventaja del pueblerino —Gabriela Wiener: “Pienso que así como hemos analizado la violencia sexual con la que llegamos a la pareja, es hora de mirar la violencia racista que hemos recibido”; allí está, Federico: mirando el mundo de la pareja y apagándose, al mismo tiempo, en una violencia racista que lo deslumbra, que le impide ver qué es lo que está viendo; algo que le impide ver que esa sensación de inferioridad no es algo dado, sino construido a base de adjetivos—.

Finalmente, porque es una novela brillante, no todo es desolación en Los llanos. El personaje de Federico —ese hombre que ha mirado siempre a Cabrera como un pueblo incompleto— es protagonista de un movimiento inicial que es, en sí mismo, el motor de la historia: para olvidar a Ciro, Federico se sube a un auto, recorre kilómetros en ruta para instalarse en otro de esos pueblos sin sentido —un pueblo como Cabrera, un espacio del que él mismo ha escapado hace algunos años—. La novela, en efecto, transcurre en Zapiola. Pero Zapiola, con el correr de las páginas, va mutando del paisaje de uno de esos pueblitos “que nunca llegaron a ser” para ser un lugar otro, no adjetivado, un lugar que va dejando de ser sinónimo de atraso y peligro,“El sol entrando como un disco naranja perfecto y enorme detrás del pastizal amarillo. A pesar del calor, en la calma del atardecer, el paisaje me parece hermoso. El mismo paisaje para pampas y ranqueles, para los colonizadores, para Hudson y su familia de ingleses perdidos en Sudamérica”; “Zapiola es la calma. Algo de su afuera se refleja en mi adentro”; “más allá de los cañaverales: potreros y pampa abierta. Y hacia adentro, el espacio seguro, la contención donde conviven casas, galpones y gallineros”; “Me gustaría describir mejor a Zapiola. La casa. El campo que la rodea. El camino de atrás. Me gustaría contárselo a alguien que viva lejos, en otra provincia, otro paisaje, otro país. Un mail bien largo y que quien fuera que lo reciba, leyéndolo, pudiera ver Zapiola de verdad”. Sin embargo, como Los llanos es una gran obra de arte, esa decisión de Federico de instalarse en un pueblo sin combustión no tiene la forma de una discusión vehemente a los adjetivos que se utilizan para definirnos a las personas que hemos nacido en el interior —el personaje no se instala en Zapiola para demostrar nada—; —Los llanos no es nunca una novela acerca de me instalo en el campo y qué—. Y ese Zapiola que no puede describirse en un mail no es, tampoco, una reivindicación ni un rescate emotivo del concepto de pueblo frente a las ciudades capitales. Porque así es como son las obras de arte: nunca la razón, siempre los sentidos; más bien, las vacilaciones. En Los llanos, las ideas tienen la forma de apariciones. Las ideas son nada más y nada menos que aquello que el personaje ve. Los llanos es, incluso, una sucesión de ideas que aparecen progresivamente, inconexamente, equívocamente: esa clase de ideas que las personas vemos sin ver. Estoy segura de que la inolvidable belleza de esta novela se explica precisamente allí: Los llanos es una profunda discusión a los adjetivos de orden que definen a la provincia como un lugar de atraso pero esa tesis nunca —nunca— cobra la forma de una declaración de principios. Incluso cuando Federico —el personaje— parece vislumbrar que estamos construidos de adjetivos, las ideas no son declaraciones absolutas, sino apariciones: “En la página escrita, un paisaje no es paisaje sino la textura de las palabras con que se lo nombra, el universo que esas palabras crean”; “Primero hay un nombrar íntimo, descuidado, bautismos como hitos para compartimentar el paisaje y domarlo: el camino de la casa abandonada, el camino del bosque en rectángulo, el montecito de los álamos plateados. Formas de colonizar la pampa con etiquetas”; “Nombrar el paisaje también da un falso/sentido de propiedad”. Incluso cuando Federico parece intuir por qué las personas siempre estamos poniendo adjetivos para diferenciarnos y determinar que los otros son los inferiores, eso tampoco tiene la forma de sentencia, sino de apariciones: “Es difícil resistir la tentación de un mundo ordenado. La sensación de control que da narrar: control del pasado, control de la historia, control de lo que viene, control de lo que puede llegar a pasar”; “Estructurar, ordenar, contar mundos perfectos, armónicos, seguros, con la ilusión de que el mundo se vuelva perfecto, armónico, seguro”. Incluso cuando Federico parece encontrar el sentido de las cosas, la novela se abre nuevamente hacia las apariciones: “Las cosas son”; “Explosiones para mirar, para que otros las sientan vibrando en sus pupilas, para que le salpiquen la piel con cenizas o ascuas”; “Armar fuegos para que solo una parte, mínima e impredecible, fulgure en la pupila del otro apenas un instante. Imposible saber qué otro. Imposible saber qué parte”. Las consecuencias de los adjetivos se nos aparecen. Como tumbas, como cuerpos vacíos. Quiero decir: Los llanos es una novela acerca de la violencia racista que hemos recibido, aparecida en un momento en que es hora de mirarla de frente porque la hemos naturalizado. Quiero decir: Los llanos es, sin decirlo nunca, una novela sobre los adjetivos que nos definen: cada línea cobra la forma de cenizas o ascuas que apenas nos salpican por un instante justo cuando más lo necesitamos. Federico Falco, simplemente, es el mejor de todos nosotros por haberla escrito.

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