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ISSN 2684-0626

 

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«está comprobado que una comunidad que apoya su literatura tira menos papeles en el piso»

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Sobre Edgardo H. Berg, de Fabián Soberón (versión impresa)

Por Pablo Campos |

El Prólogo, o la relatividad del punto

“Cuando ya se dijo todo, cuando la escena parece haber terminado, está lo que viene después”, leo al final del Prólogo que lleva la firma de Edgardo Berg. La idea, o el mosaico de ideas, que ofrecen esas palabras me retuvo en un extenso deja vú. Por un tiempo no pude avanzar en la lectura del libro, tuve que detenerme en el obstáculo de esa familiaridad repentina. Estancado al punto de repasarla una y otra vez con los ojos cerrados, me sumergí en la aparente simplicidad de esa frase. Conjeturé que acaso esa transparencia dependía de la fluidez del formato narrativo, pero bastó un breve juego mental para descartar mi conjetura: imaginé la frase aislada, escrita en una pared cualquiera. En el aislamiento de ese mero grafitti la concentración de sentido permanecía intacta y, tal vez, acrecentaba sus implicancias. Opté por abandonar especulaciones que retrasaban mi lectura. Sin embargo a mitad del libro no pude resistir la manía y retomé la cuestión.

Vencido por la impaciencia, concluyo que esa frase de Berg entraña la pregunta por el acceso al texto o, en realidad, a su negativo, a su reverso: no se trata sólo de cómo accedo a un texto, sino de cómo accede un texto a mí, cómo accede -y sobre todo cuánto y cuándo abandona- un texto al lector. Por supuesto que esa lánguida explicación no desaloja un problema que puede permanecer sólo (y nada más que) abierto porque implica a la interpretación, a la memoria, al gusto (¿qué es esa cosa, el gusto?), y que flota para mí como tildado entre el Prólogo que firma Edgardo H. Berg y todo un umbral de inquietudes que habían permanecido, hasta ahora, añejadas por el olvido.

Ahora releo cada párrafo del Prólogo de Berg para aprobar o descartar mis palabras y decido que mi excurso puede quedar como está. Pero recuerdo, sé, que la relatividad del punto, ese antiguo y diminuto invento gráfico, acecha con su titilar ininterrumpible. Lo dicho: “Cuando ya se dijo todo, cuando la escena parece haber terminado, está lo que viene después”. 

 Inscripción, o asumir la propia escritura

En esta categórica página Soberón comparte los filtros a través de los cuales escribe: con la prodigalidad de un nudista, los pone a disposición de nuestra facultad lectora. Subyace -pregunto- a esa firme voluntad de allanar claves de lectura, la previa y ardua reflexión de Soberón sobre la propia creación. Ese añoso autoconocimiento sostiene la franqueza, la contundencia, de esta Inscripción. 

Los cuentos, la confidencia hecha ficción

La versión impresa del libro (la primera edición, en formato digital, contenía seis cuentos) ofrece catorce narraciones (más una Biografía en suspenso que cada lector/a, decidirá si debe ser considerada, también, como relato ficcional). Berg narra, Berg es narrado es la premisa, el sello -la unidad de cara/seca- que atraviesa las páginas. Para esta reseña he seleccionado los cuentos que más han exigido mi lectura, aquellos en los que las pausas, el disfrute y las relecturas han sido más intensas.

Mar del Plata, Tucumán, y un baúl de inquietudes y entusiasmos compartidos por Berg y Soberón, vertebran una relación de varios años. Caracteriza a estas prosas la búsqueda de un balance entre los rasgos apolíneos en la enunciación y un dinamismo emparentado con la técnica cinematográfica: los planos son montados por Soberón con agilidad, los sonidos y los colores varían su intensidad según sea la atmósfera que se busca recrear. Esa batería de recursos es función/marco/esqueleto, del elemento diálogo. Allí, en esa especie de núcleo, el narrador evoca sus conversaciones con Edgardo Berg: no es la voz de Berg lo que escuchamos, como si fuera una desgrabación, sino la versión de esa voz, mediada por la narración de Soberón. Infiero la dificultad, sorteada por Soberón, que implica esa tarea.

En el cuento El gordo, el dueño del apelativo es John William Cooke, destacado actor de la historia del peronismo. Entre los diálogos que mantienen Berg y Arturo Serna (visitante frecuente de la prosa de Soberón), Mar del Plata se despliega como una postal de colores gastados, a tono con el esplendor burgués que construyó esa ciudad ilusoria, decadente, majestuosa. En ese paisaje conversan Berg y Serna: es invocada la filosofía y la música clásica contemporánea (Theodor Adorno, Hanns Eisler), la pintura (Turner), el cine (Godard). Por momentos caminan y por momentos se detienen, cerca del Casino, a esperar la llegada de Carlos Escudero, amigo de Berg, viudo resignado, cinéfilo empedernido. Algunas anécdotas sobre Escudero -que nunca llegará a la cita- serán la llave de otro relato que tiene como protagonista a John William Cooke. Este es el Cooke que se precipita en la ciénaga de la ludopatía, ahogado en ríos de alcohol y cocaína. Pero el trazo de tal impulso autodestructivo remitirá la curiosidad del lector hacia la complejidad biográfica de ese diputado que en 1955 fuera designado como el representante de Perón en la Argentina.

Brenda Frazer y Ceferino Namuncurá depara dos relatos contados por Berg. En el primero somos convidados con detalles penosos de la vida de la poeta beat Brenda Frazer, esposa de Ray Bremser, también poeta. El segundo relato que refiere Berg surge del sórdido recuerdo de sus abuelos: en pocas y escuetas líneas, se narran acciones donde la violencia es redoblada, profundizada, por la normalización del delirio religioso. Bajo la aspereza de los dos episodios inferimos un espinoso interrogante acerca del acto de narrar: por qué contamos -o nos contamos- ciertas historias, por qué recurrimos quizá no estrictamente a la única y misma historia, pero sí a las mismas historias. No me parece este un asunto menor. Su exigencia, su vital y problemática naturaleza, me impide abordarlo en este espacio (o en cualquier otro, en realidad): queda pendiente, siempre, más allá de mi agenda de lector.

Berg por Berg es un título curioso. Anticipo que no se trata de Berg hablando de sí mismo, sino del músico Alban Berg y del enigma de su Suite lírica. Pero esa disertación  será superada de un plumazo por una anécdota sobre Miles Davis, el genial estilista del jazz. El padre del trompetista ha muerto a kilómetros de distancia, ahora imaginemos a Davis mirando por la ventana, con la trompeta en la mano. Esa secuencia me ha parecido, por la fuerza de su melancolía, por el impacto de su patetismo, una de las más logradas del libro. Si yo pudiera elegir un artista que ilustrara ese momento de la vida de Davis, elegiría sin dudas a Hopper(1).

Muchas cosas se cuentan en El observatorio. El título alude a un observatorio astronómico construido -en la ficción- por el criminal nazi Adolf Eichmann, durante su estancia en la ciudad de La Cocha (Tucumán). Pero el hechizo de ese edificio imaginario emerge como símbolo en el diálogo, o la discusión, entre Berg, Soberón y dos amigos suyos: José y Manuel. La adolescente, o adolecida, postura de José podría resumirse así: ¿son compatibles la filosofía, puntualmente la metafísica, con una ciudad como Tucumán? En principio no. Por eso el encuentro de Alberto Rougés(2) con Ortega y Gasset, durante su visita a Tucumán, fue una bisagra que dio a la provincia un brillo inédito. La charla de Rougés con Ortega es para José un hito que lo emociona y lo enorgullece. La escena de los dos filósofos caminando mientras hablan de la eternidad está servida para la más descarnada sátira. Berg se limita a sumarse, sin ganas, al brindis por el idílico paseo. Adivino, en ese desgano, el pensamiento de Berg: es un observatorio no sólo el que apunta a los cuerpos celestes, sino también el que apunta su lente (desde el interior obnubilado de José), a los popes de la filosofía europea, esas lejanas luminarias culturales (es decir, ético/políticas) que resplandecen a miles de kilómetros de Tucumán.                         

En el cuento Los noventa, Berg habla de la imagen de un helicóptero descolocado y hermético (adentro, entendemos, escapa Fernando De La Rúa), y dictamina al respecto: “La huida de un presidente dice claramente que el poder está en otra parte”. Me parece una sentencia notable, no sólo porque extrema la síntesis de un momento histórico, sino porque su raigambre, su ADN, es argentino o, más bien, criollo: más que en ningún otro lugar, un presidente que huye a bordo de un helicóptero sintetiza el ápice de esa época, los noventa. En esa aeronave el presidente/títere (“abandonado” ya por sus titiriteros) escapa de la furia de un pueblo enardecido por el hambre.

Club de Escépticos es un sueño narrado con alucinada verosimilitud. El narrador confiesa sus dudas acerca de la Sociedad Escépticos Unidos de Mar del Plata, donde busca ingresar a través de una contraseña. Una vez dentro del inefable grupo, descubre que a la cabeza, como un miembro venerable, se encuentra Mario Bunge, el epistemólogo argentino de prestigio mundial. El anciano (me cuesta concebir un Bunge joven) toma la palabra y deja planteada la antinomia fe/escepticismo. Bunge no expone una oposición limitada al campo de lo teórico, sino un enfrentamiento de consecuencias directas en la vida social. Su intervención es una convencida arenga, una convocatoria a la acción, una cruzada (revolución cultural es la expresión que utiliza el narrador) donde el bien y el mal no sortean los papeles. El escepticismo, por supuesto, es el bien y la fe, el mal. La convicción del grupo -ese Mario Bunge los sintetiza- es pariente de la candidez de José, aquel personaje del cuento El observatorio. La atmósfera onírica en Club de Escépticos favorece la aparición, como en una precuela, del misterioso Arturo Serna.     

El devenir de Berg

¿En qué deviene el propio contorno, una vez que la escritura de otro expone esa silueta siempre incompleta, a la recepción de incontables e inciertos lectores? Extraña experiencia la de Berg: la de ser, en vida, narrado por otro. ¿Cómo percibo, seguramente se habrá preguntado el crítico, docente, investigador y escritor Edgardo H. Berg, a ese otro Berg que Soberón ha ficcionalizado?


Arte de tapa: Bruno Soberón


           

Notas:

(1) Edward Hopper (1882-1967): artista plástico estadounidense. Su trabajo aborda personajes inmersos en la soledad urbana y rural contemporánea.

            (2) Alberto Rougés (1880-1945): filósofo tucumano, autor del libro “Las jerarquías del Ser y la Eternidad”. 

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