La ciudad en el rock y pop del under tucumano*
Por Pedro Arturo Gómez |
(A Pablo Giori que me condujo hacia el under musical tucumano)
La ciudad del rock y del terror
Las ciudades, sus paisajes y tipos humanos se hallan en íntima conexión con el universo polimorfo de ese género musical llamado “rock” y sus alrededores, entretejidos por telares maquínicos de la cultura de masas. Decir rock y ciudades convoca de inmediato las imágenes de una emblemática geografía urbana: Liverpool y los Beatles, Nashville cuna del country, Chicago y Memphis epicentros del blues, New Orleans y el jazz, el blues o el soul, Detroit y el sonido Motown, San Francisco y el movimiento hippie y la psicodelia, Seattle y el grunge, New York y el hip hop, Bristol y el Trip Hop, Manchester origen de bandas fundamentales como Joy Division, The Smiths, Oasis o Happy Mondays, Londres, que ha visto nacer en sus calles el mod, el glam rock, el punk o el britpop y artistas como David Bowie o Blur, en Argentina la ciudad de La Plata y su fertilidad musical… Pero también las ciudades y sus historias han sido y son materia prima para las letras de canciones icónicas del rock: “New York, New York” en la voz de Frank Sinatra, “Viva Las Vegas” cantada por Elvis Presley, “London calling” de los The Clash; “Berlín” de Lou Reed, los temas que Bruce Springsteen y Neil Young dedican a Philadelphia, “Vienna” de Ultravox, o “En la ciudad de la furia” de Soda Stereo, junto con todas las comarcas citadinas que recorren las letras del rock argentino.
La ciudad es también, las más de las veces, foco de actitudes, sensaciones y sentimientos contradictorios, de amor y odio, de plenitud y sofocación. La ciudad puede aparecerse como solar de oportunidades, de embrujo sensorial, de experiencias amplificadas; pero también de alienación, marginalidad y opresión, cielo e infierno al ras de la tierra… o del pavimento. Como en la literatura, la ciudad narrada y descripta en las letras de las canciones del rock no sólo es un escenario sino también un personaje y un estado de ánimo, y hasta una bestia, un monstruo feroz devorador de humanidades, esa “jungla de asfalto” donde la ley es la violencia, la segregación y la explotación, el locus en el que se hace más evidente que el hombre es el lobo del hombre. Esa imagen de la ciudad como foco de mal, de gangrena social, es la que aflora en diversas tradiciones narrativas, que van desde los relatos bíblicos hasta la novela policial negra norteamericana, pasando por las narraciones del realismo literario de fines del siglo XIX.
La ciudad de San Miguel de Tucumán es la capital de esa provincia del NOA, económica, social y políticamente devastada por el cierre de los ingenios azucareros perpetrada por la dictadura del general Juan Carlos Onganía a partir de 1966, y arrasada diez años después por otra arremetida militar, la del Operativo independencia, iniciada en 1975 durante el endeble gobierno constitucional de María Estela Martínez de Perón y continuada hasta las últimas consecuencias del terrorismo de Estado de la dictadura cívico militar puesta en marcha con el golpe de marzo de 1976, que convirtió a las ruinas de la supuesta edad de oro de la industria azucarera tucumana en centros clandestinos de detención, tortura y exterminio[1]. Pero Tucumán no sólo es esa provincia quebrada por los estragos de las dictaduras, centro de notables insurgencias sociales entre 1969 y 1970 como el Tucumanazo, sino también ese tenebroso lugar en el mundo cuyos habitantes en 1987 –apenas cuatro años después de haber sido recuperada la democracia- habilitaron la carrera política del general Antonio Domingo Bussi, excomandante del Operativo Independencia, interventor de facto en la provincia durante los primeros años de la dictadura, hasta erigirlo a través de la votación como gobernador desde 1995 hasta 1999, período tras el cual -aunque elegido como diputado- fue detenido, juzgado y condenado por crímenes de lesa humanidad. Esa misma legitimación de Bussi en democracia habilitó la carrera política de su descendencia sanguínea, hasta hacer de su partido Fuerza Republicana una formación que se sostiene hasta la actualidad en el tercer lugar de los partidos políticos locales.
Recortada dentro de este turbulento marco, en algún momento de los ’60 y durante la primera mitad de los ’70, la ciudad de San Miguel de Tucumán -tradicional y prestigioso centro de formación universitaria- supo ser también un destacado enclave de irradiación cultural, con destacados hitos en teatro, artes plásticas, literatura e, incluso, producción audiovisual de crítica sociopolítica en la obra de Gerardo Vallejo. Pero los años del terror estatal, sus herencias y larvas, sostenidas por las simpatías cuando no devociones reaccionarias de gran parte de la sociedad tucumana, fueron amortiguando ese fuego hasta convertirlo en un puñado de luces alojadas en la memoria de un pasado que quizá fue mejor, objeto de una veneración difusa más cercana a la reminiscencia que a la conciencia de un acervo capaz de nutrir la praxis del presente. Al mismo tiempo, huérfana de cualquier planificación, la materialidad urbana de la capital de Tucumán, su infraestructura, su perfil y su trazado, fueron atrofiándose en un deterioro cristalizado, del que resulta una ciudad de abigarrada fealdad, sucia, rota y congestionada, bajo el signo de la crónica incomodidad de sus pobladores, infectada por el hedor de los desechos que las fábricas arrojan al río, fugazmente bendecida en primavera por el aroma de los azahares que apenas distraen a los malhumorados transeúntes de la lluvia negra del hollín producido por la quema de cañaverales. Éste es el malestar, el hastío de un emplazamiento urbano vivido como astilla encarnada, que se hace síntoma en la elaboración retórica con que se forja la puesta en escena de la ciudad de San Miguel de Tucumán en las letras del cancionero de rock local, con mayor virulencia en las creaciones más alejadas de los circuitos masivos y proyecciones tanto en el pop más experimental como en vertientes que se enlazan con géneros afroamericanos.
Rock, pop y malestar
Precedido por el reinado de la llamada “música beat” de los años ’60, eso que podría denominarse “rock tucumano” nace oficialmente en 1977, con la formación de una banda pionera y mítica, Redd, un trío que debutó en el escenario como telonero de Invisible, el grupo liderado por Luis Alberto Spinetta. Habiéndose inspirado para elegir su nombre en el álbum El asesino sentimental, de Kim Crimson, Redd integraba en su estilo el rock progresivo, el jazz rock y aires spinettianos, con letras compuestas por el destacado poeta e intelectual tucumano Ricardo Gandolfo. En 1978 editan el que sería el primer disco de rock tucumano: Tristes noticias del imperio. En ese álbum, el primer tema, “Reyes en guerra” -una dosis de rock duro y sonidos sincopados en alternancia con momentos de calma y vocalizaciones melódicas- contiene una estrofa que evoca en un engarce de opuestos antinómicos el violento contraste entre una visión de luz y un ramalazo de oscuridad que la invade:
“Sol en la playa, me verá pensar
Cuándo acabará la muerte”
Una alusión, quizás, al régimen de terror de la dictadura militar en la Argentina de esa época, que tuvo –como ya se señaló- una particular y marcada incidencia en Tucumán: la estampa- de la placidez asoleada en la playa corroída de pronto por la sombra de la muerte, una muerte que no es la del ciclo natural de la vida sino otra que proviene de un designio funesto. Tras una presentación en 1981, en el Estadio Obras, en el Encuentro de Música Contemporánea, Redd se disuelve en 1982.
El under tucumano fue reino del Punk y del Hard Core, géneros que aliados en la simbiosis HCPUNK (Hard Core Punk) tuvieron en la escena local su época de mayor relevancia desde fines de los ’90 hasta mediados de la primera década del siglo XXI[2]. A una de las bandas más representativas de ese contexto, la 448, pertenece “Polución en Tucson”, una canción que expresa con rabioso énfasis y violenta explicitud el malestar del mundo de vida tucumano, haciendo uso de un juego de palabras habitual en el habla coloquial local que se refiere a la ciudad como “Tucson” -asociación con la norteamericana de Arizona- utilizando la metáfora de la polución para aludir a las fuentes de ese malestar, la sociedad y la fuerza pública:
“… Puedo ver que todo lo que rodea
Puedo ver que todo esto es una mierda
Gente hueca, llena de frivolidad.
Puedo ver que cagan tu sueño ya.
Polución en Tucson.
Polución en Tucson.
Polución en Tucson.
Puedo ver que cagan tu cerebro.
Puedo ver que matan tu puta alma.
Esos policías hijos de puta.
No disparen más.
Polución en Tucson.
Polución en Tucson.
Polución en Tucson…”
Con menos rabia, pero con idéntico sentimiento de áspera incomodidad, un fragmento de “Todo pasa”, canción de Volstead, banda insignia del Punk tucumano habla de un lugar identificable con la ciudad como un estado de ánimo dominado por la opresión, por la percepción de un emplazamiento sin salida:
“… Sé que me encuentro en un lugar
Donde nunca estaré mal, donde nunca estaré bien.
No me da tiempo ni a pensar.
Si otro mundo pasará, si a otro mundo pasaré.
Hoy no podré olvidar que no tengo a dónde ir…”
Se destaca en el segundo de estos versos la manera en que el segundo enunciado clausura la expectativa de sentido abierta por el primero que hace referencia a un lugar “donde nunca estaré mal”, contenido que de inmediato es obturado por la afirmación de que ese mismo lugar es donde nunca se estará bien, estructura contradictoria que expresa la hiriente ambigüedad de los sentimientos y sensaciones que provoca este mundo urbano opresivo que no deja lugar para el horizonte de una escapatoria.
La “movida” under de los ’90 fue también el contexto de surgimiento del pop tucumano. Una de las bandas fundadoras de esta corriente -cuya trayectoria se extiende hasta la actualidad destacándose por su fértil longevidad- es Estación Experimental, con un estilo de guitarras monolíticas y canciones eufóricas, sensibles y ruidosas. No obstante, por entre esa euforia se cuelan ráfagas de melancolía y escalofrío, como ocurre en este fragmento de la canción “El K”:
“… El sol viene y se va indiferente.
El correo la hora siempre te miente.
La ciudad quema
Y todos se animan a mostra
Un demonio guardado en un cajón…”
En la referencia a una ciudad abrazada por el calor -postal característica de los ardidos y tórridos veranos tucumanos- el recurso de la sinécdoque pinta un paisaje de engaño a través de la referencia al reloj de la torre del edificio del correo, siempre fuera de funcionamiento, símbolo de una ciudad que no anda o anda mal, imagen de contrariedad seguida por la irrupción de lo siniestro a través de la metáfora del demonio guardado en un cajón que en el ardor de una ciudad disfuncional de pronto es sacado de su escondite por esos “todos” que se animan ahora a mostrarlo, alusión a ese núcleo de oscuridad que anida en la idiosincrasia de una población conservadora y reaccionaria, simpatizante del autoritarismo, oscuridad que se manifiesta en los brotes de violencia cotidiana, verbal y física, que no cesan de surgir en las calles y espacios públicos.
El pop tucumano más de vanguardia tiene su máximo exponente en Los Chicles, una banda legendaria, también fundadora de esta escena, verdadera máquina de hacer hits que sintetizan rock’n roll clásico con exploraciones en diversos territorios musicales. Las letras de sus canciones son las que más nítidamente reflejan el hastío de vivir en la ciudad de Tucumán, ese escenario de malestar y sofocación. Una composición emblemática de esta visión es “Que se pudra Tucumán”, donde el velo de reconcentrada melancolía del inicio de la canción es desgarrado por la rabia de un dramático hartazgo:
“Yo conozco un buen lugar
Donde nunca hay demasiada gente.
Yo conozco un buen lugar
Donde voy para pensar
No me gusta ir a bailar
Porque siempre hay demasiada gente.
Yo prefiero mi lugar,
Donde voy para pensar.
¡Que se pudra Tucumán!
¡Que se pudra Tucumán!
¡Que se pudra Tucumán!
Que el olor se vuelva insoportable
Y que quede ese lugar
Donde voy para pensar.
¡Que se pudra Tucumán!
¡Que se pudra Tucumán!
En este caso, la ciudad es escenificada como un estado de ánimo retratado mediante el contraste violento entre dos lugares: un espacio de inmersión subjetiva, ese refugio íntimo único bastión de pensamiento, y ese otro espacio objeto de apocalíptico repudio, foco de malestar llamado a la pudrición, invocado sensorialmente a través de la mención de una pestilencia insoportable.
El hastío y la sofocación de apretados horizontes también pulsan en imágenes de una anodina monotonía que se vuelve claustrofóbica, como ocurre en la letra de “Tardes de té”:
Tardes de té
Viendo cable,
Nada antes,
Nada después.
Por hoy me voy a enloquecer,
Voy a tomar mi té,
Voy a tomar mi té.
Tardes de té,
Viendo cable,
Soy lo mejor
De CCC.
Después de ver atardecer,
Voy a tomar mi té,
Voy a tomar mi té.
La pintura minimalista de una escena cotidiana atrapada en sí misma elabora una imagen de reclusión sin escapatoria, como si la tarde de té fuera una cárcel por fuera de la cual no hay nada (“nada antes / nada después”) que no sea la locura, encierro incrustado en la reducción de la acción al mirar televisión por cable, donde la existencia se disuelve en la molicie del atardecer y en la metamorfosis de ser absorbida por el slogan de la compañía proveedora de cable CCC, un elemento del ruido y la furia que compone la banda de sonido de la ciudad de Tucumán.
En otras ocasiones, la neblina de malestar es surcada por ramalazos de visiones del terror institucionalizado, espectros de la historia que toman por asalto el yo del enunciador que reconoce en ese terror un origen, en este fragmento del tema “The Bajóm”:
“… Se me hace trivial rezar un rosario.
Se me hace terrible lo que dicen los diarios.
Yo soy de la tierra de los represores.
Yo soy de la iglesia de los inquisidores.
Mirá alrededor, la gente no es mala,
Mirá para adentro. Ahí está la llave que abre
Todos, todos, todos, todos, todos, todos, todos los corazones.”
Una vez más aparece la composición antinómica entre un espacio exterior de trivialidad, banalización y aniquilamiento, y un espacio interior donde es posible hallar la salida hacia un encuentro genuino con los otros.
En “Edificios”, una canción de 2004, el recurso para hablar de la ciudad como una adversidad, algo que se interpone entre los sujetos y la vida, una prisión que alimenta permanentes planes de fuga, es una vez más la sinécdoque, donde son los edificios –amarillos como dientes sucios- representan la totalidad de la ciudad:
¿Has visto, en la mañana,
despertar con la ciudad?
Edificios, edificios amarillos,
yo sé que estás en la misma ciudad
y, cuando salgas,
fijate en las ventanas
de edificios, edificios,
amarillos como dientes.
Y hasta que logremos escapar
van a ser las mañanas
fuego verdadero en
edificios amarillos.
Este año cuando caiga nieve
cerca en la montaña
voy a convertirme en un gran
chupetín con chicle adentro
y ¿Has mirado bien las caras?
¿Los que van a trabajar?
Ellos piensan, ellos sienten,
sienten cosas y son libres.
Y hasta que logremos escapar
van a ser las mañanas
fuego verdadero en
edificios amarillos.
Y hasta que volemos sobre el mar
van a ser las mañanas
fuego verdadero en
edificios amarillos.
Y esta noche, cuando salga el sol
como una araña blanca,
voy a verte y a buscarte
en calles y edificios.
A partir de ese mismo año, 2004, se pone en marcha la segunda generación de este pop tucumano, etapa en la que sobresale el proyecto Monoambiente, un colectivo de músicos y compositores reunidos en el departamento de un solo ambiente donde uno de ellos vivía, para grabar compilados de bandas pop tucumanas de esa época, vinculados con bandas de Buenos Aires como la hoy consagrada El mató a un policía motorizado. Este colectivo dio lugar a la formación de la banda Monoambiente, el grupo más importante en esta escena, entre 2005 y 2010. En una de las canciones de esta banda, “Las cosas se acomodan solas”, el mismo under musical tucumano parece volcar su mirada sobre sí mismo para contemplar con infinita melancolía la clausura de una incierta edad de oro, esplendor errático que se disuelve en interiores urbanos cerrados donde todo está tirado y reina la resignación, un encierro apenas puesto en pausa por la amistad:
¿Qué hacés?
Pasá.
No salgo hace unos días.
Ya sé,
Está todo tirado.
Dejá,
Las cosas se acomodan solas.
Ya ves,
Colgué
Lo que se había volado.
Las manchas no se van.
Me acuerdo del silencio, claro.
La fábrica de éxitos cerró.
Alguna sucursal abierta tiene
Lo que ahora buscás.
Será mejor dejar de cuestionar,
Poner la fe en lo que está claro,
Para poder seguir subiendo,
Si abajo está cerrado.
¿Qué hacés?
Pasá.
No salgo hace unos días.
Las manchas no se van.
Las cosas se acomodan solas.
La metáfora del espacio cerrado y la reclusión se presenta aquí como una topografía crepuscular de la tristeza ante el final de una era, no sólo el tiempo de una producción de la cual algún vestigio queda por ahí, sino también una etapa de la vida sobre la que se cierne el advenimiento de otro momento donde se vuelve inevitable abandonar los cuestionamientos para abrazar certidumbres, esa fe que se pone en lo que se hace ver como claro y en esa inercia por la cual todo termina de hallar su lugar. Es así que esta canción es la alegoría de un fin y de un pasaje cuya agobiante inminencia incita a un encierro en eso que está dejando de ser, como forma de resistencia, porque después de todo “las cosas se acomodan solas”.
¿Conclusión?: “Truculandia” musical
Como el tango, el rock es un género musical con entrañas enlazadas a la ciudad, aunque por supuesto hay excepciones, como aquella “Mañana campestre” de Arco Iris. En las letras del cancionero rockero -y de todo aquello que cabe en los centros y periferias de la elástica categoría “rock”- son constantes los mapeos y estampas de las geografías urbanas, sus territorios y lugares, sus climas y colores, sus personajes y situaciones. Al igual que en la literatura, las artes visuales y el audiovisual, en las canciones de rock la ciudad a menudo emerge no sólo como un escenario, sino también como un personaje en sí misma y hasta un estado de ánimo, una atmósfera ambivalente de amor y odio, de apologías y rechazos, de enraizamientos y planes de fuga. Ciudad de la furia, ciudad de los encuentros y del desencuentro, ciudad de las promesas y de los extravíos, ciudad de ángeles y demonios… La ciudad de la modernidad tardía y de la crisis de la modernidad está marcada por el vértigo y la melancolía, por un malestar existencial hecho de hastío, contrariedad y pasiones contradictorias.
Estas actitudes urbanas que pulsan y afloran en las canciones de rock no son privativas de las producciones que provienen de las megalópolis, sino que también se manifiestan en las escenas de ciudades más modestas, aunque con pretensiones. Es el caso de San Miguel de Tucumán, ciudad de consolidada tradición rockera y ciudad cruel, uno de los principales centros neurálgicos de la dictadura militar y sus legados. Ciudad que en el cancionero del rock local -al igual que en su día a día- está poblada de incomodidad, malhumor y fastidio. “Tucson”, “Tuculandia” o “Truculandia”, los sobrenombres que hablan de un distanciamiento desencantado, bromas que confirman una vez más que el humor es el penúltimo estado de la desesperación. La poesía del rock tucumano, ese rock de la escena under en su apogeo de fines de los años ’90 y primera mitad de los 2000, habla de esa ciudad pequeña y sofocante donde algo se ha roto, donde algo ha caído, donde algo se ha perdido irremediablemente, algo cuya huella se deja ver en los rostros y máscaras del malestar.
* En gran medida este artículo se basa e inspira en un escrito de 2007 del historiador Amadeo Gandolfo “Postales desde ciudad humedad. ¿Qué es ese sonido que escuchan los jóvenes tucumanos?”, publicado originariamente en el sitio www.global-art.com.
Bibliografía consultada
GANDOLFO, Amadeo: “Postales desde ciudad humedad. ¿Qué es ese sonido que escuchan los jóvenes tucumanos?”.
http://unaparte.blogspot.com.ar/2012/09/postales-desde-ciudad-humedad-que-es.html
GIORI, Pablo: “HCPunk en Tucumán. Vidas, historias y fanzines”. En P. Cosso y P. Giori (comps.): Sociabilidades Punks y otros marginales. Memorias e identidades (1977 – 2010). Tren en Movimiento, Buenos Aires, 2015:95-141.
PUCCI, Roberto: Historia de la destrucción de una provincia. Tucumán 1966. Ediciones del Pago Chico, Buenos Aires, 2007.
[1] R. Pucci 2007.
[2] P. Giori, 2015.
Es docente e investigador universitario, en la Carrera de Ciencias de la Comunicación, en la Escuela Universitaria de Cine, Video y Televisión, ambas de la UNT, y en la Carrera de Comunicación Social de la Universidad Católica de Santiago del Estero. Master en Lingüística, se especializa en comunicación audiovisual, Estudios Culturales y Semiótica. Ha trabajado en diversos medios de comunicación, desempeñándose como periodista y crítico de cine.