Sobre Alberdi, la noble igualdad, de Juan Pablo Lichtmajer
Por María Lobo |
1)
En algún lugar de Rosario, a orillas del río, existe un centro cultural llamado Parque España. Allí, durante un encuentro literario que llevaba por nombre “Excéntricas, lecturas y escrituras en los márgenes”, una voz en aplomo apareció una tarde entre las filas de un anfiteatro —de ladrillos a la vista, construido dentro de unos túneles ferroviarios del siglo XIX—. Esa voz nos alcanzó a los presentes. Apareció para dejar una de esas ideas que nos permanecen. Era abril. Atardecía. Aquella era una mesa en la que Melina Torres, Eugenia Almeida y yo compartíamos pensamientos en torno a la producción literaria en las provincias. Íbamos por los tópicos. Había llevado para compartir, en mi caso, un texto con algunas reflexiones. Que escribir en la provincia es un hecho material que, sin embargo, siempre parece atravesado por un fantasma volátil y nada terráqueo: las provincianas y provincianos cobramos la forma con la que, desde un pensamiento central, se nos dibuja desde otros lugares. Que desde la lejanía de las grandes ciudades se imagina a la provincia como una no-ciudad, como un campo, como un lugar de atraso. Que esa idea existe. Que en nuestro país continúa vigente el adjetivo provinciano. Que todos sabemos para qué es usado ese adjetivo: para señalar el atraso. Que ese imaginario aparece en los libros. O que los libros hacen aparecer ese imaginario. A una altura de la conversación nos preguntamos si ese mandato sobre las provincianas y los provincianos nos hacía escribir más en soledad. Como huérfanos, como personas sin hermanos. Entonces Eugenia Almeida —la voz en aplomo—, como si se hablara a sí misma aunque afortunadamente nos hablaba a nosotros, recordó un episodio de Mafalda:
Papá: ¿Qué le pasa a tu amigo Miguelito, Mafalda? ¿Por qué camina así?
(Están viendo a Miguelito caminar en puntas de pie)
Mafalda: ¿Así cómo? ¡Ah! Porque dice que en la otra mitad del mundo es de noche y no hay que despertar a los que duermen.
Papá: ¡Já! Esto me recuerda aquella vez que Mao Tse-Tung dijo que si los 700 millones de chinos se ponían de acuerdo y daban al mismo tiempo una patada en el suelo, el resto del mundo iba a pasarla mal, ¿no es gracioso?
(Mafalda lo mira en silencio. El padre se va)
Papá: (piensa) No, no es gracioso.
Las personas que estábamos en aquel auditorio preciso, lugar rescatado de siglos pasados, esbozamos una sonrisa. Y entonces Eugenia Almeida dijo: “Yo creo que los chinos somos nosotros”. Y lo que ella dijo fue como un abrazo. Fue encontrarse, saberse una china que duerme despierta junto a otros —otros chinos— en una mitad del mundo. Tal vez no haga falta un momento crucial. Ser los chinos. Ser ahí. Saber que escribimos. Saber que no estamos durmiendo.
2)
Pienso que, en nuestro país, hay una idea de orden que intenta hacernos pensar que la ciudad capital, Buenos Aires, es un lugar que está mejor. Y que la provincia es un lejano páramo, peor, peligroso, lleno de personas que piensan más lento o tienen ideas atrasadas, personas que duermen la siesta y que se quieren ir. Es una idea suspendida en el aire del campo de la cultura, funciona como un secreto a voces. Un imaginario. Lo empujamos nosotros, vivamos en una capital o en una provincia, cada vez que hacemos silencio o caminamos en puntas de pie, como Miguelito, para no despertar a los que están en ese lado opuesto del mundo. Quizás porque no es fácil andar diciendo ni escribiendo que ese estereotipo existe. Porque cae mal. Porque apenas ese estereotipo se enuncia es interpretado como un ataque. Quienes han nacido en la capital se sienten acusados. Cuando en realidad ese pensamiento no tiene ninguna relación con el lugar en el que una persona ha nacido. Tiene relación, en cualquier caso, con el espacio donde nos situamos en este campo cultural imaginario: se puede haber nacido en una ciudad y desconfiar de ese mandato, o al revés, ser nativo de una provincia y empujar la idea de que vivimos en un lugar de atraso.
Es posible que me equivoque o que a alguien le parezca que no hay tal cosa como una idea que diga que la provincia es un lugar peor o más atrasado. Pero eso es lo lindo de la cultura, del arte. Que son espacios libres. Entonces, a partir de una misma obra, dos personas pueden pensar y sentir de modos distintos. Como sea. Para quienes estén de acuerdo conmigo, creo que esta idea sobre la provincia existe. Y creo que, en nuestro país, es una idea que ordena. Les da atributos a unos, se los quita a otros. Podría poner muchos ejemplos que den cuenta de la existencia de esta idea imaginaria. Pero me detendré en uno solo. Es un ejemplo que habla por sí mismo: en nuestro país existe el adjetivo provinciano. Y creo que ese adjetivo indica algo: decirle a alguien provinciano es decirle muchas cosas al mismo tiempo. Es decirle que es inferior, menos inteligente, que le falta experiencia, que tiene la cabeza más cerrada, que no ha accedido al progreso del mundo. Es decirle que no es como las personas del centro.
Y digo que no importa dónde hayamos nacido. Digo que ese adjetivo está ahí, dando vueltas, y que las personas lo usamos. No importa si es con bondad o con maldad. Por ejemplo, puedo citar algunos casos de escritores muy diferentes entre sí y que han escrito por ahí, recientemente, la palabra provinciano para señalar esa condición de estupidez, de inferioridad. Una es Pola Oloixarac, que escribió hace un tiempo en una de sus columnas de La Nación: “La Argentina está atrapada en una cultura cada vez más provinciana, siempre preocupada por el pasado, cuando en el resto del mundo se está pensando fuerte en la tecnología. Hubo poca imaginación para pensar estas cuestiones y fue un enfoque bastante chato.” Juan José Becerra, tan distinto a Pola en muchos sentidos, también ha usado hace poco el adjetivo provinciano, en una columna publicada en el portal Semanario, a propósito de la muerte del ministro Mario Meoni: “Hay un patrullaje curricular muy instalado en la política, en el que el grado y el posgrado tienen un valor tan excluyente que no encuentro modo de no llamarlo provinciano. Es un criterio cerrado”. Pablo Perantuono, a propósito de la muerte de Jane Birkin: “Decir que ella actuó o, menos aún, cantó, es reducir su magia a una manifestación o a una provincia del arte. Sabe a poco”. Ni maldad ni bondad. Provinciano es una de esas ideas imaginarias que permanecen impuestas en el entramado cultural de Argentina. Y como ese adjetivo está ahí, muchas veces, sin darnos cuenta, las personas lo usamos.
3)
Entonces, como está ahí, en el aire, la idea se va para los libros. Cuentos y novelas que se supone retratan a la provincia: sus páginas están plagadas de descripciones que trabajan con el paisaje rural, la ruta, el pueblo, el calor y el polvo; allí los personajes suelen hablar de modo misterioso, parecen esconder algo, pronuncian las palabras en tonada, van agazapados, amenazan con el desatarse de algo. Páginas que suelen repetir un esquema: la provincia se presenta como un lugar peligroso en el que las personas pueden morir (y las personas en muchos de esos libros mueren, en efecto). Son libros que describen ese lugar lejano que se identifica con la palabra pueblo —y se le otorga a la palabra pueblo una connotación negativa—, a pesar de que ese paisaje es sólo uno más de los tantos que componen la complejidad de la provincia. A pesar de que es bien claro que cualquier territorio es un entramado complejo, las contratapas y las reseñas de esos libros insisten en que esos libros hablan de la provincia o el interior. Libros escritos en puntas de pie para no despertar. Como si en el interior no existiera otra cosa que ese paisaje no-urbano. Como si en la provincia no hubiera pasado el tiempo. Como si en las provincias no se hubieran levantado las ciudades en las que en efecto vivimos, estas ciudades otras, paisajes intermedios entre la urbanización y la cultura del capital.
4)
Cada tanto, sin embargo, aparece un chino. Aparece un libro que interrumpe el silencio, uno que no anda en puntas de pie por si acaso. Alberdi, la noble igualdad, de Juan Pablo Lichtmajer, es uno de ellos. Es un libro que no teme del despertar de nadie. Está escrito con el mismo aplomo de esas voces que no pretenden imponer sino traer las construcciones del pasado al presente. Recuperar. En sus páginas no encontramos ese paisaje de la provincia como lugar de atraso sino una serie de ideas que podrían explicar por qué hemos llegado a ese punto, el de la negación de la provincia como ciudad otra. El Alberdi de Lichtmajer propone un recorrido para intentar pensar cómo es que nosotros, las personas de uno y de otro lado de la frontera, hemos naturalizado el adjetivo provinciano. Es un libro que recupera un complejo entramado. Sus páginas traen algunas hipótesis que nos permiten pensar cómo desde el centro de nuestro país se diseñó, a fuerza de políticas económicas y culturales, ese imaginario que sigue vigente, cómo es que esto ha sucedido: en un mundo en el que afortunadamente nadie se atrevería a señalar a la mujer desde el estereotipo patriarcal como un ser inferior, sin embargo es posible decir y escribir la palabra provinciano como sinónimo de estupidez o de atraso sin que eso a nadie le resulte violento o extraño. En el centro de estas ideas, Lichtmajer coloca a la figura de Alberdi como un sujeto de la historia que levantó siempre la voz para señalar esa dicotomía, la separación entre ciudad y provincia, progreso y atraso.
5)
A veces, ser un chino que está del otro lado resulta difícil. A veces, decir en un lugar público cosas como que existe un estereotipo para definir al provinciano vuelve bajo la forma de la mirada de un otro que nos rechaza: de qué me habla esta persona, qué complejos tiene, qué es esa loca idea de que nosotros, los de la ciudad, tratamos a los del interior como sujetos inferiores. Otras veces, la decisión de hablar vuelve en insultos, desprecios, humillaciones. “Resentida”, me dijo alguna vez, en público, durante un festival literario, la poeta Alicia Genovese: dijo que cómo una persona joven podía volver a la idea de civilización y barbarie, cuando esa era una categoría superada entre nosotros. De modo que no es fácil. Es en ese contexto en el que Lichtmajer ha trabajado en un libro que recupera el pensamiento de Alberdi desde una mirada personal. Es en ese contexto —el del desencuentro entre personas que hemos nacido en un mismo territorio pero que, por efecto de la distancia y de lo imaginario, nos situamos a distancia los unos de los otros— en el que este libro dice: “En 1880, más allá de la fachada federal, el país se organizó a medida de la Argentina Litoral, de la pampa húmeda y de la hegemonía porteña transformada en emblema de la nacionalidad (…). La última gran batalla por una Argentina verdaderamente federal se había perdido hacia 1870, y la historia, irreversible, no volvería atrás. Entre 1852 y 1862 se perdió la oportunidad histórica de construir un país con un federalismo auténtico, no solo en su diseño constitucional y político sino sobre todo en la distribución de la riqueza y el fortalecimiento de la estructura regional. En lugar de una Argentina multipolar, se consolidó una Argentina polarizada entre una provincia opulenta y un interior profundo, marginal y empobrecido. A estos factores debemos sumarle otro de vital importancia: el identitario. Quedó plasmada en esa época la concepción de una Argentina cuyo interior fue asociado al pasado, la barbarie, el atraso y lo rústico frente a una ciudad civilizada, europea en su linaje y superior en sus costumbres (…). Los principales desafíos de la Argentina siguen siendo la federalización, el respeto por las diversidades, la justa valoración del rol del mal llamado interior, el fortalecimiento regional, la integración al mundo de modo soberano y sistémico, con múltiples polos de contacto. Sobre todo, la superación de prejuicios raciales y de género —en el sentido amplio del término— que subordinan a la vez que romantizan la pobreza del interior profundo”.
6)
Si hay una convicción que atraviesa las páginas de Alberdi, la noble igualdad, es esta: la idea de que en efecto vivimos en un país en el que el interior es un lugar asociado al pasado, el atraso y la barbarie. El libro cobra una fuerza necesaria y urgente porque propone repensar ese imaginario. Lo hace a partir de un ejercicio: Alberdi, la noble igualdad reconstruye cómo fue la maquinaria cultural que se puso en funcionamiento durante la presidencia de Mitre para instalar esa idea. En el inicio de esa batalla cultural está el empeño de Mitre por denostar la figura del caudillo, mediante la identificación del caudillo como capitán de la barbarie, como comandante de las montoneras; las montoneras, ese ejército de desorden y anarquía que pone en peligro a la capital. Dice Lichtmajer: “La forma en que Mitre piensa el caudillismo podría analizarse en los siguientes términos: es la encarnación de la heterogeneidad en un doble sentido. Representa el desorden absoluto, la anarquía: la orgía de 1820, según su propia definición del levantamiento federal de aquel año contra el gobierno actual. La idea de un flujo interminable de desorden que amenaza la organicidad de la comunidad nacional no es del todo nueva. La estigmatización del caudillismo nos conduce a la crítica unitaria del derecho a la autodeterminación de los pueblos. Así, el federalismo provincial contiene la semilla de la disolución; la resistencia a una subordinación vertical al gobierno ‘central’ no es la demanda de un orden diferente, es la irreversible caída en el desorden”. Más adelante: “La revolución enfrenta, entonces, una doble amenaza: por un lado, está la resistencia española que lucha por el principio monárquico, y por el otro, la resistencia interna que enfrenta la revolución en las provincias, cuyas demandas, sostiene Mitre, no tienen legitimidad ni lugar alguno en el futuro de la nación, debido a su carácter primitivo, irracional y destructivo”. Señala Lichtmajer que Mitre también llevó adelante esta construcción de un imaginario sobre la provincia en su labor parlamentaria, lugar desde donde empujó hacia una caracterización estigmatizante de la cultura del interior.
7)
Pensamos en clave de chinos; en nuestro país, miramos a la frontera como un lugar de separación entre ellos y nosotros. La lectura de Alberdi, la noble igualdad es también una invitación a encontrar algunas raíces de ese imaginario de orden en el entramado cultural diseñado desde las ideas de Mitre: así como el presidente pensaba a la provincia como un lugar salvaje tenía también una mirada sobre la capital, a la que caracterizaba como el lugar deseable y deseado. Dice Lichtmajer: “Mitre expone el argumento dialéctico con una sorprendente claridad en el capítulo ‘La transición’, de su Historia de Belgrano. Después de la caída del gobierno central en 1820, un nuevo impulso civilizatorio renace en la capital: el partido unitario de Rivadavia. La reorganización de Buenos Aires en una democracia republicana es el núcleo desde el cual se perfila un nuevo orden nacional. En otras palabras, solo un rejuvenecido despertar de la capital podría evitar la disolución completa de la nación a manos del ciego y anárquico federalismo provincial (…). La liga de caudillos debía desaparecer para que la nación volviera a su curso y saliera de la degeneración federal; era el destino histórico de la Atenas del Plata, ser la simiente de una nueva Argentina, republicana, civilizada, porteña en su concepción y europea en su inspiración y, sobre todo, libre de la barbarie provinciana”. El entramado de Mitre es el marcador de las correspondencia y del trazado geográfico que separa a los despiertos de los chinos que, se supone, están durmiendo del otro lado: “Mitre inscribe la lucha política entre civilización y barbarie en la frontera entre la ‘ciudad’ como una fortaleza protectora de la civilización y el ‘desierto’ circundante”.
8)
Ese pasado es el presente. La lectura del libro de Lichtmajer nos recuerda lo efectivo que ha resultado ese entramado cultural hábilmente construido desde los lugares de poder para pensarnos a nosotros mismos. Esas correspondencias —en la capital la civilización, en el interior la barbarie— nos atraviesan. No importa dónde hayamos nacido. Sin ir más lejos, uno de los principales herederos y defensores del diseño cultural de Mitre no fue otro que un presidente oriundo de San Juan, Domingo Faustino Sarmiento. No se trata del origen de las personas, sino del lugar a donde unos y otros nos situamos. Qué hacemos con esas ideas del liberalismo porteño. Lo que hacía Alberdi, según se recupera en este hermoso libro, era discutirlo. Lichtmajer: “El liberalismo económico porteño no era para Alberdi un mero discurso en la Legislatura de Buenos Aires o una página selecta en algún tratado, sino un conjunto de prácticas concretas que, en muchos casos, incluso contradecían los mismos principios contenidos en esos tratados. El ejemplo más claro era el monopolio ejercido sobre las rentas de aduana. La llave para entender el laberinto de las guerras civiles y la inestabilidad política estaba en la economía, no en la barbarie congénita del interior, y tenía que ver con la injusta distribución de la riqueza del país (…). En clave de economía política Alberdi desentraña la estructura de poder detrás del predominio de gobiernos porteños que priorizaban intereses sectoriales, cobijados en un discurso militarista bifurcado en una prensa de guerra, por un lado, y un imaginario estructurado en torno a la gloria militar, por el otro. Alberdi entiende que este tipo de gobierno requería la perpetuación de la guerra para su existencia. El monopolio económico y la injusta distribución de la riqueza del país eran la causa profunda de la guerra civil (…). No hay ninguna causa cultural en la ‘barbarie’, no se trata de la ciudad iluminada contra el interior anárquico, sino de la riqueza contra la pobreza y su consecuencia directa, el atraso”. Es ese giro económico lo que le permite a Alberdi, escribe Lichtmajer, replantear la dicotomía instalada por Mitre: “Alberdi establece una frontera política entre ‘dos naciones’, cambiando de modo radical la división entre nación y desierto para pasar a pensar en términos de nación versus nación; pasa de civilización o barbarie a civilización versus civilización”.
9)
Explica Lichtmajer que, durante los años de la recesión porteña, Alberdi fue el referente intelectual del partido federal, junto a otros como Juan María Gutiérrez y Vicente Fidel López. Mientras tanto, sigue el autor, se forjaba una segunda generación romántica, la de Olegario Andrade, José Hernández y Carlos Guido Spano, quienes “ejercieron una férrea defensa de los caudillos en cuanto líderes de la resistencia de la Argentina profunda contra la dominación política y económica porteña”. Los románticos eran poetas, federales y militantes: “La voz de los pueblos se alza orgullosa contra la Atenas del Plata y su relato de la historia nacional (…). Construyen su propio relato y lo militan en la prensa, en la tribuna y también en la poesía; es el relato de otra civilización”. Poetas, escritores enfrentándose a su pánico o, como lo ha dicho Edgardo Scott: diciendo todo, haciendo lo que hay que hacer. Escribe Scott: “Decirlo todo debe ser eso, escribir lo que hay que escribir, pero sobre todo no ceder, no acobardarse, no avergonzarse. Temer, pero escribir igual. Escribir y ser políticamente correcto es callar. Escribir y ser políticamente correcto es no-escribir”. En los ensayos que componen Escritor profesional, Scott vuelve una y otra vez sobre una idea: el escritor es un sujeto político. Pero eso no significa pronunciarse acerca de las causas que están de moda o sobre las que está bien visto pronunciarse. Scott: “El escritor que postea contra el calentamiento global, la matanza de animales, el asado o el postre que está comiendo, la militancia de género, que opina contra Mauricio Macri o a favor de la despenalización del aborto, la guerra de Ucrania o el conflicto de Israel o Palestina, condena el crimen de gatillo fácil que haya cometido la policía federal o bonaerense, ese escritor no es crítico. No ocupa ni quiere ocupar el viejo lugar del ‘intelectual’. Y no es crítico ni intelectual porque no descubre nada ni asume ningún tipo de riesgo; apenas se pliega, se suma a la ola, sigue al rebaño, señala lo señalado. No es un intelectual que cuestiona, resiste, despeja o arriesga algo. Está buscando simplemente más y más likes, más adhesión, más seguidores, más aprobación; está diciendo lo que se quiere escuchar”. Decir que había que repensar la lógica centralista del país. Decirlo en un momento y en un lugar en los cuales decir eso era impopular. Ser escritores, como los poetas románticos. Discutir inequidades, estereotipos, verdades que parecen dadas; discutir los lugares simbólicos. Decir cosas que no se quieren escuchar.
10)
En un ensayo titulado “Los desperdicios del sueño americano”, David William Foster sitúa a la literatura de Sam Shepard en el lugar de la crítica. Y a Shepard, claro que sí, como un intelectual. Porque Shepard nunca dice lo que se quiere escuchar. ¿Cómo, desde el pensamiento dominante, se ha intentado retratar al oeste de Estados Unidos? El centro querría que el oeste sólo fuera el desierto, la ruralidad y el cowboy con tonada. Pero la obra de Shepard —ya el teatro, ya la narrativa— habla de un desierto otro. El lejano oeste de este autor aparece como un espacio a donde ha ocurrido un proceso: la narrativa de Shepard está en aquella tierra árida, pero viene a señalar, a cada instante y con cada gesto, que ese paisaje se ha modificado. Y se ha modificado a partir de la cultura del capital. Puede que ese paisaje que Shepard transforma en arte haya sido impopular en su momento. Pero a él nunca le tembló el pulso para hablar de un oeste que no era lejano ni habitado por cowboys estúpidos. Sobre todo, no le tembló el pulso para señalar que ese lugar, aunque a las ciudades urbanas de Norteamérica no les gustara, no estaba afuera sino dentro de Estados Unidos. Y que el cowboy no era una persona distinta sino que formaba parte de un nosotros. Por esa razón señala Foster que el teatro de Shepard debería leerse como un microcosmos no del lejano oeste, sino de la sociedad norteamericana toda. Y podría leerse al cowboy, por caso, como un paradigma del ser norteamericano. Porque él es un personaje que habita ese lugar recóndito pero no es distinto; el cowboy también es atravesado, lo mismo que un neoyorquino, por esa cultura capital que se expande a lo largo y a lo ancho del territorio. Estados Unidos es un país en movimiento, las personas se desplazan de un lugar a otro, aunque a las ciudades centrales les gustaría pensarse siempre como un ombligo y relegar a la condición de inferiores a los otros. Foster: “El cowboy vuelve a ser doblemente marginado en la medida en que los centros del poder en el suroeste se van desplazando desde el campo agropecuario hasta la ciudad financiera, donde él se va a vivir, todavía vestido de botas de montar, blue-jean y sombrero de paja, para agrandar el nuevo lumpen urbano. Aunque sigue compartiendo con los suyos el lenguaje coloquial de sus raíces campesinas y la cultura country-western de sus humildes veladas en bares de mala muerte (…), el cowboy, heredero directo de las sucesivas escorias migratorias del campesino americano, amanece fosilizado dentro de una cultura que se encuentra cada día más rezagada y soterrada por las nuevas incrustaciones populares”. La cultura del capital lo atraviesa. El cowboy es un sujeto norteamericano aunque desde el centro se intente empujar al cowboy al margen de la imagen de progreso que Norteamérica quiere proyectar al mundo: “Los habitantes del desierto del Mojave, de sus villorios, de sus escasos oasis poblados, de sus montañas y valles más recónditos, son exiliados al margen de una sociedad que los ningunea porque ni saben que existen, o interpretan con desdén su vida alienada y sus violentos arranques conflictivos, como afirmando las ventajas de su separación radical de las corrientes principales de la vida norteamericana. El desierto de Mojave viene a ser de esta manera un terreno lunar, extraterrestre, donde se marginan y son exiliados los desperdicios del sueño norteamericano, como un vasto ghetto geológico radicalmente escindido de los centros urbanos del cinturón del sol. No importa que este desierto en realidad entre en la ciudad, pues el desierto como vivencia de un lumpen no se limita a sus contornos en el mapa, sino que termina extendiéndose en una filtración al substrato de la autodenominada sociedad decente, como una subyacente plancha geológica profunda que amenaza con hacer temblar el edificio social. Son los primeros pero profundos temblores de este movimiento subyacente los que Shepard retrata tan gráficamente en su teatro”. Shepard, Paris-Texas. La inolvidable imagen del pequeño Hunter con sus pantalones del ejército y una campera metalizada de la Nasa. Acurrucado las puertas de un banco, hablando con su padre a través de un walkie talkie; ciudades otras atravesadas por las incrustaciones de la cultura del capital.
11)
¿Cómo se intenta retratar a las provincias, esos lugares no capitales, desde el pensamiento que ejerce el dominio cultural en nuestro país? Pues también como ese espacio eternamente ruralizado donde podrían aparecer serpientes, ocurrir incendios; un lugar habitado por sujetos distintos a los de las capitales: intrigantes, amenazantes, peligrosos, raros. Con el correr de los siglos hemos ido acostumbrándonos a esa descripción ficticia de nuestro lugar. Hemos naturalizado que muchos libros describan a la provincia como un territorio sin ciudad. Sólo lejanía, sólo campo. El interior como territorio extraterrestre. Una caracterización que debería llamarnos la atención porque nosotros, quienes vivimos en las provincias, sabemos muy bien que lo que habitamos es un territorio urbano y que no hay serpientes ni incendios ni personas extrañas amenzándonos. Sin embargo, esa descripción construida sobre la base de viejos imaginarios no nos interpela. La creemos, incluso. Que el interior quede asociado a la imagen de pueblo es algo que estamos dispuestos a pasar por alto. Nos resulta natural, por ejemplo, que la contratapa de un libro se refiera a ese libro como literatura de provincias, cuando en realidad es una obra que trabaja sobre la zona rural del interior. Esa asociación de la provincia con el paisaje de no-ciudad, que en principio parece irrelevante, no lo es en modo alguno. Porque es una idea que tiene profundas consecuencias en el transcurrir de nuestras vidas. Se me ocurren algunas. Uno: si una persona lee que las provincias se parecen a esos pueblos, entonces tenderá a pensar que en las provincias no se han construido ciudades —y entonces vienen las preguntas que suelen hacernos a quienes vivimos en lugares como Tucumán o Catamarca: alguien siempre nos pregunta si tenemos cines, si acaso nos ha llegado la conexión a internet—. Dos: se instala la idea de que ese espacio de provincia, tan distinto y lejano de la ciudad capital, no pertenece al territorio argentino. Tres: a partir de esa geografía artificial y estereotipada, alguien puede pensar que en las provincias no ha pasado el tiempo; que, desde 1838 a esta parte, vivimos en el mismo lugar. Cuatro: pensar que las provincias están habitadas por personajes peligrosos. Cinco —imaginario reciente: desde las ciudades capitales aparece una tendencia a pensar que esas personas, los habitantes de la provincia, son capaces de votar a un candidato loco y que esas personas son las responsables de que ese candidato llegue a la presidencia de un país porque es allí, en la provincia, donde el loco ha cosechado más votos; tal como en tiempos de la presidencia de Mitre, se sigue pensando al interior como el lugar de la montonera que puede llevar al país al caos, a su destrucción—. Pensamientos mágicos en torno a nuestro lugar. Como si aquí, en las provincias, no estuvieran ocurriendo ahora mismo toda clase de procesos, transformaciones; se hace silencio acerca de que el interior es en efecto un conglomerado de ciudades; ciudades otras, atravesadas por las mismas tensiones y contradicciones que se suceden en cualquier centro. Pensamientos mágicos que aparecen en muchos de esos libros. De las incrustaciones y de todas esas cápsulas flotantes del capital que han ido dejando huellas en nosotros: ni una palabra. Libros que no están dispuestos a decir sobre las provincias nada que no se espere desde el centro; libros que parecen escritos para confirmar que hacia el interior sólo hay capataces, peones, un mundo rural —peligroso— como el de los siglos pasados, pueblos un poco brutos.
Sin embargo, por supuesto, si una es capaz de tomar cierta distancia, siempre aparecen los libros chinos. Las voces en aplomo, como la de Lichtmajer, como la de Eugenia Almeida. Siempre hay un Sam Shepard entre nosotros. Diciendo lo que hay que decir. Hablando de un interior otro. Eugenia: su maravillosa novela El colectivo podría leerse como la historia de un cordobés cerrado que odia a su esposa y que, para castigarla, decide llevarla a vivir en un pueblo. La provincia, en esa primera lectura lineal, podría interpretarse como un lugar de castigo. Pero El colectivo no es eso. A partir de ese nudo simple, la novela es un entramado de historias que vienen a romper estereotipos. No todos los provincianos que están en ese lugar son iguales; cada uno de ellos ha sido atravesado por ese imaginario del interior de un modo distinto —cuánta admiración me producen los matices que Eugenia ha sabido trazar en los personajes de las cuñadas—. El colectivo invierte también una fórmula que dice que el interior es el lugar del peligro. La novela de Eugenia, desde esa voz en calma, quiere hablarnos de otra cosa. Es la dictadura. Entonces es este país, el territorio entero, el que hace desplazar el peligro desde un lugar a otro. No es la ciudad el lugar de la seguridad, pero tampoco lo son las provincias. Qué importa el lugar, cuando lo que está ocurriendo es algo que nos atraviesa a todos. Qué importa dónde estamos, cuando hay un monstruo que se extiende de norte a sur, de este a oeste. En uno de los párrafos más significativos de esta novela significativa, Eugenia escribe: “Rubén prende la radio y las voces de la ciudad hablan de un partido de fútbol que terminó cero a cero para tristeza de todos. El hotelero mueve el dial y acá la voz dice que el viento norte va a seguir castigando a la provincia. Silencio”. Ese partido del que se informa desde la ciudad se ha jugado en medio de una dictadura de la que nadie habla. Qué importa la ciudad, qué importa el viento.
12)
Empezar a mirar el horizonte; observar dónde aparecen los chinos.
Ver que los chinos están cerca.
A veces, muy cerca.
Entre unos y otros.
13)
Volver a las páginas de Escritor profesional.
“Sobre todo no ceder, no acobardarse, no avergonzarse”.
“Temer, pero escribir igual”.
Nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde ejerce la docencia de grado. Ha publicado las novelas El interior afuera, Los planes y San Miguel (Finalista Premio Nacional de Novela Sara Gallardo), y las colecciones de relatos Santiago y Un pequeño militante del PO. Por su última novela –Ciudad, 1951- ha sido distinguida con el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes. Escribe acerca de un lugar llamado San Miguel. Más sobre la autora: www.marialobo.com.ar
Una sola palabra: BRILLANTE, tu análisis María. Nos reivindica y alienta en calidad de habitantes, de creadores de ésta, nuestra realidad en la Provincia/ Ciudad de San Miguel de Tucumán. Siempre un placer leerte. Gracias.