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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

Libros Tucumán es una librería especializada en literatura de Tucumán ubicada en Lola Mora 73, Yerba Buena – Tucumán.

 

 

 

 

 

Mundo ñaupa

Por Lucas Cosci |

Hay libros raros. Libros que están como en los márgenes. Ocultos. Invisibles. Bajo el cono de sombra que deja el resplandor de los anaqueles. Libros huérfanos, que aparecen como un cuerpo extraño en la constelación de una obra.

Un raro de colecciónes Los Ñaupas de Clementina Quenel. Quizás el libro menos visitado y nunca reeditado de la autora. Un auténtico “inhallable” que insiste en levantar su voz desde los sótanos del olvido.

Clementina Rosa Quenel es una escritora que sobresale entre los santiagueños del siglo XX, por el brillo de una obra que ha sido celebrada por autores de la talla de Augusto Roa Bastos y de Mempo Giardinelli, entre otros. Narradora, poeta y dramaturga, perteneció al grupo fundacional del movimiento cultural La Brasa. Su obra se compone de un libro de cuentos, La luna negra (1945); una novela póstuma, El bosque tumbado (1981); dos poemarios Elegías para tu nombre campesino (1952); y Poemas con árboles (1961); y dos obras de teatro, también póstumas: El retablo de la gobernadora o una boda para Ventura Saravia (1994), y La Telesita (2017).

Aparte de todo esto, está el libro que nos interesa explorar y que no tiene lugar en los ficheros. Tanto no cabe, tanto aparte de todo, que la editorial Universitaria Eduvin en el 2016 reeditó la –entre comillas– narrativa completa, sin incluirlo. Que una editorial universitaria deje afuera a un libro de relatos, da cuenta de una línea de demarcación hegemónica entre lo que es y lo que no es narrativa. A estas alturas, una parte importante de la obra de Quenel ha sido reeditada por distintos sellos. Este libro todavía espera su hora. La edición original es ya casi inexistente.

¿Qué clase de libro es éste, que el ímpetu re-editor ha dejado en el último estante? ¿Qué voz nos habla desde sus páginas, que no ha sido escuchada con la misma atención que el resto de la obra? ¿Y qué podemos encontrar de valioso para redimirlo del olvido?

Para empezar. Los Ñaupas es una colección de cuentos populares y quizás esa sea por lo menos una de las razones de su exclusión. “Retablos”, para la autora. Nueve textos breves, escritos en el habla más fresca y espontánea de nuestros pueblos añosos, que retoman versiones arcanas de la tradición oral, consejas que circulan en el habla popular. Solo dos mencionan al final la fuente de la versión. Uno con nombre y apellido, “El retablo de doña Candela”, versión escuchada al entonces párroco de Loreto, Presbítero Ángel Agrelo;  y otro, “El Retablillo de doña Corazón”, con la sola mención del lugar de origen de la versión: el Departamento Silípica, Santiago del Estero. El resto, parece ser la propia autora la portavoz del versionado de ese eco anónimo.

Se publica en el año 1967 por la Dirección General de Cultura de la Provincia de Santiago del Estero. Prólogo (“pórtico”) a cargo de Orestes Di Lullo. A saber por el año, sería el último libro publicado en vida de la autora. Una obra concebida en su etapa de madurez literaria.

El prólogo de Di Lullo no deja de ser una pista. Deja ver una conexión con ese mundo que tanto había investigado y relevado el autor de La razón del folklore. En efecto, es una producción a medio camino entre literatura y folklore. Es literatura, sin dudas, en la medida en que hay un armado, una composición, una puesta en intriga de cada relato. Hay una escritura que se muestra como construcción, que intenta producir en el texto –entre otras cosas– el efecto de las sonoridades del habla. Es, además, folklore, en la medida en que el origen de las historias, las “fuentes” que señala Di Lullo, no son otras que el regreso al subsuelo de la creación popular anónima para, desde allí, generar una propuesta literaria sin precedentes.

No conozco un libro igual. Lo más parecido con que me he cruzado son Los casos de Juan de Canal Feijoó, que tienen alguna familiaridad de origen. Los textos de Quenel, sin embargo, alcanzan un nivel de elaboración literaria al que Canal renuncia. Prefiere literaturizar el discurso con la austeridad del observador que se limita a tomar nota.

Audaz, innovadora, única, hay varias notas que nos autorizan a inscribir a esta obra en el campo de un experimento literario inédito. La más obvia es la imposibilidad de clasificarla en nuestro repertorio de formatos y de géneros que el canon ha impuesto. No son cuentos en sentido moderno, tampoco son relatos folklóricos puros en el sentido de las fábulas, las leyendas, u otras especies; no son relatos etnográficos, ni mucho menos. Son más bien constructos híbridos entre la compilación y la composición, solo posibles en la pluma de una escritora de máxima originalidad.

Hay compilación. Porque la autora reconoce la ajenidad de las fuentes populares.

Hay, además, composición. Porque somete el material compilado a un proceso de re-narración con los sutiles recursos de la mejor literatura. Paul Ricoeur en sus desarrollos de Tiempo y narración entiende que la tradición se desplaza en un campo de tensiones entre la sedimentación y la innovación. Pues bien, Quenel lleva esta tensión a un punto límite en el que genera literatura de culto desde los sedimentos del habla popular.

Sigamos por el título. Nos encontramos ante una voz de origen quichua. Ñawpa, significa antiguo, del tiempo pasado, remoto, primitivo. Es un término de significaciones muy amplias, que se ramifican en sentidos dispares y que la autora seguro debió reconocer. El título nos reenvía hacia dos lejanías indescifrables: el pasado y la lengua quichua. ¿Quiénes son los ñaupas? Son personajes ancestrales cuyas voces se remontan desde un tiempo lejano, o más bien indefinido, para traernos su mundo de conversación en una lengua parda. Los relatos se desarrollan en el flujo de conversaciones casuales entre cumpas, comadres y vecinos. Idea que refuerza magistralmente la portada de la única edición existente, ilustrada por un dibujo de Alfredo Gogna, que muestra dos perfiles humanos de rasgos totémicos enfrentados en ademán de conversación.

El libro tiene un prólogo, una nota al lector  y una suerte de introducción con el título “El retablo”. Seguido de los cuentos, hay un glosario de voces regionales, que reúne 279 entradas; lo que transmite una idea de la extrañeza del lenguaje con el que está concebido.

La palabra “retablo” que encabeza el texto me parece una clave a explorar. Se usa como tipología que identifica las piezas. Además, el término integra el título de una de sus obras de teatro, lo que es un indicador de la significatividad que reviste en el corpus de la autora. Retablo viene de “retaulus”, “retro” “tabula”: las figuras que se ponen en una tabla para narrar una historia. Entre sus múltiples acepciones encontramos la de “representación” y esa es una pista que nos proponemos seguir. Los textos son “representaciones”, figuras en una tabla, puesta en escena o puesta en intriga de una historia que preexiste. Lo son también en el sentido de representaciones de las sonoridades del habla popular en acto. “Retablillos” en algún caso, figuritas en suma de un mundo ñaupa que acontece y que siempre vuelve.

Digo que es una pista porque podemos pensar aquí la escritura como “representación” en el mismo sentido en que Gadamer piensa el arte, es decir, como una “presentación” original e irrepetible, un poner en “presencia” –en escena– algo nuevo, un dejar ser a una historia. No se trata de una nueva presentación de algo anterior. Re-presentación no es el desdoblamiento entre original y copia. Para el autor de Verdad y método representación es un juego, jugar a que algo es, como juegan los actores en el retablo. Son representaciones en tanto “com-ponen” una historia que estaba incipiente con carácter pre-narrativo en el habla, pero que requería de una pluma avezada para devenir literatura. La autora, no obstante, se cuida de dejar en claro que el origen de estas historias embrionarias está antes y más atrás de ella misma, asegura que se remontan desde el sustrato de un pueblo anónimo y creador, por eso “quien arma la escena, asegura que no escuchareis a la retablera”. Y en la nota “Al lector”, dirá que quiso armar estos retablos  “sin el argumento o el pretexto de un éxtasis lateral” y por eso “hablan para todos aquellos que aman conocer y oír a los pueblos”. Conocimiento y escucha de los pueblos es la base de esta representación. Quenel muestra en este libro una extraordinaria capacidad de escucha del habla popular, capaz de colectar dichos en toda la dimensión de su sonoridad expansiva. Estos textos nos instalan en la dimensión evanescente del sonido. Como una fotografía de un objeto en movimiento, llegan a capturar el acontecer sonoro del habla en toda su frescura e instantaneidad, lo mismo que la densidad de sentido de lo narrado por voces ñaupas. Por eso “la frase saludable, el monólogo o el diálogo –a propósito sin literatura o preceptivas– se pronuncia en cada retablillo con la única melodía del narrante anónimo”.

La noción de retablera que introduce Quenel implica el doble juego de narradora y amanuense de los dictados de un “otro” anónimo. Dirá que cada uno de los nueve “peregrinos del tinglado” “trae la estantigua del habla y la costumbre”. Llama la atención la introducción de esa palabra tan poco usual. “Estantigua”. Es una visión de fantasmas. La estantigua del habla y la costumbre son las celebraciones orales que remontan el tiempo como espectros. Los ñaupas, entonces, son fantasmas. Fantasmas que vuelven a la escena por obra de la retablera.

¿Qué cuentan los retablos de Clementina? Son narraciones de narraciones, relatos de relatos. Cuentan el narrar mismo en acto. Esa es parte de su innovación, de su originalidad, de su experimentalidad. La narración se vuelve sobre sí misma con el ardid de sorprender al habla en su función narrativa. Es ese uno de sus secretos. Así, por ejemplo, los retablos arrancan con expresiones donde cada personaje se autoadscribe narrador y declara de manera performativa que lo que sigue es relato: “Vea, acordandomé, le voa contar de esta señora”, o “póngale la firma a lo que voy a contarle” o “pa que no ande equivocao con los ñaupas, le voa contar un cuento” y otras fórmulas similares. La retablera entonces es la narradora del narrador, cuenta el contar de alguien, el acto de narrar mismo en boca de quien detenta la historia. Procedimiento que nos retrotrae al Decamerón de Bocaccio y al que recurren Borges y otros contemporáneos, con relativa frecuencia y bajo distintas modalidades, para generar efectos de verosimilitud sobre un suceso extraordinario.

Las historias que cuentan los ñaupas son relatos de tono humorístico y popular. Su comicidad es sutil. Enredos cotidianos que ponen en juego la picardía, el ingenio y la inventiva. La búsqueda casamentera de una madre, las apariciones malignas, la fidelidad ilimitada de un perro, el rezo para los pobres y el rezo para los ricos, los gualichos del amor, los poderes de la magiquera, son algunos casos. Escenas que entran y salen del retablo.

Los personajes femeninos ocupan centralidad y muestran cierta sabiduría para burlar un mundo desigual. Los retablos exponen a la figura femenina dotada de una astucia secreta que consigue con éxito sus propósitos, aun circunstancias adversas. Es el caso de Doña Corazón que burla los códigos morales con tal de obtener descendencia por parte de sus hijas. O el caso de la Trini, que desplanta a un buen partido, porque no iba a poder celebrar boda cristiana y que lo hace decir al hombre: “Huu, las mujeres saben tener un punto más que´el diablo, cumpa”. O doña Candela que hace celebrar por anticipado su misa fúnebre para “darse el gusto” y asegurar su buen tránsito final; o la magiquera, que hizo engualichar al sumariante que iba a investigarla por impostora.

El lenguaje de los ñaupas es quizás lo que más asombra a un lector desprevenido. Sesgado de voces quichuas, de expresiones en desuso y de formas compuestas que representan la sonoridad del habla, a un punto que hasta llegamos a escuchar la tonada del campesino santiagueño y retraen el idioma hacia un nicho hermético, casi ilegible para quien desconoce esta melodía de la voz. Tanto que el libro se cierra con un glosario. Por eso Di Lullo –sorprendido– dirá que es “como si la tierra hablara”. Este “como si hablara la tierra” es en suma un experimento con el lenguaje, que intenta llevarlo hacia una lejana orilla de la experiencia singular y concreta de los campesinos santiagueños.

Para Heidegger hay una batalla crucial en toda obra de arte entre mundo y tierra. El mundo es algo así como la totalidad de sentidos posibles que la obra admite. La tierra es ese resto de solidez que no se deja penetrar, que la retrae hacia una oscuridad irrescatable. Toda obra tiene una zona de oscuridad insondable. La tierra es la materia de la obra. En la poesía la materia es el lenguaje. Este lenguaje tiene esa solidez impenetrable. Dice Heidegger en El origen de la obra de arte: “La tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo”. En Los ñaupas habla la tierra. Habla la tierra en un lenguaje para sí misma a través de un sujeto marginal, periférico, interior.

Quisimos en estas páginas recuperar de la memoria Los Ñaupas de Clementina Rosa Quenel por tratarse de una propuesta audaz, innovadora, que desanda los géneros y formatos convencionales del relato para inscribirlo en una original manera de narrar o de re-narrar, en las que se recortan con toda nitidez el contorno de hombres y mujeres hechos entre las simbolicidades más recurrentes de nuestro pueblo.

Hay un mundo que nos espera, que nos invita con una llamada desde las profundidades del tiempo y desde la solidez de la tierra.

Un mundo ñaupa siempre nos puede seducir con una conversación ocurrente.


Fotografía: Nevesagustin. Imagen de Iglesia Choquella.

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