Por Marcelo Martino |
Paula Cardozo y Valentina Rossi son dos jóvenes escritoras que transitan por los mismos espacios autogestivos de creación y edición. “Flores”, el cuento de Paula, fue publicado originalmente en la “Antología Tucumán Escribe” (2019) y el de Valentina, “El dolor mayor”, en el fanzine digital cumbia suena de fondo (Tucumán Escribe ediciones, 2020). Los relatos juegan, cada uno a su manera, con la lógica de lo fantástico y el duelo por la pérdida y el abandono de esos seres que llamamos queridos. A continuación, presentamos los relatos con sus respectivos «Detrás de escena» en donde las autoras cuentan acerca del proceso creativo.
“Flores”, Paula Cardozo
Nos quedamos mirando un buen rato en silencio.
– ¿Estás seguro Ariel? – él me lo afirmó con la cabeza- pero no puede ser… ¿cómo estas tan seguro? Vos sos muy joven.
El cuarto estaba sofocado, eran los primeros días del verano, y a Ariel se le reflejaban los rayos del sol que pasaban por la ventana (en ese entonces apenas teníamos ventiladores en el techo). Él estaba sentado en su cama y estrujaba con nerviosismo la sábana, yo estaba frente a él, quieta, sin mediar palabra ¿qué podía hacer?
Ahora que lo pienso tal vez fueron segundos los que nos quedamos callados, pero a mí se me habían hecho horas.
– ¿Cómo se lo digo a mamá Ariel? ¿Cómo? – ninguno de los había derramado lágrima alguna hasta que dije esas palabras. Ariel apenas pudo pronunciar un “no sé” antes de que rompiera en llanto.
Mamá llegaría a las tres del trabajo, como de costumbre y nos encontraría ahí, en ese cuarto sofocado, con las caras coloradas de tanto llorar.
Yo no sabía que hacer, si llamar a alguien, si gritar, si romper todo, pero Ariel me miro y me dijo “quedate, ya no hay nada que hacer. Quedate”
Los dos nos sentamos en el borde de la cama, callados, esperando que Pedro vuelva de la facultad para contarle. Cuando llegó, Ariel le dijo que ponga la pava y le cebara mates, que le tenía que contar algo que le pasó. Pedro como siempre, hablaba de las mil y una que había hecho, hasta que noto algo raro en la mirada de su hermano.
- Hay que llamar a Esteban, Laura. Capaz que él pueda hacer algo.
- Ya no hay nada…
– ¡Vos no lo sabes Ariel! Capaz que hay una solución, ¿tan así nomas va a ser?
-Dejálo Pedro, vení y contame que hiciste en la facu, quiero distraerme un poco- Pedro se sentó a la par nuestra, lloraba como una criatura y lo abrazaba a Ariel, y le olía el perfume de las ropas. Y yo solo los miraba, porque no sabía que hacer y las lágrimas ya se habían secado en mi cara.
Estuvimos así, tomando mates, riéndonos de vez en cuando de alguna anécdota “te acordás cuando el tío tanto hizo tal cosa” o “cuando mamá nos reto por tal travesura”; y en intervalos nos quedamos callados, mirando al piso o a algún otro lado, hasta que a Pedro se le ocurrió traer el álbum de fotos que estaba en el placard de la pieza, y yo hice que Ariel eligiera las que mas le gustaran: una con mamá en el comedor recién pintado, una en la finca de los tíos, otra con Pedro y yo de vacaciones en algún lugar de la Tierra, y otra de él, la única que eligió de él solo, estaba con su guitarra y su mate, sonriendo. Las puse todas en un costado, luego las pondría en unos portarretratos en el aparador del comedor.
Al rato sentimos los pasos nerviosos que entraban a la casa, y una voz sonora que nos llamaba. Era mamá. Nos encontró en la pieza a los tres. No sé cómo hizo, pero pienso que fue porque nos conoce muy bien porque apenas nos vio lo entendió todo. Se acercó lentamente a Ariel y le empezó a acariciar suavemente el rostro. Él apenas la miraba porque sabía que no iba a aguantar, como ninguno de nosotros.
No puedo describir los llantos y los gritos que lanzó mamá. Pensábamos que también se iba a morir.
La gente del barrio y los amigos de Ariel se enteraron de la noticia. Poco a poco llegaban al cuarto de mi hermano, lo abrazaban, lo acariciaban cual mártir, y luego se iban a algún rincón a llorar. Estábamos todos apretujados y con calor (porque eran los primeros días de verano y en ese entonces apenas teníamos ventiladores en el techo) y sin embargo nadie quería marcharse.
No lo vi a papá, algunos me dijeron después que se había desmayado, pero mamá estaba a la par de Ariel, apoyada su cabecita en su hombro, mientras él le hablaba para calmarla. Pedro salía de vez en cuando para traer agua y ofrecerla junto con los mates. Había mucha más gente en la casa, pero yo no me atreví a salir por si algo pasaba.
Más tarde vino el cura de la parroquia y eso la tranquilizó un poco a mamá, ella ya estaba más dócil, entonces la traje conmigo y nos pusimos a hablar un poco de todo. Pero ella seguía con la mirada perdida.
Deben haber sido como las once de la noche, cuando Ariel comenzó a ponerse pálido y sus labios más rosados. La gente que había en la habitación comprendió y comenzó a retirarse. Quedamos los cinco, mamá, papá, Pedro, yo y por supuesto, Ariel. Mamá le dijo que se acostara y junto con papá lo arroparon porque ya hacía frío en la pieza. Nosotros con Pedro cerramos la ventana y le preparamos algunas mantas por si las necesitaba. Lo besamos por última vez. Apagamos las luces y nos fuimos dejando la puerta entreabierta, porque aunque tuviera veintiún años, todavía le tenía miedo a la oscuridad.
El tiempo transcurrió, yo puse las fotos en el aparador, los vecinos nos siguieron saludando, el comedor se volvió a pintar, pero siempre anduvimos merodeando por esa puerta entreabierta.
Detrás de escena
A “Flores” lo escribí un día antes de entregarlo a un concurso que, por supuesto, no gané. Lo envié en un sobre, adjunto con otro cuento que había escrito hace mucho, pero que por los requisitos de extensión que el concurso exigía, terminó mutilado y con trozos que aún hoy trato de unirlos. Con “Flores” pasó algo distinto. La idea andaba merodeando en mi cabeza días antes, pero no me había animado a ponerla en palabras. A veces digo que trabajo mejor cuando estoy bajo presión, y ésta fue una de las pocas ocasiones en las que mi afirmación fue verdad. Me levanté temprano, prendí la computadora vieja de escritorio que tenía por ese entonces, y terminé de escribirlo a los pocos minutos. Era corto y encajaba perfecto en lo que me pedían; además cumplía con el que para mí, era el requisito más importante: me gustaba. Hoy lo vuelvo a releer y pienso que le cambiaría muchas cosas, pero al mismo tiempo, estoy contenta de haberlo escrito tal cual está.
El año pasado, decidí publicarlo en la Antología de Tucumán Escribe, más que nada para que sea leído, y no quede atrapado en la carpeta de mi computadora que siempre digo que voy a ordenar, y nunca lo hago.
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“El dolor mayor”, Valentina Rossi
Todavía puedo recordar la mañana en la que me dijiste que te ibas, como si solo fueras a comprar cigarros al boliviano. No te creí hasta que te vi armando el bolso como si yo no existiera, como si una vida entera juntos de repente no valiera nada. Me dijiste que te ibas a vivir al sur como si fueras a la esquina.
Igual lo que más dolió fue la desesperación de querer irme con vos y que vos no me dejaras. Fue entonces cuando decidí que íbamos a irnos juntos así tengas que llevarme en pedacitos: empecé con los ojos, usando una de esas cucharaditas de Grido para arrancármelos y los guarde en el bolsillo de la campera que usas para viajar, luego seguí con mis orejas (una sola para que no sientas tanto peso), que puse en el bolsillo de tu camisa cerca de tu pecho cumbiero para escuchar tu corazón y calmarme, porque vos sabes que los aviones siempre me dieron cagazo. Con mi nariz el tema fue más difícil, porque es muy pequeña y cuando la quise cortar la rompí así que agarré el huesito de mi tabique y molí un poco para mezclarlo con la alita que seguro te ibas a mandar antes de subir al avión. Proseguí cortándome una teta (la derecha, que es tu favorita) y la envolví en un pañuelito lindo para que fuera sorpresa. En un momento tuve que ponerme calculadora para que no sientas tanto peso así que de mis manos sólo corte el dedo con el anillo de la virgencita para que nos cuide en el viaje y evité las piernas, brazos y torso porque hace unas semanas me dijiste que estaban gordos así que el gran final fue para mi corazón, con el que tuve un gran cuidado: lo corte con una tijera de costura muy filosa, cosa que fuera un solo tajo prolijo, le puse glitter y lo guardé con cuidado en esas cajitas lindas en las que se regalan collares y relojes. Lo guardé en tu mochila y probablemente este sea el polizón que me delate cuando sientas la fuerza con la que sigue latiendo a pesar del tiempo y las peleas, de la violencia y la mentira. Espero que cuando lo encuentres, pienses en mí antes de tirarlo, y el corazón te palpite un par de veces al ritmo de la cumbia que escuchábamos en el barrio, en la vereda de tu casa, en una tarde calurosa.
Detrás de escena
“El dolor mayor” surgió al principio de la cuarentana, cuando mi amiga Paula Cardozo me pidió que escribiera algo para el fanzine cumbia suena de fondo, cuya temática giraba en torno al encierro como consecuencia de la pandemia, y cómo la transitábamos en nuestros barrios (el primero de varios para “Tucumán Escribe”). No escribía hace casi un año y mis trabajos anteriores no tuvieron buena recepción por parte del público lector más conservador, así que no me sentía muy animada por esa y otras razones. Como siempre, dejé que los días pasen hasta que llegó la fecha límite y la presión me ayudó a poner en palabras todo el dolor y la nostalgia que me provocaba el encierro, el barrio vacío y una persona ausente. Al título lo concebí mucho tiempo antes, buscando poner en palabras mi estado de ánimo. Este microrelato fue consecuencia de la suma de dos tipos, y el resultado me gustó (espero que a ustedes también).
Marcelo Martino es docente en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán e investigador del CONICET. Publicó el poemario Remota cercanía, en coautoría con Ariel Martino (Ediciones del Dock, 2018).