Por José Manuel Jiménez |
Tengo una viruta de madera en el ojo desde hace dos días y no puedo hacer nada sin pensar en ella. Las dos noches anteriores me dormí creyendo que al día siguiente no iba a estar más, pero no. Ahí estaba el objeto extraño en mi globo ocular. Sólo me habría llevado tres minutos buscar los anteojos y ponérmelos, pero no lo hice, comí el último chipá de la bolsa, saqué la sierra circular del armario, acomodé la tabla en la mesa y acerqué la cara a veinte centímetros de la línea de corte como si estuviera por hacer una intervención quirúrgica con láser. Cuando apreté el pulsador, las astillas volaron para todos lados. Con las manos llenas de aceite negro, uno de mis compañeros me corrió los párpados, miró atentamente con un chipá en cada mano, me dijo que no tenía nada y volvió a morder el chipá. Quizás fuera así, pensé. Pero esa misma noche, antes de acostarme, tenía el ojo completamente rojo y sentía un roce permanente al pestañear. Ahora, después de dos días, sigo con la idea de que el dolor va a desaparecer solo, por arte de magia.
Hace dos meses que me llamaron para trabajar como realizador en Art Attack, un programa de Disney. Yo nunca había escuchado hablar de él, pero a todas las personas a las que les comentaba me felicitaban como si estuviera por llegar a un lugar importante. Yo nunca lo creí así. De todas las explicaciones que me dieron el único dato que me quedó es que el conductor de este programa para niños era algo así como un yonqui que había muerto por sobredosis. El primer día de trabajo, me presentaron a mis compañeros y me acompañaron al galpón donde estaba el taller de utilería. A los quince minutos, bajó una chica del departamento de arte y nos indicó lo que teníamos que construir en el día. Veinte bastidores idénticos de dos por tres metros con sus respectivas patas de gallo para que puedan sostenerse. Como los mesones estaban ocupados por el equipo de producción, que se había expandido, tuvimos que armarlos en el piso del estacionamiento con el viento helado de Julio entrándonos por el cuello, los tobillos y las manos. A las tres horas comencé a toser y a sentir dolor de garganta, pensando en que posiblemente mañana tendría que venir engripado a trabajar. Desde las oficinas de producción ubicadas justo arriba del playón de estacionamiento donde todavía seguimos trabajando, directores, guionistas y productores pueden vernos todos los días como parte de un paisaje naturalizado mientras discuten las ideas y el contenido del programa. Jorge uno de los chicos que trabaja conmigo, me contó que desde hace unos años existe una ley por la cual una productora después de contratar a una persona tres años seguidos tiene que contratarlo como planta permanente. Lo que sucede finalmente es que después de tres años de trabajar en una empresa nunca vuelven a llamarte. El personal se renueva permanentemente y los trabajadores se pasean de una producción a otra, cobrando $330 pesos por hora. Al final del día pusimos el último clavo y arrastramos los veinte paneles en blanco al interior del galpón para que el equipo de pintura haga su “finish” y puedan por fin ser utilizados como telón de fondo de algún escenario mágico de Disney.
Cada vez que pestañeo siento como la astilla raspa con el párpado. No puedo elaborar un pensamiento sin que esté atravesado por esa sensación de aspereza en el ojo. Me gustaría por lo menos observarla microscópicamente, aunque sea solo por curiosidad. No tengo pensado ir a una clínica privada y tampoco a un hospital público. Tengo la fantasía de que un día me voy a levantar para ir a trabajar y no va a estar más. Sin embargo, cada mañana que abro los ojos, como una pesadilla recurrente, vuelvo a sentir la molestia. Ayer, llegué temprano fregándome los ojos al taller mientras los chicos tomaban mate y charlaban.
—¿Cómo se le dice al que vende chipa?
—Chipero
—No, chipacero, como manicero
—¿Y al que vende garripiñada? ¿Garrapiñadero? Garrapiñero. ¿Venden garrapiñada por allá todavía, en la estación Constitución?
—Olvidate, claro que las venden. ¿Y las tortillas esas con grasa?
—Más vale que venden
¿Hablarán de las tortillas de grasa que yo conozco? Después de preguntarme esto sentí una lágrima que me caía por la cara y me di cuenta que por diez minutos me había olvidado de la viruta. Más tarde comenzaron a llegar los mensajes al grupo de Whatsapp del taller con las tareas que teníamos que realizar que a nadie se le ocurría cuestionar. Hacíamos lo que nos indicaban al pie de la letra, pero si había algún error nuestra jefa de taller buscaba la manera de encontrarnos una parte de la culpa. No porque en el fondo lo sintiera así, sino por la presión que sentía del jefe del departamento de arte que a su vez sentía la presión del jefe del departamento de producción que a su vez sentía la presión del productor general. A veces, cuando teníamos que entregar algún trabajo en el set, podíamos ver tras bambalinas parte de lo que habíamos construido. Sólo mirar, nunca sacarle una foto, porque en el contrato de trabajo que firmamos figuraba que cada objeto o tarea que realizáramos pasaba a ser propiedad de “Disney Channel”. Después de la charla de los garrapiñaderos, chipaceros y de las tortillas de grasa fuimos a descargar fardos de alfalfa del estacionamiento al estudio tres para rodar un capítulo llamado “Feria de variedades”. Uno de los chicos dijo:
—Yo entiendo de este tema porque mis padres son del campo
—¿De qué campo le pregunté?
—De un campo en Santiago del Estero —dijo mientras levantaba el primer fardo.
En 1855 se creó en Buenos Aires el pueblo que recuerda a Manuel Belgrano. El sitio elegido fue el Camino Real o del Alto. Cuarenta y cuatro años después se funda el hospital Pirovano, en gran medida, para atender a los pacientes con fiebre amarilla. Mi abuelo Oscar, padre de mi papá fue médico clínico de un pequeño pueblo de Tucumán llamado Tafí Viejo. Recorría a caballo los poblados de montaña recibiendo poco a cambio. Vivió toda su vida, como mi padre, entregado a su profesión, siendo, quizás un extraño a su familia como también lo fue mi papá. Hace diez años en Tafí Viejo inauguraron un dispensario con su nombre, Oscar Jiménez. Yo tenía veinticinco años y mi papá aún vivía. Cuando dieron el discurso de inauguración, lo vi llorar por primera vez y sentí que entre él y mi abuelo había una comunicación fantasmal que ninguno de nosotros podía llegar a entender. El amor paterno, a diferencia del materno, necesita establecer distancias. Yo lloré al verlo llorar a mi padre sin imaginarme cuáles podían ser sus recuerdos y sensaciones en ese momento. Pensé que la lejanía que impuso con nosotros fue una manera de no hacernos daño con sus propios fantasmas utilizando como excusa el tiempo dedicado a su profesión. Todos los días, cuando camino de la parada de colectivo hasta mi departamento, paso por el Hospital Pirovano. A veces antes de dormir, juego a imaginar el edificio desprovisto de su función, simplemente como un cuerpo inmenso y blanco que aparece entre la trama múltiple, dinámica y grisácea del paisaje urbano.
Me refriego los párpados y me acuerdo de Carlos, un viejo compañero de taller en Tucumán. Lo recuerdo soldando, cortando con la amoladora, fumando un cigarro en los peldaños de la escalera metálica, siempre con algún ojo a medio cerrar, pestañando cada tanto, pero nunca quejándose.
—Yo las dejo dos o tres semanas, en algún momento se van camarada, como si fuera una superstición. El día que me enseñó a soldar, me explicó paso a paso lo que tenía que hacer, y en el segundo que estaba por hacer el primer punto golpeó con una regla metálica el mesón y empezó a reírse mostrando su dentadura de fumador. Según él, su padre había sido militante del ERP, lo cual explicaba su carácter entre personaje de barrio suburbano y pensador de izquierda. Inventaba muletillas técnicas y creaba teorías físicas falsas para explicar trabajos que resolvía intuitivamente.
—No tenés que dejar que tosa el electrodo.
Se sentía un experto en lo que hacía y aunque muchas cosas le salieran mal siempre encontraba un pretexto para no culparse. Pasé mucho tiempo con él, soldando, cortando fierros, comiendo tortillas, tomando coca y hablando de fútbol. Lo imagino haciendo un trago con el ojo siempre entrecerrado y diciendo «es lo único bueno del capitalismo» con un gesto de satisfacción y resignación al mismo tiempo. Extraño Tucumán. Todo está mal y está bien al mismo tiempo. Aunque el carácter de los chicos del Conurbano Bonaerense tiene un aire provinciano. Hace unos días le pregunté a Jorge como era su vida fuera del trabajo en las productoras de TV. Me contó que tenía dos hijos y que cuando no salía ningún laburo en el audiovisual, trabajaba fabricando muebles en un taller que tiene en el fondo de la casa de su madre.
–Y no da para alquilar, además hay ciertas comodidades. Ella me cocina, por ejemplo —sonríe.
—¿Le voy a decir que no? Además, tomamos mates juntos, compartimos algo de la vida.
Le pregunté si prefería trabajar para Disney o en el taller en la casa de su madre haciendo muebles. Me miró unos segundos entrecerrando los ojos como si la pregunta fuera crucial.
—En lo de mi madre, porque puedo estar más tiempo con mis hijos.
Con pocas palabras tocó el sentido más profundo de su vida. Jorge habla muy poco, lo que no significa que no sea una persona tajante, como lo eran, según escuché en un documental que vi a las tres de la mañana cuando no podía dormir por la molestia de la viruta, los gauchos de la Pampa. Ayer estuvo cortando y soldando en el piso y bajo el viento durante 8 horas seguidas. Sólo se levantaba, con el pantalón por abajo de la cintura, a buscar herramientas y materiales que necesitaba. Yo paraba cada treinta minutos y me iba a proteger debajo del tinglado. Esperaba diez minutos y volvía a salir. Estoy seguro que si Carlos o Jorge hubieran visto que estaba por usar la circular sin gafas no me hubieran dejado. Podía imaginar ese momento, inclinándome, con la sierra en la mano, a punto de encenderla y escuchando su voz.
—Camarada, acá están las antiparras.
Mi padre se levantaba a las siete de la mañana, volvía a la una y media del mediodía, dormía la siesta, volvía a salir a las tres y media y llegaba a la casa a las once de la noche. Los sábados hacía domicilios durante todo el día y el domingo leía libros o revistas de medicina. ¿Podía haber tenido dos vidas paralelas? No lo creo. Siempre me llamó la atención su falta de músculos, el color blanco de su piel y sus ojos redondos siempre muy abiertos, como si acabara de salir de un cuarto oscuro en el que estuvo atrapado mucho tiempo. Los quince días de vacaciones eran el único momento del año que compartíamos con él. Y cada uno de esos días lo mirábamos como un extraño. Estaba obsesionado con la prevención. No sólo con la prevención de la salud sino de cualquier otro tipo de riesgo. Y esta prevención se transformaba lógicamente en una fuerte privación. Esta idea de privación inculcada desde nuestra infancia se convirtió en una máxima moral en la vida de mis hermanos y en la mía. Siempre que me siento bien, siento culpa. Culpa que probablemente haya vivido también mi padre. Estaba latente en sus ojos abiertos y asustados como si a cada segundo estuviera por suceder algo impredecible y drástico.
En el comedor de la productora, uno de los Art Attackers, un influencer de no más de veinte años habla con un tipo de más o menos cincuenta años.
—¿Vos por dónde andas? ¿Por Brasil?
—Nooo, ya no estoy más por Brasil, estuve dos meses dando vueltas con la guitarra por Colombia, Méjico, grabando temas con algunas productoras, subiendo a las redes, muy bueno todo, conocí mucha gente piola, amiga, muchos contactos, ahora me estoy por ir al sur de Argentina, a Bariloche, quiero conocer un poco, pero cuando pase el frío, posta.
—Sí sabía, claaaro, tenés que hacer eso viajar, conocer gente, ahora cuando vayas al sur te voy a contactar con unos amigos que producen, mira te paso el Instagram. Los buscas, les decís que vas de parte mía, a ellos les va a encantar. Pero hablalos, ¿no? Tenés que meterle todo lo que puedas, cuando estás en la movida no tenes que soltar.
—Olvidate, y ahora que paso por acá los puedo visitar a mis viejos, que me re bancan. A ver, lo agrego, si ya me contacto con él y hacemos alguna, buena onda.
Uno de mis compañeros de taller me cuenta que hace unos días la suegra le pidió que cuelgue el televisor plasma de la pared y que al día siguiente se cayó al piso y se reventó la pantalla.
—Y, no sé de quién es la culpa, yo puse los tacos, era ladrillo hueco viste, ahora no se si tengo que pagarle yo o dar una guita, no sé. ¿Qué opinás vos? Al costado pasa sonriendo una chica de unos veinte años y se besa y se abraza con el Art Attacker.
—¡Holaa loca, qué bueno encontrarte por acá! ¿Tanto tiempo? La re rompes vos ehh? Yo te veo. Para adelante con eso.
—Naaa, vos la rompeees Martu, vos sos, jaja.
—Siii viste que bueno vernos.
—Dale, nos vemos después loca, anda nomás a comer.
El productor de cincuenta años los mira sonriendo porque tiene que sonreír, lograr que la ficción funcione. Se vuelven a sentar y hacen un brindis con un vaso de agua. Mi compañero de taller me vuelve a preguntar.
—¿Y amigo, qué opinas?
—Y bueno, capaz le tirás algo de guita —le contesto.
De niño, robé todo tipo de cosas. Plantas de lechuga, un aro de básquet, muñequitos GIJoe, bolsas de cementos, carteles de inmobiliarias, carretillas de arena, un arco de fútbol, bolillas de vidrio: japonesas, cafeteras, lecheras (como ojos de animales), golosinas, cañitas voladoras. Mis padres nunca lo advirtieron. Imaginaban que yo era un niño que no tenía problemas. Lo imaginaban quizás porque yo se los expresaba cínicamente – Papá, yo no tengo problemas – El riesgo de ser atrapado siempre existía y ahí estaba mi interés. Era una manera de cortar con la supuesta normalidad con la que fuimos educados. Sin ser practicantes, mis padres se encargaron de inculcarnos desde muy chicos los dogmas del catolicismo. Una nube pesada. Por suerte, de chico también buscaba mecanismos de escape. En los supermercados, los policías y las cámaras, sin ser santos, eran un eslabón más del sistema autoritario y burlarlos significaba burlar al sistema mismo. Un día por distracción, alguien me descubrió. Antes de llegar a la caja se acercaron dos policías, me agarraron del brazo y me dijeron que camine hasta un cuarto. Me dijeron que devuelva lo que había sacado y yo, temblando, saqué dos chocolates Tofi del bolsillo. ¿Tenés algo más? Me preguntaron. Yo juré que no. Me revisaron los bolsillos con torpeza. Yo seguía temblando. Después me dijeron que tenía que pagarles una multa mucho más alta que el valor de los chocolates. Le pregunté si tenía que ir a la caja y me dijeron que no. Que se las de a ellos. Abrí la billetera y saqué todos los billetes que tenía. Salí llorando del supermercado y con las monedas que aún me quedaban fui a una cabina de teléfono hablé a mis padres y, aun llorando, les pedí que me busquen en el auto.
Pasan los días y sigue el dolor en el ojo. Trato de mantenerlo abierto el máximo tiempo posible para no pestañar, pero es peor. Cada vez que tomo un trago de café, antes de que termine de pasar el líquido, siento la puntada. No puedo relajarme. Ayer pasé toda la noche buscando en google otros casos de accidentes de virutas en los ojos. Uno de los artículos hablaba de un tipo que trabajando en una tornería de una empresa agrícola se le había metido una esquirla metálica. En un principio no le molestaba tanto, pero a los dos días comenzó a enrojecer e hincharse la zona blanca. Fue al oftalmólogo y después de varios estudios se dieron cuenta que la astilla había atravesado la córnea y penetrado en la parte interna del globo. La cirugía se demoró en realizar y el ojo comenzó a infectarse. Tuvieron que extraerle todo el globo ocular por miedo a que la infección llegue al cerebro y se lo reemplazaron por uno de vidrio. Ya pasaron seis días y sigo esperando que desaparezca sola como me recomendaba siempre Carlos: «solas salen camarada, aunque empiece a aparecer una mancha de óxido en la córnea, van a salir». A la noche, antes de ir a dormir, vuelvo a ir al baño a tratar de encontrar la astilla y noto una línea roja en la parte interna del ojo que nunca antes había visto. Me acuesto en la cama y trato de no pensar. ¿Necesitaré cirugía?
Hace nueve años mi papá había empezado a enfermarse. El primer signo fue la dificultad para el habla. Le costaba mucho trabajo hilvanar una idea y, al parecer, cuando comenzó a percibir que estaba en un proceso de degradación intentó comunicarse con mucho mayor frecuencia de lo que lo hacía antes. Pero ya era tarde, cada vez que nos quería decir algo, nos miraba fijo e iba soltando muy lentamente palabras sueltas que apenas podía ordenar. El día que hicimos la mudanza de su consultorio y vendimos sus instrumentos de trabajo, lloró como si fuera un niño, sin siquiera poder expresarnos lo que sentía. La medicina había sido su vida y ya nunca iba a ver a ningún paciente. Así, con el tiempo, fue hablando cada vez menos. Finalmente, sólo lo intentaba cuando sentía alguna necesidad fisiológica. Sus ojos estaban cada vez más perdidos. Vivía en su casa con mi madre, hacía palabras cruzadas, tomaba clases de pintura, de inglés, salía a caminar, veía películas. Por momentos su degradación se detenía, y todos sentíamos esperanzas de que pudiera mejorar con algún tipo de medicación. Pero nunca sucedió. Una vez, mi madre me llamó llorando por teléfono y me contó que lo había encontrado boca abajo al borde de la cama. Era la primera vez que sucedía. Fui a visitarla. Él ya estaba dormido y ella estaba acostada a la par. Me contó llorando que apenas pudo levantarlo. Después me dijo, José el papá va a morir. Yo la abracé. En vez de sentir ternura, sentí extrañeza porque era la primera vez que la abrazaba.
No sé por qué vine a Buenos Aires. Quizás necesitaba escapar de algo y el trabajo sólo fue una excusa. El invierno está comenzando. Hace frío, pero hay sol. No puedo seguir con esta molestia. Por más que lo quiera, lo respete y lo extrañe, no puedo seguir creyendo en Carlos. No soy tan valiente, no crecí en un barrio suburbano como él. Me pongo el sobretodo y por fin decido ir a un especialista. Camino siete cuadras hasta llegar al ex hospital Belgrano, ahora hospital Pirovano, nombrado en honor al Dr. Ignacio Pirovano. Durante más de una semana sufrí, no sólo por el dolor sino por la necesidad de saber concretamente qué tenía en el ojo, donde lo tenía y cuan grave era. Desde el corte con la sierra circular nunca, creo que ni un minuto, dejé de pensar en la astilla. Después de los trámites en la recepción del hospital me derivan a la guardia de oftalmología. El olor a alcohol y los ambos blancos de los médicos me hacen sentir seguro. A la par mía hay un paciente con los contornos de los ojos colorados, azules e inflamados. Apenas se pueden ver sus córneas cubiertas de color rojo. Todo el tiempo se limpia con un pañuelo las lágrimas y el pus que le caen de los ojos. Otro paciente a la espera con un parche le pregunta que le pasó.
—Estuve soldando la moto, no me coloqué bien la careta, y bueno, al día siguiente sentí la arena los ojos, llamé a la urgencia y me doparon, después vino la conjuntivitis, cada vez peor hasta que se infectaron completamente. Me dijeron que puedo llegar a perder uno, pero el otro no quizás no
—La llama del soldador llega a tres mil quinientos grados centígrados. Una bolita de lava que cae en tu piel penetra y deja un micro orificio circular y perfecto como si se tratara de una pequeña cirugía. La llama produce radiaciones que pueden quemar la pupila si uno se descuida. Después viene el hormigueo, la sensación de arena, la inflamación y lo peor, la infección. La quemazón se siente en todo el cuerpo. Las radiaciones no invaden solo el ojo, invaden la cara, las manos, el pecho. Llaman a mi nombre.
Después de la primera caída de mi padre, sucedieron muchas otras. Dejó de hacer sus caminatas al aire libre y de a poco dejó de poder moverse dentro de la casa. Comenzó a necesitar ayuda para ir al baño, para bañarse, para acostarse en la cama. Ya no podía pronunciar ni una palabra. Cuando quería expresar algún deseo miraba fijamente a mi madre hasta que los ojos se le ponían llorosos, levantaba el dedo y hacía el intento de modular vocales y consonantes hasta que salía un sonido sin forma que mi madre fingía interpretar. Fingía o interpretaba realmente, porque nunca, en ninguna otra ocasión, yo sentí un nivel más profundo de comunicación entre ellos. Después de los sonidos guturales, ella lo abrazaba, lo llevaba al baño, le daba de comer o le cantaba canciones. Luego de un tiempo dejó de poder levantarse de la silla, de pronunciar los sonidos y apenas podía comer. A pesar de eso, siempre se acompañaban con mi madre, sentado a la par de ella, no en la silla de ruedas, sino en una silla, como lo hacía antes, cuando llegaba a las doce de la noche, cada día del consultorio. Las insuficiencias motrices fueron de a poco invadiendo cada músculo de su cuerpo. Sus extremidades se le fueron hinchando. Sus manos, sus dedos. El anillo de casamiento quedó hasta los últimos meses. Cuando lo vi muy atascado, pedí prestada una pinza corta perno a Carlos y fui hasta la casa de mi padre para poder quitársela. En su estado vegetal, cuando nosotros suponíamos que no conectaba con el mundo, estiró la mano y me mostró el dedo anular donde siempre había tenido el anillo para que pueda cortárselo. Hice un clic y volvió su mano al costado.
Paso al consultorio de urgencias. Apoyo la pera y la frente y abro los ojos como me dice el médico. Por primera vez en las cinco semanas que estoy en Buenos Aires me siento contenido por alguien. Hace frío y es una ciudad hostil. Mi ojo en zoom por un microscopio. Me hubiera gustado poder ver la viruta incrustada y amplificada. En estos días sufrí pensando cada segundo en qué lugar, que tamaño, de qué material era y cuan incrustada estaba la viruta. Lo elaboraba en mi cabeza mientras en cada pestañeo sentía una gota de dolor. La obsesión sumada a la testarudez y al abandono. Imaginaba que, por pensar y pensar, la viruta terminaría siendo expulsada por una lágrima con el correr de las semanas, como a veces las relaciones amorosas se agotan de a poco hasta que sin darnos cuenta el último hilo ya se ha cortado. Pero nunca sucedió. Cada uno de los siete días me levanté con la viruta en el mismo lugar. Ahora, frente al médico siento que este es un claro ejemplo de que las soluciones a los problemas más profundos vienen de afuera. Me pide que mire arriba. Abro el ojo lo máximo que puedo. Busca un hisopo y raspa dos veces. Tenías una pequeña partícula al parecer, pero muy pequeña, parecía polvo. Pestañeo varias veces y el ardor del raspado es un alivio. Ahora ya no siento ningún objeto, siento una lastimadura, que, como todas, curará. El doctor me entrega un frasquito de gotas para lagrimear.
Si sentís alguna molestia, cada ocho horas podés ponerte, pero no creo que sea necesario.
—Muchas gracias —le doy la mano y me voy.
Después de que le saqué el anillo mi papá ya no pronunció ni siquiera sonidos guturales. Mantenía los ojos abiertos y fijos en un punto arbitrario del espacio hasta que se le iban llenando de lágrimas y por fin realizaba un movimiento de párpado en cámara lenta para después volver la mirada al mismo punto arbitrario. Cuando no pudo tragar ni la comida completamente triturada ni las bebidas le pusieron una sonda para alimentarlo e hidratarlo. Ya no podía ir al baño solo, ni orinar, ni defecar, ni bañarse, ni caminar sin que lo asistieran. No reconocía a las personas y tampoco, quizás, era capaz pensar. En Julio de ese año, hace tres años llegó el invierno y mi papá se engripó. Tosía constantemente e inclinaba la cabeza mirando el techo y realizando unos sonidos profundos desde el esófago que nunca antes habíamos escuchado. Nos preocupamos y llamamos a un médico. No puede tragar la flema, fue el diagnóstico. Entonces con otra sonda sustrajeron los líquidos para que se tranquilizara. Por fin el resfrío pasó y volvió a su estado vegetativo natural. Así pasó un par de semanas hasta que volvió a enfermarse y volvieron los sonidos sufridos desde el esófago. Ahora eran más fuertes y no se detenían en ningún momento. Perdido en la silla de ruedas, con la cabeza hacia arriba, sonaba como si fuera un animal prehistórico muriendo. Esos días la acompañé a mi mamá lo más que pude. Lo acompañaba al baño, lo limpiaba y lo acostaba. Un día muy frío, a las cuatro de la mañana, recibí el llamado de mi hermano, fui a mi casa paterna y esta vez pude abrazarla a mi madre sin sentir extrañeza. Mi papá había muerto durante la noche.
Camino por las cuadras próximas al hospital Pirovano. Mi abuelo Oscar fue médico del policlínico ferroviario. Mi abuelo Manuel fue electricista de los talleres ferroviarios de Tafí Viejo. Siento que trabajo con las manos porque a través de las manos se transmite el amor. Cuando vi a los pacientes en la sala de espera de Oftalmología pensé en Jorge, en Carlos y en el resto de mis compañeros de oficio. ¿Qué hubiera sentido mi padre de haber sabido que trabajo para Disney? No lo recuerdo mucho pero sí muchas veces lo sueño y cuando lo sueño siempre lo abrazo y le digo que lo quiero, algo que nunca nos pudimos decir despiertos. Tampoco nunca pude despedirlo, decirle chau, si es que tiene sentido despedir a las personas que van a morir porque todos nos vamos a morir, todos nos estamos por dejar de ver, a todos nos está llevando el viento. Del recuerdo de los colores y los olores de la sala de oftalmología llego a otro recuerdo nítido. Yo tenía cinco años. Los dos habíamos estado sentados por horas en una sala de espera, mi padre aún con la chaquetilla blanca puesta, me agarra la mano diciendo que ya va a pasar. Luego nos llaman desde la puerta de un consultorio y entramos los dos. El doctor me pide que me siente en un banco, que apoye la pera y que abra los ojos.
—¿Qué pasó? —pregunta.
—Jugando se clavó una espina.
Me durmieron y me suturaron. Después de la cirugía volvemos caminando de la mano por una calle arbolada de Tucumán. Probablemente en aquél momento el ojo me raspaba como ahora, pero en el recuerdo no había ningún dolor, sólo la imagen de los árboles bajos, del cielo celeste despejado, y el olor a alcohol de las manos que, como pocas veces, sostenían la mía.
Vive en Tucumán. Se dedica a la carpintería y herrería. Escribe y publica junto a José Saravia Fanzine de Oficios, un Fanzine dedicado al mundo de los trabajadores informales. Publicó diversos cuentos y relatos en formato fanzine, entre ellos “Todos cavábamos, nadie hablaba”, editado por Charqui Ediciones, Tucumán, 2015 y “Boxeo”, editado por Al cuerpo pibe Ediciones, Tucumán, 2014. En el 2016, fue seleccionado para formar parte de la Antología poética del NOA organizada por el Concejo federal de Inversiones. Además, escribió textos para muestras de diferentes artistas visuales del medio: Lulú Lobo, Benjamín Felice, Valeria Maggi, entre otros.