Por Verónica Gutiérrez |
La escritura es un modo de mirar
Bajo el título Lugar que vuelve. Cuentos en rondas (2022, La Papa Editorial y Libros Tucumán Ediciones) se reeditaron los cuentos que Alba Vera Figueroa publicara en 1995 en una edición de autor. Corregida y ampliada, esta nueva edición completa la tríada de la autora, formada por Los irreales (Metrópolis Libros, 2021) y por El crepitar de la memoria (Metrópolis Libros, 2022).
Los veintidós relatos que componen el libro se agrupan en cuatro “rondas” y un epílogo (Ronda histórica, Ronda de mujeres, Ronda de pinturas y Ronda de misterios). Diversos en sus tramas, los enlaza (con algunas excepciones, como “Rituales”) la apuesta por una poética que bordea siempre un espacio que dialoga con lo fantástico, lo extraño, el sinsentido o el juego. Y un tono, en el que coexisten la ironía crítica, algo del humor, cierta nostalgia, la angustia, el miedo.
Los cinco relatos que conforman la primera ronda son, con seguridad, los cuentos en los que la relación entre el universo ficcional construido y la historia reciente de la Argentina es más visible. La primera edición del libro aparece durante la década del 90. Ese no es un dato menor, ni remite solamente al contexto de la escritura. La textura de ese fin del siglo XX en la Argentina (podríamos hablar, con Raymond Williams, de la “estructura de sentimiento”) constituye la materia y la música a partir de la cual toman forma muchas de las historias en una Tucumán marcada por las heridas de la última dictadura militar y por las políticas neoliberales de los 90. Ese es el suelo sobre el que se asientan los primeros cuentos del libro, ese es el momento histórico del que la imaginación da cuenta a través de situaciones y de personajes que “testimonian” o ponen en escena la crisis económica, política y vital de esos años.
Sabemos que la provincia de Tucumán fue el espacio donde tomó forma, con el Operativo Independencia, el Terrorismo de Estado durante los años 70. Si ese Terrorismo de Estado penetró hasta los lugares más recónditos del país, en la provincia de Tucumán ejerció la represión con una fuerza inusitada. Intentaba arrasar con un movimiento obrero organizado y politizado, y con una intelectualidad comprometida. Sabemos también que esa represión feroz fue el mecanismo a través del cual se preparó el terreno para la implementación de un modelo económico que terminaría de cristalizar en la década de 1990. Hay una conexión indiscutible, entonces, entre la última dictadura militar y lo que vino después. Y en Tucumán esa continuidad se volvió tan nítida que se tornó casi increíble: fue Antonio Domingo Bussi, ex represor e interventor durante la dictadura, electo por el voto popular en los años noventa, quien llevó adelante las medidas que impuso el neoliberalismo: desregularizaciones, privatizaciones, despidos masivos, cierre de empresas, reformas educativas, instauración de un discurso que exigía obedecer al mercado y dejar en la desprotección a miles de sujetos, arrojándolos a la vida precaria, “desmunidos” de derechos y de sus propias historias.
Los relatos de la “Ronda histórica” de alguna manera responden a la pregunta ¿cómo contar una realidad inaudita?, ¿cómo imaginar con la literatura una época en la que todo podía perder su suelo, en la que lo que ataba a los sujetos a la vida, a lo cotidiano, al sentido podía evaporarse, desvanecerse, volverse líquido? Otro escritor tucumano, Eduardo Rosenzvaig, se preguntaba -también por esos años- cómo dar cuenta de una realidad, la tucumana, marcada por las cicatrices de la dictadura. Rosenzvaig advertía que era imposible aprehender algo de todo aquello si no se recurría a lo que él llamó “realismo desatinado”, un tipo de apuesta estética que quiebra con el realismo y es capaz, por eso, de decir sobre una realidad que tiene mucho de desatino.
En varios de los cuentos de Lugar que vuelve, lo que acontece, insoportable e incomprensible, hace virar la trama hacia el absurdo o hacia cierta atmósfera del fantástico, incluso de lo onírico. Es lo que sucede en “Historias selladas” y en “Están cableando la ciudad”. En el primero de los cuentos los personajes, ancianos o envejecidos, deambulan buscando sus expedientes (y sus historias) por las oficinas del Estado provincial, que han quedado abandonadas luego del traspaso de las cajas jubilatorias provinciales a la nación y la conformación de las administradoras de jubilación privadas. En “Están cableando la ciudad”, los operarios de una empresa de comunicaciones hacen el tirado de cables por las calles para acelerar y modernizar las comunicaciones. Cada vez que colocan y estiran un cable, alguno de los personajes mueve el cuerpo de manera extraña, como si esa pierna, esa mano o ese brazo que se mueve estuviese atado a los cables que están desplegando por la ciudad. En el cuento, la modernización neoliberal muestra su envés: frente la panacea noventista de la conexión total, frente al elogio del éxito individual, al desarrollo económico de un sector social, los cuentos exhiben la desconexión, el silencio, el dolor en el cuerpo, la expulsión. No hay una cosa sin las otras, parecen decirnos las historias de Vera Figueroa.
Los personajes parecen por momentos fantasmas que recorren pasillos, rememoran, se recuerdan jóvenes. Son los restos de una historia que ha arrasado con casi todo. En “La tierra, siempre la tierra” la protagonista narra lo acontecido desde el exilio y en su discurso los años noventa se confunden con los de la última dictadura cívico militar:
Un día me vi: yo, Lila Trover, inerme ante las máquinas y sus taladros y también ante las zanjas que quedaban abiertas por las noches; entre el ruido y nuestra mudez. Confieso que sentí terror de desaparecer.
—¿Así como sucedía durante la dictadura?
—Raro, sí… Alguna lucidez me decía que ese pánico respondía a un recuerdo que debía olvidar… (“La tierra, siempre la tierra”).
Esa continuidad entre la dictadura y los años 90 es advertida por los personajes:
Trasponemos el umbral de nuestra casa y me siento a salvo con mis hijos. Preparo la cena y desde el televisor dan noticias sobre grandes cambios económicos. Un hombre de grandes patillas extemporáneas nos pide confianza y asegura que no va a defraudarnos mientras sonríe socarronamente a la entrevistadora enjoyada. De la boca del hombre se escucha es un gran zorro refiriéndose a su vicepresidente y la mujer mediática responde con mohines de complicidad. Mis hijos me miran interrogándome, esperan algo de mí, una señal de aprobación o disgusto ante lo que vemos. Decido apagar el televisor, pero justo antes el hombre de las patillas dice algo sobre indultos en consonancia con la Ley de punto final, que nada de juicios por delitos de lesa humanidad, que somos hermanos y debemos enfocarnos entre todos en las leyes del mercado. (“Están cableando la ciudad”).
En “Están cableando la ciudad” las zanjas abiertas por los operarios de las comunicaciones recuerdan/se confunden con esas otras zanjas abiertas en la tierra, las fosas comunes donde la dictadura arrojó los cuerpos de los desaparecidos.
“Yo hacía esfuerzos inútiles por discernir entre el recuerdo de esos hechos y la nueva realidad, en los años noventa. Pero las calles me aturdían, lo mismo que el indulto a los genocidas. Creo que alguna capacidad mental para separar los hechos dejó de funcionar en mi cerebro. Asociaba las nuevas zanjas de las calles con aquellas fosas comunes; el ruido de los taladros, con las picanas eléctricas de los centros de torturas. Los camiones de las empresas me parecían camuflados, parecían ocultar los Ford Falcon con armas de guerra apuntando desde las ventanillas. El ruido, el polvillo y nuestro propio sigilo fueron todo uno. Creo que hasta mi piel recordó el miedo a desaparecer, no sabría explicarlo de qué modo. El miedo… ese estremecimiento eléctrico que termina en las yemas de los dedos, de las manos, de los pies. (Están cableando la ciudad).”
Los cuerpos que recorren estos textos están sumidos en algún estado que hace patente cierta desconexión o incomodidad con el orden de las cosas. Por momentos recuerdan a los personajes y a los cuerpos que recorren las páginas de un texto clave de la literatura latinoamericana, Indicios Pánicos de la uruguaya Cristina Peri Rossi, texto que, publicado en 1970, anticipa los mecanismos de terror sobre los cuerpos que serían utilizados unos años después por las dictaduras militares en el Cono Sur. Como los de Cristina Peri Rossi, los relatos de Alba Vera Figueroa dan cuenta de situaciones de represión y exilio desde una apuesta en la escritura que enrarece el relato y roza el absurdo.
Las militantes mujeres, las figuras femeninas, las madres nutren además las páginas del libro. Es que Alba Vera Figueroa indaga en la experiencia vital de las mujeres: la maternidad y sus formas, los amores. Por eso su narrativa puede leerse quizás junto a la de otras escritoras que abordaron la militancia de las mujeres en el norte de la Argentina: pienso en la tucumana Sara Rosenberg, por ejemplo.
La experiencia femenina que en “Ronda Histórica” se entrelaza con la historia del país, en “Ronda de mujeres” se vuelve hacia lo doméstico, lo cotidiano, se interioriza, aunque no deja de mostrar que esos interiores son también históricos y están transidos por lo social. En “No me olvido de nada” dos vecinas, que en un principio conversan sobre la protagonista de una telenovela, terminan hablando sobre el viaje urgente y algo misterioso del marido de una de ellas a Zapla, porque en la zona donde viven ya no se consigue trabajo. Zapla, en Jujuy, fue el lugar elegido por los ex represores y miembros de los grupos de tareas de la dictadura militar para “esconderse” durante las primeras décadas de la democracia.
Como sucede con los primeros cuentos, aquí algunas de las historias también derivan hacia zonas de lo fantástico, justo allí donde lo familiar se enrarece. Las figuras femeninas de los relatos tienen algo que las aleja de lo esperable: una costumbre extraña (cuidar helechos como a hijos), una manera diferente de enlazarse al mundo, una manera rara de mirar.
Los cuentos de Alba Vera Figueroa, agrupados en rondas, recuerdan ese gesto antiquísimo de los hombres contándose historias en rondas alrededor del fuego. La palabra “ronda” puede aludir tanto a esas rondas de hombres y mujeres relatando historias como al juego de los niños, juego que se articula en torno a la repetición. Puede aludir también a las rondas de las Madres de Plaza de Mayo, como un ejercicio de protesta y denuncia contra el silencio de los represores.
¿Para qué contar? ¿Para qué durante milenios los seres humanos se contaron historias? ¿Para conjurar el miedo, para comprender, para mirarse en esas historias ficcionales? Como sostiene David Lagmanovich en el prólogo a la edición de 1995 -que esta edición de 2022 atinadamente ha conservado-: “No hay escritor que no narre de una manera u otra […] La constante narración es el testimonio de una búsqueda. En todas las actitudes literarias posibles, seguimos buscando los secretos de esa forma que es a la vez la más tradicional de la literatura, anterior en milenios a la invención de la escritura, y la que parece tener mayor capacidad de mutación. No hay escritor que no narre, y hay pocos escritores que no hayan comenzado su carrera sin intentar el proceso de la narración: la figuración o refiguración de la realidad”.
La escritura en Lugar que vuelve es un modo de mirar, una apuesta personalísima que opera como maquina que figura o refigura lo que es difícil de comprender, la historia marcada por la violencia, los rincones de la subjetividad, el miedo, la situación de exilio, las pérdidas, la vida.
Nació en Salta, en 1982. Es Licenciada en Letras por la Universidad Nacional de Salta y Doctora en Humanidades por la Universidad Nacional de Tucumán. Ejerce la docencia y participa de proyectos de investigación sobre la literatura del NOA en la Facultad de Humanidades de la UNSa y en la Facultad Regional Multidisciplinar Tartagal.