Por Luciana Mellado |
“Pura papa y carne na’” dice una frase popular usada en el sur argentino para referirse al modo en que comen en el sur chileno. Recuerdo haber escuchado innumerables veces esta expresión, que ahora, de pronto, viene a aclararme algunos aprendizajes. En el dicho, la carne aparece como el alimento apreciado del que unos se jactan, tácitamente, y del que otros carecen. La papa se plantea como un excedente y a la vez como una insuficiencia. A las preferencias del paladar las preceden y acompañan circunstancias de la naturaleza, la economía y la cultura, pero no son ellas, para mí, las más importantes en la imagen que contrapone la papa a la carne sino los elementos que reiteran un código semiótico usual para relacionar sabores y saberes en un esquema que contrapone lo normal con lo suficiente, y lo subestimado como lo faltante o lo sobrante. Por supuesto, entre unos y otros, me resulta más interesante, menos ordinario, recuperar el segundo tipo de imágenes.
Pico así, rápidamente, en tres partes sin simetría, la papa de mi relato:
1. Hace algunos años tuve un episodio de pánico que me recluyó en mi casa por bastantes días, más de lo habitual. Mi amiga Mónica entonces pensó que sería bueno que saliera, y me invitó a un ciclo de cine latinoamericano que coordinaba. Allí proyectaron “La teta asustada”, la película peruana dirigida por Claudia Llosa y protagonizada por Magaly Solier. Muchas imágenes se me clavaron en los ojos y el corazón como astillas ardientes. Una de ellas fue la de las papas que se colocaban las mujeres en sus vaginas para evitar las violaciones. La papa, en la historia, transmuta su poder de ingestión nutritiva en protección expulsiva. Dentro de la vagina, como una boca fuera de lugar, herida sin cicatriz, la papa protege de la violencia sexual que ha naturalizado su orden, y se ha impuesto como normalidad. La papa, en esta anécdota, se cultiva en el interior del mundo femenino, y es signo de lo sobrante y lo faltante a la vez, en las dos películas, la de Llosa y la mía, que esa noche volví a casa sobrepasada en llanto de sirena y también aliviada por la monstruosidad del espejo. Con poesía pude elaborar, como otras veces, algo al respecto:
Así ando, con los ojos cerrados,
con los ojos abiertos,
como sea,
deseando ser normal,
tener dos piernas,
un hijo o un padre que me quiera.
Pero ¿por qué quiero piernas
si soy una sirena?
(Versos del poema “Es un barranco”, del libro Animales pequeños, 2016) .
La normalidad es la violencia contra las mujeres, la normalidad nos mata. La anormalidad es la estratagema que nos salva, la papa en la vagina.
2. Años atrás también, creo que hace una década ya, conocí en la sierra peruana a unas niñas que tejían. Ninguna parecía tener más de once o doce años de edad. Después de pasar una tarde con ellas, debajo de una tela colgada que apenas lograba atajar la hiriente luz del mediodía andino, sin las contrariedades o comodidades de un idioma en común, compré varias prendas, menos una. Este tejido, el que no pude conseguir, tenía colores azules y la delicadeza de su trama lo volvía de aire para mis ojos. Me gustaba. Mucho. No era el más elaborado, ni el más grande, ni el más caro, pero era el que yo deseaba. Insistí en el lenguaje del regateo pero no hubo caso, la niña creadora del aire tejido que yo quería no quiso venderme su obra. Antes de irnos, ella volvió corriendo a su casa, con las otras niñas, subiendo por un cerro no muy alto, seco y agrietado. Mirarlas y escucharlas era tan hermoso, parecían mariposas de colores que tintineaban movidas por un viento amable. Volvieron con un recipiente cargado de papas, mínimas y esféricas papas muy frías y sabrosas que me ofrecieron con una sonrisa.
En esta experiencia, la normal y suficiente sería ver en la papa el elemento indirecto de una transacción comercial, en parte fallida, el agradecimiento por una compra. Lo que no se dice, y por eso falta, es que en el suelo donde crecen estos tubérculos también crecen nuestras infancias, y en esa raíz que se hunde invisible muchas veces a nuestros ojos, está la multiplicidad de lo que somos. Mejor y más bellamente lo dice, José María Arguedas:
¿De qué están hechos mis sesos? ¿De qué está hecha la carne de mi corazón?
Saca tu larga vista, tus mejores anteojos. Mira, si puedes.
Quinientas flores de papas distintas crecen en los balcones de los abismos que tus ojos no alcanzan, sobre la tierra en que la noche y el oro, la plata y el día se mezclan. Esas quinientas flores, son mis sesos, mi carne.
(Pasaje del poema “Llamado a algunos doctores”, del libro Katatay, 1972)
3. Esta última historia es simple. Me la contó mi abuela. La conté ya en algún otro lado, y la ofrezco aquí como pieza sobrante significativa. Sucede en los años cuarenta, cuando el tren que iba de Las Heras a Puerto Deseado, en el sur argentino, pasaba por el medio del pueblo y lo partía en dos. De un lado vivían una familia vasca, dueña de un almacén y un hotel con una fachada de piedra laja, y un par de familias de esquiladores, entre las que se encontraba la apellidada Huichi. Del otro lado, como en réplica inexacta, vivían los dueños de otro hotel, más humilde, hecho íntegramente con chapas, y un grupo de puesteros. Lejos del centro del pueblo estaba la casa del asturiano Hevia, mi bisabuelo.
En el lado sur, vivía Doña Juana Huichi y su hija chica, Josefa. En su casa se celebraba el día de San Juan. La mujer ponía una especial pasión en el festejo de su santo, ocasión en la que quemaba, junto con otros vecinos, ramas, hojas secas y coirones barbudos para hacer la fogata que sobrevivía por la porfía colectiva. Los Juanes y Juanas del pueblo acudían a casa de doña Huichi para el festejo que se hacía en vísperas del 24 de junio. Eran muchos en el pueblo los que llevaban estos nombres, así que las fiestas eran grandes. Grandes para un pueblo pequeño que se despegaba del Wuñoy Tripantu, el año nuevo mapuche, que, en secreto, festejaba la viejita Huichi, aprovechando las licencias del calendario.
Ese día, las solteras y las solteronas del pueblo, dos más dos, agarraban, en la intimidad de sus piezas pintadas con cal, un papel blanco sobre el que derramaban una gota de tinta y al que plegaban en cuatro partes iguales, antes de ver a la mañana siguiente si el destino se obstinaba en la soltería o traía al fin un marido. También, con el mismo propósito, dejaban debajo de sus camas tres papas, una pelada, otra a medio pelar y la otra sin pelar, esperando recoger en la mañana la que les augurara el matrimonio. Todo era felicidad mientras duraba la noche y la fogata. Después se levantaba el sol, retornaban las fatigosas faenas diarias, la escasez de dinero y la astucia para ganarle a la malaventura. Después también persistía la extraordinaria resistencia del amor y la amistad bajo la luz solar. Igualmente, invisible y efectiva, la fuerza de la moral y el decoro que empujaba a Doña Huichi a obligar nuevamente a su hija a montar el caballo de costado, con las piernas cerradas y cruzadas sobre un lado del lomo del animal para evitar que a su hija se le abriera la entrepierna, y se partiera en dos como el pueblo.
La papa suficiente y normal de esta historia está guardada debajo de las camas. No se come pero alimenta la fantasía y el mandato del matrimonio como destino a través del cual la mujer se completa. La media naranja, o la media papa en este caso, es la imagen que reincide en este malentendido que resuelve el deseo negando el deseo. La papa que falta es la que tiene un nombre propio, ligado a una memoria y cultura silenciadas, la papa que la mamá de Doña Huichi llamaba, en mapuzungun, poñi, y preparaba, entre otras formas, como kuenpoñi, papa asada, o mallupoñi, papa hervida.
Recuperar estas palabras, así como otras de nuestras comidas, de nuestras fiestas, de nuestros pueblos no sobra. Lo que sí sobra es el miedo a ser alteradas, partidas, modificadas por otros, por otras, por otres, cuyos sabores, crudos o cocidos, nos recuerdan que la boca no es un plato vacío, y que la carne nunca es na’.
Nació en Buenos Aires. Vive en Comodoro Rivadavia, Chubut. Es poeta. Trabaja como docente e investigadora en la Universidad Nacional de la Patagonia SJB. Publicó libros de crítica literaria y cultural y antologías de poesía del sur del sur. Realizó lecturas poéticas y conferencias académicas en el país, Chile, España y Alemania. Obtuvo numerosas becas para la creación y la investigación, el Premio “Academia Argentina de Letras” (2000) y el Premio del Fondo Editorial de Chubut, en Crítica Literaria (2015). Como poeta, publicó cinco libros de poesía: Animales pequeños (2014), El agua que tiembla (2012); Aquí no vive nadie (2010); Crujir el habla (2008); y Las niñas del espejo (2006). Integra diversas antologías del país y del extranjero. Desde 2008 dirige, con Jorge A. Maldonado, el colectivo de artistas “Peces del desierto”.
Hermoso texto, Tani