Por Guadalupe Valdez Fenik |
Tucumán siempre está presente en las cosas que escribo, pero necesité irme de ahí para poder escribir. Es una contradicción un poco loca, vivo en una ciudad y escribo sobre otra. Pienso que soy una escribiente porque todo el tiempo escribo, todo tipo de cosas, aunque solo haga público un pequeño porcentaje. Escritora, en cambio, me suena demasiado pesado simbólicamente.
Cuando vivía en Tucumán no escribía, o por lo menos no escribía en serio. Siempre me gustó mucho leer, pero no me imaginaba capaz de escribir. Lo primero que hice relacionado con la literatura, cuando era adolescente, fue tener una editorial con amigues, uno de ellos me enseñó a editar textos. Un nerd adorable que leía entradas de Wikipedia antes de dormir. Siempre hubo una diferencia entre él y yo: él nunca dudaba de lo que hacía, mientras yo pasaba casi todo el tiempo pensando si lo que escribía era una boludés o no. Mucho tiempo pensé que él escribía y editaba mejor que yo. Ahora no pienso la escritura de esa manera, creo que él no dudaba tanto de sí mismo (además de porque era bueno) porque había todo un sistema a su alrededor alimentando su amor propio y su semblante de buen escritor: madre, novia y pares.
Me mudé a Buenos Aires para hacer una maestría de Ciencias Políticas, no tenía nada que ver conmigo y a los dos meses dejé. En ese momento, una amiga me hacía la gamba en su casa. Decidí quedarme en la ciudad igual, aunque no me gustaba mucho, tenía una intuición. Lo primero que hice fue buscar un taller de escritura, incluso antes de buscar a dónde vivir. La intuición era, en realidad, un deseo fuerte de escribir.
Pasé por todo tipo de talleres. El primero al que fui, era de poesía, lo daba una chica piola que sabía vender lo que había leído. En uno de los primeros encuentros, leyó un poema de una poeta norteamericana, que decía que quería que un negro le meta la pija. Entre el público estaba su papá, yo no podía creer la naturalidad con que leía el poema. No me imaginaba, ni en pedo, leyendo algo así delante de mi viejo. En la misma línea, el otro día me llamó mi mamá preocupadísima porque leyó un cuento que subí a mi blog sobre sexo y drogas, a pesar de mis advertencias en el grupo familiar de whatsapp de que por favor no lo lean (todo lo contrario a la poeta porteña). Primero me dijo que era un peligro publicar en internet textos propios, porque me los podían robar. Le digo Gracias ma, pero no creo que haya mucha gente interesada en leerme más que mis amigues y algún que otro curioso. Le pregunté si lo que le preocupaba era que me exponía porque hablaba de sexo. Sí, me dijo. En Tucumán van a pensar que estás contando cosas tuyas, pero obvio que yo sí entiendo que es un cuento nada más. Me río, le digo gracias por tu optimismo, pero como es largo solo lo va a leer gente que le gusta leer, y esa gente va a entender que es un cuento nomás. Me rio de que, aunque estemos a mil doscientos kilómetros, cada vez que publico un texto me llama. Se ríe ella también, igual me gustó mucho el cuento dice.
Al poco tiempo de estar en la ciudad, encontré un taller de un escritor tucumano muy cálido y agudo que nos trataba a les talleristas como si fuésemos escritores. Cada tanto me neurotizo y dejo de ir por meses. Se juega algo loco y profundo ahí, se parece un poco a encontrar un buen analista. Por lo menos para mí es así, porque siempre hay mucha intimidad en lo que escribo. A veces no estoy de acuerdo con las cosas que me dicen mis compañeres y no las tengo en cuenta. Pero otras, sus aportes hacen crecer muchísimo los textos.
Una compañera dice que a los talleres, en general, van más las mujeres que los hombres, porque necesitan más la aprobación. Esa necesidad de aprobación de lo escrito se parece bastante a la máxima en la que nos educan: hacer lo que sea para gustar. Sin dudas, ese mandato está de fondo en mi caso, (y qué bueno sería hacerlo estallar). Pero no es la única razón por la que voy al taller, voy porque creo que un texto sólo puede tener vida si se enfrenta a la mirada de un otro.
Siempre me pregunto por qué escribo. En la superficie para calmar una ansiedad que no me deja vivir. En el fondo, por la misma razón por la que leo, por la misma búsqueda. Cuando era adolescente leía en su mayoría autoras mujeres (Ángeles Mastretta, Gioconda Belli, Laura Esquivel, Úrsula K. Leguin, Louisa May Alcott, Clarice Lispector, Jane Austen, entre muchas otras). Y a muy pocos hombres; solo me vienen a la cabeza García Marquez, Héctor Tizón y Ray Bradbury. Leía a las mujeres porque escribían más (o yo creía eso) sobre sus cuerpos, sobre sexo y amor, y eran los temas que me interesaban obsesivamente. Leía sobre mujeres que tenían amantes y proyectos, que se divertían y también sufrían, y vivían de formas muy distintas a las mujeres de mi entorno. Creo que me siguen atravesando el cuerpo preguntas parecidas cuando leo y escribo.
Como al principio tenía poca vida social en Buenos Aires, creé un sistema de supervivencia basado fuertemente en la literatura: escribir todos los días, ir a ciclos o presentaciones, recorrer librerías, leer mucho, hablar con gente que esté en la misma. Creo que el deseo de escribir lo tuve siempre, pero solo pude creer en lo que escribía cuando me mudé a Buenos Aires, una ciudad desconocida en la que no tenía un sistema afectivo. O creía (aunque sea un poco) en lo que escribía o me comía la ciudad. Digo que vivo entre dos ciudades porque en mis textos nunca dejé de estar en Tucumán, pero tuve que irme para autorizarme a escribir.
Febrero 2020, Buenos Aires.
Imagen: Luzqueti
Nació en Tucumán en 1992. Es licenciada en Filosofía y becaria doctoral del CONICET. Investiga la obra de la escritora Elvira Orphée. Cursa la maestría en Estudios literarios de la UBA y el doctorado en Ciencias Sociales de IDES-UNGS. Drogas y un libro de poesía a la moda es su primer libro.
Gracias por esto, a tenido mucho sentido para mi, siendo otra tucumana mas en buenos aires, con la misma sensacion de seguir viviendo en dos ciudades.