Por Leopoldo Silva |
Viajaba por el mundo pero siempre volvía. Iba a su casa materna en Buenos Aires, pero se daba sus escapadas a Tilcara. Desde la primera vez, a los dieciocho años que visitó Jujuy, hubo una fuerza que hizo que nunca más pueda desprenderse de esas tierras.
Vivió con esquimales en Yukón, durmió en el Himalaya, recorrió desde Argentina hasta Alaska ida y vuelta en camioneta, se tomó el transiberiano, visitó incontables veces la India y se enamoró de la cultura japonesa.
Continúo con sus viajes, pero Lucio Boschi, cada vez estaba más instalado en la Quebrada. Muchos de sus trabajos como fotógrafo en esos años fueron sobre la gente de la comunidad andina. En sus obras hay una especie de fascinación por ciertos temas: los ritos, las danzas, los rostros, las pieles curtidas por el viento y sol de la montaña, lo simple.
En 1999, y después de un tiempo instalado en Jujuy, Lucio averiguó para adquirir un terreno en Huichaira, a quince kilómetros de Tilcara. Lo consiguió y edificó en el medio de los cerros. Solo un puñado de familias eran las que vivían allí. Años más tarde construiría el primer museo exclusivo de fotografía del norte argentino.
Los dos mil recién comienzan y pocos saben que la economía colapsará en unos meses. Facundo Toconás trabaja atendiendo el locutorio al frente de la comisaria de Tilcara, en diagonal a la plaza principal. Cada tanto el fotógrafo Lucio tiene que caminar de Huichaira hasta Tilcara. No siempre se puede acceder en auto. En épocas de lluvias el río trae mucha tierra y solo se puede pasar caminando o a caballo. Lucio va para a abastecerse y, de paso, ir hasta el locutorio: “entraba como en una especie de receptáculo, cerraba una puerta acordeón y me sentaba en una sillita. Había una repisa de vidrio con el teléfono, eso usaba de oficina. Iba con mi plancha de contactos, mi lupa, agenda. Cuando corría la puerta e iba a pagar, el chico que atendía, Facundo Toconás, siempre me hacía muchas preguntas sobre lo que yo hacía: me decía ¿y está foto? ¿Y esta otra foto?”.
De repente Lucio dejó de ver a Facundo, le perdió el rastro. Toconás se había ido. Después de cinco años de estar por última vez con Lucio en el locutorio, un día en Buenos Aires, leyendo el diario, Facundo se enteró que Boschi hacía una muestra. Fue a verla y después lo fue a buscar.
“Salía de dar una charla en una escuela, levanto la vista y veo que viene cruzando la calle Facundo. Era algo insensato que estuviera allí. Yo me había quedado con el chico del locutorio, nos abrazamos y le pregunté qué hacía ahí. Me dijo, ‘Usted jorobó tanto con la fotografía que me vine a estudiar eso.’ Y me regaló unas fotos.” Relata Lucio.
Cuando le pregunto a Facundo sobre aquel encuentro entre ambos, me cuenta que ha sido fuente de mitos y relatos entre los cercanos. “La realidad es que nunca hablamos con él sobre eso. Nos cambió la vida ese encuentro, no hace falta decirlo. Es como algo no dicho que está presente, muy íntimo. Pienso que si lo hablamos perdería la magia, creo que él también opina lo mismo.” Toconás habla pausado y con una voz suave. Sobre su relación con Boschi agrega: “sí, hay una especie de atracción. Muchas cosas que hago tienen que ver con él y viceversa. Es algo que pienso seguido. Es como si estuviéramos conectados y sin saberlo nos encontramos en el locutorio. Nos dejamos de ver pero había algo latente”
Facundo continuaba viviendo en Buenos Aires mientras Lucio se afincaba en Huichaira. El deseo de concretar un museo de fotografías en el medio de la montaña se consolidó a partir de ese encuentro. En 2005, Lucio contó los ahorros que tenían con su esposa: les alcazaba para construir la estructura modera que imaginaban o para costear las obras que pretendían exhibir. El terreno ya lo tenían, era el mismo donde se encontraba su casa.
Lucio quería que en esas tierras, en las que tantos artistas se habían inspirado, existiera un lugar donde estuvieran expuestas obras de los grandes de la fotografía argentina. “Yo había llevado fotos de estas comunidades por todo el mundo, ahora quería que la fotografía venga a la comunidad, me gusta pensarlo como una ofrenda”.
Con respectos a las obras, Boschi habló con amigos fotógrafos, les contó del proyecto y ellos decidieron donarle. Marcos López fue uno de los primeros en sumarse a la lista. También contactó a colegas que no eran amigos y ellos aceptaron colaborar. En la actualidad el Museo en los cerros (Mec) ya no tiene que pedir obras, son muchos los fotógrafos que ponen su material a disposición. Cuenta con una colección permanente de cuarenta fotografías repartidas en sus tres salas, y durante la pandemia han construido otras dos.
El museo se sostiene con un sistema de mecenazgo: una pareja de estadounidenses, un francés y un japonés aportan dinero para el funcionamiento del museo. “Mi idea era invertir todo en la construcción, conseguir las obras, pero que el Mec se pueda sostener. En mis viajes y muestras, mientras construía el museo, les fui contando a coleccionistas privados y contactos. Entonces así surgió la idea de este sistema de padrinos y es como el museo funciona.
No todo fue sencillo, Lucio debió ganarse el respeto de los habitantes del lugar. Si bien, y después de muchos años, considera a algunos como parte de su familia, cuenta que es muy difícil que los lugareños te incluyan para formar parte de sus vínculos más cercanos. “Se puede convivir con tranquilidad y tener muy buena relación: eso sí. Pero incluirte, no. Solo en caso excepcionales. No funciona así.”
Entre las personas que Boschi sintió que eran parte de su familia se encontraba Ricardo Vilca, uno de los más grandes compositores de nuestro país. Tan cercana fue su relación que el músico, oriundo de Humahuaca, lo eligió como padrino de Juana, su hija. Cuando terminó la escuela, Juanita decidió que quería estudiar fotografía. Lucio junto con Ricardo la ayudaron para que fuera a estudiar a Tucumán.
Ocasionalmente Boschi recibió críticas y miradas con recelo. Siempre, antes de realizar una muestra, se reunía con la gente de la comunidad, les mostraba las fotos y las seleccionaban juntos. Si no les convencía alguna foto, él la descartaba. Al fin y al cabo, muchas de ellas eran de sus rostros y retrataban su cotidianidad. Para la materialización del Mec fue igual: antes de arrancar, cuando la idea recién comenzaba a caminar, se reunió con los habitantes de Huichaira, les contó sobre el proyecto. Ellos aceptaron sin saber cuánto influiría eso en sus vidas, o si acaso lo haría.
Lucio no fue el único, muchos son los que cansados de la vorágine en la ciudad apostaron por Tilcara como lugar para rehacer su vida. No es un fenómeno nuevo: ya hay segundas y terceras generaciones de quienes arribaron hace varias décadas. Sobre todo siguen llegando de Buenos Aires.
Es Julio, el frío se siente y en Tilcara hace rato que no llueve. El polvo y la tierra están por todos lados; se levantan y andan dando vueltas, te maquillan la cara. Polvo de la Quebrada que acaricia los cachetes.
Tilcara atrae a la gente. Se da un fenómeno muy particular: es una ciudad muy amigable para el que viene de afuera, hay mucha movida cultural, danza, música y arte. Además su economía ha ido mejorando con el turismo, lo que permite que se abran muchos comercios. En los de la calle principal escucho muchas tonadas porteñas. Hoteles, cervecerías, negocios de ropa de diseño hindú y bares. La mayoría atendidos por gente que no es del lugar. Me cuentan que los dueños -en su mayoría no son de Tilcara- suelen contratar gente de otras provincias.
En algún momento hubo asperezas cuando los locales sintieron que les arrebataban los mejores puestos de la plaza principal. Ahora eso se calmó. Los colores inundan la plaza, se venden artesanías, ponchos y recuerdos. Sigue habiendo locutorios donde los chicos van a jugar a los videojuegos, aunque con la irrupción de internet muchos tienen la posibilidad de jugar en sus casas.
En el hostel se sorprenden cuando les pregunto sobre el Mec. No es algo que les suelan consultar. Desde la plaza se llega rápido en taxi. Gabriel, el chofer, me cuenta que muy poca es la gente que visita el museo. No suele manejar hasta Huichaira pero cree que el camino está bien.
Después de quince minutos por una calzada de ripio y tras cruzar dos veces un río, Gabriel frena el auto. Veo el museo, una idea confusa me invade: creo que es moderno, hermoso y simple. Una estructura con un respeto por el entorno. Llama la atención, deslumbra, pero también se camufla; y después de ese input visual se funde con el paisaje, forma parte de él. El museo no solo tiene el color de las montañas de Huichaira, parece ser parte de ellas. Como en los documentales de la selva donde muestran camaleones que sorprenden por la vivacidad de sus colores y después se camuflan, el Mec se fusiona con el paisaje.
No parece haber nadie y el silencio sobra. La puerta está abierta y las luces apagadas; igual no hacen falta. Los ventanales hacen pasar un haz de luz que rebota en todos lados.
En las salas con muestras permanentes están expuestos los fotógrafos más consagrados de Argentina: Marcos López, Juan Travnik, Cristina Fraire, Martín Weber, Adriana Lestido y Santiago Porter están pegaditos, una con el otro, como si fueran tesoros en un oasis. La colección es invaluable.
El museo no tiene nada de austero, en absoluto. Ni en su construcción, ni en sus obras y tampoco en su concepción. Se percibe una búsqueda por alcanzar algo como un todo. Antes de comenzar el recorrido, un escrito colgado en la pared afirma sus intenciones: “…Un museo de fotografía, en el medio de la montaña, entre los pueblos originarios, hace unos años hubiese sido insensato. Hoy en día tal vez lo siga siendo, sin embargo algo cambió, ahora todos tenemos una cámara de fotos en la mano y la ilusión intacta.
Una puerta que se abre de par en par entre los cerros.”
Rodrigo Alonso es el curador que se encargó de la muestra permanente que se actualiza cada cuatro años. Recorrer las obras da una sensación de estar viendo muchos mundos, de distintos años, autores y técnicas. Fotos a color, en blanco y negro. Todas contando una historia. Y todas esas historias construyendo la historia del museo.
Hace cinco años que Facundo volvió de Buenos Aires para instalarse en su Tilcara natal. Desde 2017 se dedica a dictar clases y trabaja en escuelas, encontró en los niños una vocación. Cada tanto lleva sus alumnos al museo. “Cuando les cuento sobre el Mec, me gusta preguntarles cómo piensan qué es. La mayoría me responde que habrá muchas cámaras viejas.” Por eso, cree, es importante llevarlos.
Pueden pasar muchos meses sin que se vean, no hace falta. “Cuando Lucio viene es como Jupiter, todos quieren hablar con él. En cambio nuestros encuentros poco tienen que ver con la fotografía, muchas veces compartimos pero no hablamos, con la mirada ya basta.”
La fotografía como un espejo, un espejo en donde uno se refleja. Esa es la concepción que Facundo Toconás tiene sobre este arte. Y es por eso, sostiene, que el museo debe cumplir una función clave en la educación. Que los chicos de la zona sepan que cuentan con ese espacio: “Es difícil, el Mec sigue siendo algo para los turistas, la gente de Tilcara no lo visita. El desafío está en que los de aquí lo apropien como un sitio de referencia cultural, va más allá de la fotografía”.
En una de las salas del Museo, una fotografía de Lucio cuelga en una pared: es de una niña y está agarrando una pluma de cóndor. Una luz le proyecta el rostro, esa niña es Juanita Vilca y su mirada parece atravesar la punta de la pluma.
En la misma sala y como parte de la exposición permanente, una obra sobresale por el contraste entre lo que parece ser fuego y una noche limpia. El autor de esa obra es Facundo Toconás, primer artista Jujeño en sumarse a la colección permanente.
El museo está completamente en silencio, después de las salas una biblioteca con libros de fotografía invita a quienes lo deseen a quedarse ojeándolos, seguir sumando mundos. Entre los libros hay dos que se publicaron con el sello del Museo: Tocasaqui de Facundo Toconás y Esencia de Juanita Luz Vilca.
John Berger, hablando sobre la fotografía, afirma que él mira las imágenes con la curiosidad de descubrir alguna verdad, pero no una verdad sobre el arte, sino una sobre la vida. Y es que la fotografía nos da una ilusión de eternidad, justo en esa milésima de segundo que el mundo parece dejar de girar. Y ese instante queda inmortalizado. El Museo en los cerros parece una foto en la montaña donde hay muchas otras dentro.
Muchas veces tengo vértigo, siento que las cosas no tienen sentido. En cambio, otras veces, las piezas y las historias parecen encajar como un rompecabezas: Juanita Vilca, Huichaira, Lucio, Facundo, aquel encuentro entre ambos. Los locutorios y la tierra. Todos juntos en el museo. Quizá sea una hermosa ilusión; como la que producen las fotografías. Quién sabe.
Nació en Tucumán en 1998, es Licenciado en Comunicación Social (UNSTA) y Diplomado en Fotografía Documental (UBA). Cuando escribe narrativa flashea Juan Forn y escucha temas de El mató a un policía motorizado. Sostiene que la literatura es un milagro. Le gustan los gatos y la crónica periodística. Toma mate y duerme la siesta en el Parque Avellaneda. A veces se le pudren las naranjas en el canastito de la cocina. Ah y también es fotógrafo, ponele.
Me encantó!! Me hizo sentir como si lo estuviera viviendo
Hermoso relato de Leopoldo Silva. Hace de Huichaira una parada necesaria en el próximo viaje. Felicitaciones!
Bellísima crónica! Gracias