Por Verónica Juliano |
En 2017, la editorial Humanitas publicó la obra completa de Juan González, incluyéndola en su colección Letra y Voz, una especie de catálogo exquisito que reúne varios imprescindibles como Playas (2016) de Hugo Foguet o La inquietud cautiva (2017) de María Elvira Juárez, por mencionar solamente algunos. Reunir una obra poética de la envergadura de la obra de González es, sin dudas, un hecho destacado en el campo editorial. Por un lado, porque no es posible imaginar un estado de la poesía argentina que excluya a este inmenso poeta. Por otro, para contrarrestar el peligro máximo que acarrea la falta de reedición: la dispersión y el olvido.
La obra de Juan es tan vasta como indispensable. Comprende los poemarios Los días y la tierra (1962), Mandatos y revelaciones (1969), El grito en el cielo (1982), Pasión de la tribu (1988), Tribulaciones de la lengua (1988), Cartas de Andrea de Azcuénaga (1991), De ella se decía (1993) y La conversa (libro inédito, incluido en las Obras completas).
Sin proponérselo, con su poesía luminosa González refutó la advertencia de Theodor Adorno (uno de los máximos referentes de la escuela de Frankfurt): “Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie”. Claro, después de la experiencia histórica del horror de los campos de concentración nazi parecía inconcebible que pudiera aflorar un ápice de belleza. Sin embargo, pese a la muerte de su hijo Hernán y a su exilio forzoso durante la última dictadura militar argentina, González pudo transformar el hondo dolor en belleza creadora y escribir versos vitales –quizás los más tristes, alguna noche– que dijeran la verdad e hicieran un acto de justicia.
Las Cartas de Andrea de Azcuénaga entraman un epistolario posible. La puesta en marcha de una escritura en el encierro que surge para ser memoria y para burlar los muros incapaces de contener la turbulencia del lenguaje poético. Su potencia los perfora y se libera. Las cartas trascienden y completan su destino en las manos anhelantes de quien las recibe. Las cartas restituyen la ausencia. Las cartas disputan el sentido de una experiencia pretendida vacía de sentido. Las cartas “hablan” para contrarrestar la omnipotencia del silencio. Las cartas encuentran su razón de ser porque saben que alguien las espera. Las cartas permiten decir: “Estás aquí de nuevo / te veo entrar por la ventana” y fantasear con un abrazo transparente, incorpóreo, correspondido.
Hay algo increíblemente hermoso en la palabra correspondencia. Y es que toda correspondencia se funda en un gesto de reciprocidad necesaria. No es posible pensar la palabra por fuera de ese flujo. Como el juego de unir con flechas el elemento de la columna de la izquierda con su correspondiente de la derecha para evidenciar la relación existente. Y, también, para unir aquello que se encuentra separado. Y, acaso, para remediar esa separación.
*Imagen: Cartas de Andrea de Azcuénaga de Juan González
Verónica Juliano nació en San Miguel de Tucumán, donde reside. Es docente e investigadora en la UNT. Lleva a cabo diversas acciones vinculadas a la promoción de la lectura. Eventualmente, escribe.