Por María Lobo |
Nací en una provincia. Y vivo aquí, en Tucumán, lo mismo que tantos otros escritores de las infinitas periferias de este mundo. Digamos que, en Argentina, muchos autores abandonan su lugar de origen para instalarse en Buenos Aires. En mi caso, como tantos escritores de provincia que decidimos vivir allí donde sea que hayamos nacido, no me he mudado a ningún centro neurálgico. Aquellos que nos quedamos, entonces, habitamos el interior. No se trata de ese interior al que refiere Lukács para definir la vida de los griegos —algo cerrado en sí mismo podía ser completado, pues todo ocurría al interior de esos hombres—. Más bien, se trata de que Argentina establece las diferencias geográficas desde una expresión binaria. La ciudad más importante es la capital. Las provincias, aunque múltiples, son nombradas todas como si fueran una sola —borradas semánticamente, desnombradas en su singularidad—. Para hablar de las provincias, el término más utilizado es el interior. Muchos escritores del interior, un buen día, deciden mudarse a la capital. Está esa posibilidad, la de habitar en infinitos sitios. Estar; escribir desde uno u otro espacio geográfico. Entonces me pregunto, ¿dónde están los que se han ido a Buenos Aires? Sobre todo, me pregunto, ¿dónde está alguien que escribe desde el interior de algún lugar?
Si lo pensara de un modo prosaico, podría decir que un escritor tucumano está en Tucumán, esa pequeña provincia situada a mil doscientos kilómetros de la Capital Federal. Existen muchas razones para pensar que la literatura es un arte físico, porque escribimos desde un lugar geográfico. Un espacio, en principio, aparece como un lugar real. Si un escritor de provincia está en una provincia, ¿qué significa escribir desde ese lugar? Me he preguntado muchas veces si en verdad hay en la escritura de provincias alguna particularidad. Supongo que busco claridad; saber si, materialmente, es lo mismo escribir en una provincia o desde una capital. He oído decir que, en este tiempo tan conectado, escribir en el centro o en la periferia es lo mismo porque hay un agujero negro e infinito —la Internet— que nos permite salvar las distancias. Pienso en las distancias físicas desde que escribo. Creo que la escritura tiene un componente de experiencia, pero que de ninguna manera es solo materialidad. Lo he pensado infinitas veces; le he dado vueltas a este asunto de las relaciones entre la escritura y el lugar real. Lo he pensado desde en la experiencia física. Alguien que lee y escribe desde una periferia vive de un modo: la búsqueda en las librerías, lecturas de libros, la red, encontrar aquello que buscamos, cierto autor, una mirada, luego escribir. Las librerías del centro de mi ciudad son cinco. En la red leemos acerca de libros que es muy probable que no podamos encontrar. Por otra parte, la web no es una librería con escaparates, ¿cómo buscar sin saber qué es lo que se puede encontrar? Avanzamos a tientas o intuitivamente. Muchas veces he pensado que, puesto en relación con una gran capital, el lugar físico de la periferia tiene un componente de desventaja, o de inferioridad. Porque imagino a otro posible escritor, alguien que escribe en Buenos Aires. Lo imagino paseándose entre cientos de librerías. Doy por sentado que allá tienen todo al alcance y que los escritores de las capitales se ven favorecidos en su sentido de la orientación. Imagino: que en Buenos Aires se puede ir a todas las librerías, que quienes están en los espacios de la web que discuten de modo interesante la literatura se conocen, que existen vínculos inmediatos entre escritores. Imagino: una Buenos Aires poderosa, que emite un rumor que les dice a todos por dónde andar. Pero todo son suposiciones. En realidad no sé cómo es escribir en la capital porque vivo en una provincia. Del mismo modo, cualquier cosa que un escritor de Buenos Aires diga acerca de cómo es escribir en una periferia también será producto de su propia imaginación. Además, me pregunto si todos los escritores de provincia creen en ese rumor de que todo es más fácil en Buenos Aires; si quienes habitamos una periferia lo hacemos del mismo modo. ¿Y habrá alguno perdido en Buenos Aires? ¿O alguien orientado en el interior? Supongo que una capital no te hace estar cerca de todo, y que puede haber erráticos en una provincia o en una gran ciudad. Y perdidos en relación a qué. Orientados hacia dónde. He pensado acerca de estas distancias y acerca de las suposiciones; es difícil sentenciar. Desde la periferia imagino una forma; en el centro, ahora mismo, alguien podría estar haciendo suposiciones acerca de mi lugar.
Imaginamos, entonces. Suponemos la distancia; en la experiencia también está implicada la actividad de imaginar lo lejano. Es difícil determinar dónde o cómo está un escritor de ciudades; tampoco me parece posible describir qué es escribir desde una provincia. Imaginación; este es el único concepto que se me aparece como claro. Dice Starobinski: la imaginación es mucho más que una facultad para evocar imágenes que multiplican nuestras percepciones directas; se trata de un poder de separación que nos permite representarnos las cosas alejadas y distanciarnos de las realidades presentes. Imaginamos, entonces, no solo aquello que no podemos ver o tocar. Imaginamos incluso aquello que tenemos justo enfrente de los ojos. No solo suponemos cosas acerca de la distancia: estar en un lugar también implica ese componente imaginario. Habitar un territorio tiene algo de voluntad creativa, de acción arbitraria. Trazamos una creación para pensar nuestro propio lugar.
Supongo que esta idea —la relación entre la actividad imaginante y el territorio— debería importarnos mucho más que la realidad física del lugar en que vivimos. Debería importarnos porque ese modo de habitar imaginado es el que, finalmente, incide en nuestros modos de leer y de escribir. Si nuestros espacios son imaginados —si nuestros modos de habitar son construidos—, aquello que escribimos no es más que un discurso recortado —y no la realidad de un lugar—. Y debería importarnos, sobre todo, porque nuestra imaginación de lugar está siempre atravesada por los estereotipos. Dice Baczkó que es un error pensar a la imaginación como una actividad individual, privada, psicológica. Cuando hablamos de lo imaginado no se pueden separar términos: lo imaginario es siempre un imaginario social. Usamos ideas —a su vez recreadas, los imaginarios sociales— para pensarnos a nosotros mismos y a nuestra realidad. Todo el tiempo acudimos a estas ideas que el orden hegemónico ha puesto en un entretejido de mandatos; las ha dejado allí para que sea a través de esas ideas que podamos intervenir en lo real. Para pensar nuestro espacio geográfico, por ejemplo, somos atravesados por lo que el orden dominante ha establecido sobre lo que se supone que es un lugar. Aquello que nos han impuesto sobre la provincia; las ideas acerca de lo que se supone que es una gran capital. Y es eso —la aproximación desde el estereotipo— lo que finalmente escribimos. Escribir, entonces, es tomar decisiones acerca de las ideas dominantes. Aceptar o repensar estereotipos; eso es lo que hacemos al escribir. Escribir no es estar en un lugar, sino decidir nuestra posición imaginaria en este mundo que habitamos. Un escritor puede situarse en la provincia y aceptar las ideas dominantes impuestas sobre la periferia; puede, ese mismo escritor, discutir. El escritor de algún centro neurálgico se enfrenta a esas mismas opciones. No se trata, entonces, de nuestro lugar de origen: se puede vivir en una capital y discutir los imaginarios de orden, o habitar físicamente una provincia y adherir a los estereotipos de provincia del orden central. Esas decisiones no tienen un vínculo real con el lugar físico. Se trata, más bien, de una posición ideológica. De una decisión —consciente o no— del lugar simbólico que un escritor se siente impulsado a ocupar. Pienso la cuestión del lugar desde que escribo; creo que lo importante no es tanto el espacio real desde donde un escritor produce —si ese escritor está en una provincia o una capital—, sino cuáles son las decisiones que ese escritor, frente a los estereotipos, está dispuesto a tomar. Parece evidente que estar en una provincia o en un centro no representa más que tomar una decisión acerca de los discursos dominantes. Y que el centro no equivale a vivir en Buenos Aires, ni la periferia implica ocupar el espacio geográfico de un lugar como Tucumán.
Si estar es entonces un acto imaginado; si Tucumán no es el margen ni Buenos Aires implica centralidad, ¿estamos todos en un mismo lugar? En los ensayos que componen Lectura distante, Franco Moretti nos dice que no. Que la literatura es un campo de disputas entre centro y periferia. Pero esa tensión, dice, no sucede entre lugares geográficos. No se discute, en la literatura, la importancia territorial que puedan tener ciudades como Buenos Aires o provincias como Tucumán. Lo que se discute es otra cosa. La literatura disputa posiciones, modos de entender. El centro no es una ciudad capital, sino una idea de lo que debe ser la literatura y el mundo. Y la periferia, entonces, es esa mirada otra que está al margen; aquellos modos de ver que parecen resistir a ese dominio. Hay un centro y una periferia, pero esas posiciones no se definen desde la materialidad. Centro y periferia, dice Moretti, son ideas disputándose el poder. Y dice que, desde que inició el siglo XX, asistimos a una centralidad. La literatura está dominada por una idea: la del extrañamiento. Es esa la perspectiva que se intenta imponer. Hay un centro que dice que la única literatura posible es la de lo extraño. Estar en el centro, entonces, es adherir a ese mandato. Discutir la posibilidad de otras formas diferentes a ese extrañamiento, en cambio, equivale a permanecer en la marginalidad.
Esa perspectiva central, dice Moretti, se expande a través de su eficaz arma de dominio, la difusión. Y hay unos actores principales para que esa expansión sea posible. Son las minorías excesivamente cultas —Moretti—. Ciertos escritores, ciertos intelectuales. Los árbitros del arte, los Picassos de este mundo —Barnes—. Esa minoría ejerce la publicación, la reseña, la disputa política. Julia Kristeva en El lenguaje, ese desconocido:
“Un discurso conlleva e impone una ideología: y cada ideología encuentra su discurso. Se comprende entonces por qué toda clase dominante cuida particularmente la praxis del lenguaje y controla sus formas y los medios de su difusión: la información, la prensa, la literatura. Se comprende por qué una clase dominante tiene sus lenguajes predilectos, su literatura, su prensa, sus oradores y tiende a censurar cualquier otro lenguaje”.
Las minorías difunden los libros que leemos. Son las encargadas, como diría Brecht, de hacer circular el viento que hincha las velas; esa corriente que nos dice qué leer y, a los artistas, qué escribir:
“Creo que un artista (…) es incapaz de producir nada si no hay un viento que hinche sus velas. Y ese viento tiene que ser precisamente el que sopla en ese momento, no el viento del futuro. Esto no implica, de ninguna manera, que deba aprovechar el viento en una determinada dirección (es sabido que también se puede navegar contra el viento), pero nadie navega sin viento o con el viento de la mañana, y es muy probable que un artista no alcance hoy su máxima efectividad aun navegando con el viento de hoy”.
Las minorías propagan la existencia de un aire que, en la dirección favorable a lo que ellas mismas establecen, nos señala qué debería ser la literatura y cuáles son los libros que vale la pena leer o escribir. Y tienen, esas minorías, una particularidad: habitan ciudades simbólicamente centrales. Escriben desde grandes metrópolis; ciudades que nosotros mismos nos hemos inventado. Capitales de distancias y suposiciones. Capitales imaginadas. Las minorías trabajan desde Milán y no Roma; desde Barcelona y no Madrid. San Petesburgo, no Moscú. No se trata de capitales sino de ciudades que suponemos potentes. Espacios de artificio; ciudades que tienen la sartén por el mango. Las minorías han edificado esas ciudades. Y es que ellas —las minorías— sienten poca afinidad por lo que sucede al interior de sus naciones y, en cambio, permanecen encandiladas por las ideas luminosas que provienen de otros confines del mundo. Han edificado las ciudades y una red de conexiones entre sí. Moretti: las minorías cultas de Berlín son más afines a Manhattan que a Lübeck. Y los difusores de Buenos Aires, tal vez, se sienten más cerca de París que de Tucumán.
Así que si lo pienso a partir de esta relación otra con el espacio —la relación imaginada—, los lectores y los escritores no estamos en una provincia o en una capital geográfica. Desde principios del siglo XX hemos sido arrojados hacia un territorio distinto. Estamos en este campo de tensiones; escribimos y, mientras lo hacemos, deambulamos entre centros y periferias de artificio. Nos movemos entre diferentes modos de entender. Vamos empujados por las minorías; está soplando el viento de la literatura de capitales. Minorías trabajando, desde los confines de sus ciudades, para imponernos una manera —única, incuestionable— de entender al arte y al mundo.
Literatura de capitales y sus resistencias; ese es nuestro espacio. La literatura de capitales —el extrañamiento— se ha erigido como el centro. Deberíamos oír a Moretti; hay en esta literatura, una característica esencial: las capitales reniegan del realismo clásico como proyecto estético y político. Denuncian que el realismo ha caducado. Que alguna vez tuvo la gran oportunidad de hacer algo. Que supo ser el arsenal técnico más productivo para criticar a las sociedades burguesas, pero que no sirvió de nada. Y un día las capitales resolvieron que el realismo solo podía convertirse en un cúmulo de estrategias propias de un gusto estandarizado. Adiós a la novela canónica. Moretti: libertad con respecto al (estrecho) parámetro del (mal) gusto decimonónico (burgués). Resistencia, radicalización. Resistencia radicalizada. Nada de escribir esas páginas a las que califican como el paradigma del aburrimiento; nada de narradores que observen al modo realista. En este mapa dominado por las capitales solo parece haber lugar para lo extraño, la desfamiliarización, el desfiguramiento, la desautomatización.
Leí que Ian McEwan dijo:
“Habiendo escrito sobre violencia, muerte, disfunción sexual y cualquier miseria humana, cuando decidí contar algo feliz los críticos se enfurecieron”.
Literatura de las capitales; no al realismo, y mucho menos al que las minorías califican como feliz. Lo que se acepta es el mandato de la oscuridad, en cualquiera de sus diversas formas. Por eso las minorías excesivamente cultas se enojan con McEwan. Llamémosle vanguardia, llamémosle cualquier movimiento literario como el modernismo con sus recursos experimentales, o también género fantástico, una temática espesa o mejor violenta, lo ominoso, la perversión. Perturbación. Digámoslo, por decir algo, con Foucault: la literatura que no aumenta el volumen de una biblioteca sino que lo interrumpe, es la de la transgresión. La literatura que profana el lienzo de la literatura. Hay que interrumpir. Cualquiera podría darse cuenta de que existen muchas maneras de intervenir en los volúmenes de las bibliotecas, pero las capitales han tomado la palabra. Pero para las minorías cultas, ningún lienzo se perfora con realismo. Para transgredir hace falta destrozar lo clásico, hace falta cierta rareza, cierta excentricidad, algo de marginación, algo espeluznante, algo que incluso sea capaz de provocar revulsión. Extrañamiento, siempre extrañamiento. Llamémosle distopías. Claro que sí: la distopía pareciera inscribirse muy bien en el imaginario más amplio del extrañamiento. No se confunda forma con fondo. Ya sea a partir de la forma, ya por medio de una alteración intempestiva del fondo: lo importante siempre será dejar en claro la intención de extrañar. La literatura de las capitales nos empuja a creer que lo extraño es la única vía posible. Una sustancia debe imprimir a toda obra para que pueda ser considerada seria: la vocación de ruptura, la oscuridad.
Hay algo en la literatura de las capitales que me queda como un dato tan curioso. Las minorías cultas insisten en la idea de que la transgresión es un recurso nuevo, es la forma de decir hoy, en este mundo que no alcanza a describirse a través de procedimientos miméticos. Muchas de las reseñas que se escriben para defender el extrañamiento de un libro como su esencial gracia suelen señalar que esa oscuridad es un acto de renovación. En el invierno de 1958, Theodor Adorno dictaba una serie de clases que se convertirían en el borrador más preciso de su Teoría estética, publicada en 1970. Entonces decía:
“Lo oscuro, lo shockeante, lo que produce extrañamiento, lo repulsivo, en gran parte, de las formas estéticas de hoy, se relaciona con la amenaza permanente de la catástrofe bajo la cual viven muchos y frente a la cual un arte armónico, un arte que a través de sus formas transfigurara meramente la existencia, supondría de antemano un momento de lo impotente y de lo nulo, contra el cual tiene que rebelarse ahora, de la manera más enérgica posible, precisamente un arte que quiera ser la aparición real de la verdad”.
Avanzando sobre el pensamiento de Schopenhauer, Adorno definía la necesidad de un arte que presentara “el mundo de nuevo”. Se esperaba de ese arte ciertas características: que estuviera separado de la realidad o incluso en contradicción con ella, que reemplazara la forma mimética por una alienación respecto de la naturaleza, que se opusiera al proceso de racionalización de las sociedades burguesas, que tomara partido por las víctimas -es decir, un arte que hiciera sonar la voz de los oprimidos-. Había que dar cuenta de André Breton, o de Hugo Ball y de Tristán Tzara y los dadaístas. Había que explicar a Kafka, que en 1915 sacaba a la luz La metamorfosis. En Nueva York, durante los 60, Susan Sontag levantaba el tono. Nada de realismo, sino didactismo moderno. Recordamos lo que ella decía. Sontag no podía soportar a un autor mostrándole cómo era la vida, llenándola de compasión, o intentando sorprenderla con la ironía. La palabra psicología en una novela le parecía una obsolescencia, una equivocación. Ella se sentía llamada a despertar colectivamente aquello que describía como sentimentalismo. Un esteta de la literatura debía tomar distancia de las premisas clásicas. En Francia, también entre los 60 y los 70, Foucault pronunciaba conferencias en las que señalaba enfáticamente aquello de perforar el lienzo de la literatura.
Pienso en la literatura de capitales, en la voluntad de extrañamiento. Desde que las vanguardias de inicios del siglo XX irrumpieron con su estética del extrañamiento y al día de hoy, han pasado más de cien años. Entonces, ¿por qué la ruptura y lo extraño se presentan como un descubrimiento reciente? Buenos Aires. Año 2017, reseña de la bellísima obra realista El secreto entre los rusos, de Matías Serra Bradford: Leonardo Sabatella dice que la novela moderna se ha dado cuenta de lo inconducente que resulta mantener la proeza de los relatos monumentales y ha reemplazado ese modelo por uno que busca los fenómenos de la ruptura, las trayectorias subterráneas y las transformaciones microscópicas. Pedro B. Rey en La Nación, sobre la obra de Denis Johnson:
“la gran novela americana de hoy no está en el realismo, sino en el detalle de sus delirios”.
En su reseña de La reja, de Matías Alinovi, Maximiliano Tomas define que la literatura es una manifestación contra el neoclasicismo y sus derivados, el realismo, la novela del yo, el policial negro o todo aquello que haga que el lector se muera ahogado en un mar de uniformidad y aburrimiento. Eterna Cadencia, entrevista a Rodrigo Fresán:
“desconfío mucho de las cumbres del realismo como Ana Karenina o Madame Bovary, que me parecen lo menos realista del mundo, con una estructura ordenada y una orquestación de acontecimientos dramáticos; creo que los escritores experimentales como Bourroghs están más cerca de retratar la realidad”.
Diego Erlan, sobre La música de Frankie, de Luis Gusmán:
“Somete el texto original a una mutación salvaje que modifica el eje de la historia y la sumerge en un flujo narrativo alucinado. De ese modo logra transformar esta novela negra en un artefacto paranoide donde violentamente se conjugan la ruina, la desesperación y la muerte”.
Las reseñas que destacan el poder de un autor para escapar del realismo a través del manejo del extrañamiento nunca señalan algo que debería empezar a decirse: que lo extraño es también una tradición y no un distanciamiento subversivo de la norma. Pienso con Julian Barnes:
“La divinidad asumida por el novelista del siglo XIX solamente fue un recurso técnico; y la parcialidad del novelista moderno no es más que una estratagema. Cuando el narrador contemporáneo tiene alguna vacilación, cuando reclama para sí el derecho de la incertidumbre, comprende mal las cosas, juega y cae en el error, ¿llega de hecho el lector a deducir de todo eso que la realidad está siendo representada de una forma más auténtica? O bien, cuando el autor proporciona dos finales diferentes de su novela (¿por qué dos? ¿por qué no doscientos?), ¿imagina seriamente el lector que se le está brindando una elección y que la obra está reflejando la diversidad de los resultados que caracteriza a la vida? Esa ‘elección’ no es nunca real, porque el lector se ve obligado a consumir finales (…) La novela con dos finales no reproduce esta realidad: se limita a llevarnos por dos senderos divergentes. Supongo que podría decirse que es una forma de cubismo. Y me parece bien; pero no nos engañemos a nosotros mismos, ahí hay un artificio”.
Barnes —otra vez—, sobre el realismo y las vanguardias:
“En aquella etapa temprana como observador, me atraía un arte que fuese lo más transformador posible, de hecho creía que eso era el arte. Coger la vida y transformarla, mediante un proceso secreto y fascinante, en otra cosa: algo relacionado con la vida, pero más potente, más intenso, y preferentemente, más extraño (…) Sentía que, para el arte, el realismo era una especie de parámetro predeterminado (…) Necesité ver mucha pintura antes de comprender que el realismo, lejos de constituir el campamento base para aquellos que se aventurasen a mayores alturas, podía ser igual de auténtico e incluso igual de raro; que también requería determinada elección, organización e imaginación, así que a su manera, podía ser igual de transformador”.
Qué poco oído parecen prestar las minorías cultas a estas ideas. Aunque ha pasado más de un siglo y se hayan escrito infinidad de obras que abrevan en el extrañamiento, lo disruptivo es evocado como una estrategia novedosa. Aunque realismo y extrañamiento representen a partes iguales la evidencia del uso de la técnica, solo lo raro parece adquirir el estatus de forma literaria. Habría que decir que la vocación rupturista ha dejado de ser una variante de revolución. El autor propenso a la oscuridad es, simplemente, un escritor haciendo uso de una forma ya centenaria.
En aquellas mismas clases sobre Estética, el propio Adorno advertía:
“Esta relación entre naturaleza y arte no es algo, digamos, estático; no existe de una vez y para siempre la esfera de la naturaleza, por un lado, y la esfera del arte, por el otro, sino que estos dos momentos están constantemente, uno con respecto al otro, en una relación de tensión (…) y la relación de estos momentos entre sí se modifica, una y otra vez, en todos los períodos de la historia del arte (…). La separación de lo estético respecto de la realidad empírica ustedes tendrían que tomarla no como algo absoluto, sino más bien como un momento que se encuentra en la dialéctica histórica y es precario”.
En cambio, entre sus comentarios sobre un volumen de cuentos de autores tucumanos —Cinco por Cinco—, Liliana Massara dice:
“Pablo Donzelli pretende hacer participar al lector de un tipo de extrañamiento. Descoloca al lector: una secta que quiere iluminar la ciudad, los chicos de Pangea, una sensación de extrañamiento y un rumor a ciertos locoides por sus inventos, mediante una serie de materiales y combinaciones inesperadas”.
En esa misma reseña, Massara se pregunta si “ese arte literario, en sus principios, resguardados para las élites, esas formas pensadas para generar belleza por los genios, hoy, con estos modos de contar, se propone neutralizar centros, diluir estructuras dominantes”. Si estuviéramos en las clases de Adorno, y tuviésemos fresca su enseñanza acerca de la necesidad de leer lo extraño de manera particular en cada momento histórico, creo que me animaría a levantar la mano; haría preguntas. ¿Cómo habría que definir la expresión modos de contar hoy? ¿Es una combinación de materiales inesperados? ¿Es esa forma, inventada por la vanguardia, el modo de alzar la voz de los oprimidos hoy? Hoy, ¿no son acaso unas minorías cultas —y no ciertamente los intelectuales de izquierda reclamando la abolición del estatuto de arte— quienes combinan lo inesperado? ¿Y qué es lo que hacen esas minorías? ¿Están oprimidas mientras empujan a favor el imaginario central y publicitado del extrañamiento? Lo extraño, ¿tiene el mismo sentido de representación que el que tenía hace cien años? ¿O se ha convertido en el imaginario central de la difusión? Las minorías, ¿están calmando la opresión desde los suplementos periodísticos de amplia difusión, las editoriales influyentes, los espacios más centralizados y más respetados de la literatura? Y si el proyecto de esas minorías tiene un lugar de privilegio en el mercado, ¿las minorías no se han convertido entonces en una nueva élite? Preguntaría, también si es posible que una forma como la del extrañamiento, favorecida hoy por el mercado, represente una forma de diluir las estructuras dominantes. Pienso que el extrañamiento ha dejado de representar la única posibilidad de cuestionar categorías. Creo que le ha sucedido lo mismo que a las ideas de las vanguardias, que aunque intentaban discutir el estatuto de arte, acabaron en lo instituido. Creo que el extrañamiento es hoy lo establecido. Creo, con Moretti, que es la institución más poderosa del mercado. Pienso ahora con Peter Bürger:
“Dado que la protesta de la vanguardia histórica contra la institución del arte fue interpretada como arte, los gestos de protesta que realiza la neovanguardia resultan inauténticos”.
Creo que lo que ha ocurrido en estas décadas —y esto es algo que va más allá de lo auténtico o lo inauténtico— es una institucionalización de lo extraño. Bürger:
“La estética del shock también plantea otro problema: la imposibilidad de sostener en el tiempo este tipo de efecto. Nada pierde su efecto tan rápido como el shock, ya que su esencia responde a una experiencia única. Básicamente, cambia en la repetición. Existe algo así como un shock esperado. A esto se deben las fuertes reacciones del público ante la aparición de los dadaístas. Las noticias en los diarios le advirtieron al público del shock, el público lo esperaba. Un shock semejante, institucionalizado, podría repercutir muy poco en la praxis cotidiana del receptor. El shock es consumido”.
Si estuviéramos en las clases de Adorno, alguien más podría formular otra pregunta que no resultaría inadecuada: ¿Es el extrañamiento la manera elegida por las minorías cultas para fomentar el consumo del shock?
Personalmente, creo que la del extrañamiento es una mirada hermosa, pero no un requisito o la única forma a través de la cual el arte puede discutir al mundo y a sus instituciones. Adorno:
“La tensión entre estos dos momentos -la idea de contribuir a la libertad de la naturaleza por medio de su dominación progresiva- es la tensión que constituye en verdad el proceso artístico, es decir, lo que define el sentido de la obra de arte en general”.
Tal vez al extrañamiento se le haya estado dando un cheque en blanco, cuando en verdad habría que poder encontrar en cada obra, en cada proyecto literario, dónde están las tensiones. Dilucidar si el autor está denunciando (y qué cosa). Dilucidar cómo lo hace. Deberíamos ser capaces de leer si ese autor denuncia mediante el extrañamiento, o si, simplemente, está apropiándose de manera profunda de algún elemento de la realidad. En consecuencia, la actividad intelectual de la lectura debería parecerse menos a la obsesión por encontrar los rasgos del extrañamiento, y más a la concentración profunda que implica hallar aquello que un autor es capaz de hacer —confirmar, poner en tensión—, frente a los espacios imaginados, frente al discurso único.
Me pregunto si en mi país —trazos de espacios geográficos arbitrarios—, las minorías están empujando a favor del extrañamiento. En el sitio Toukuman Literatura, Claudio Rojo escribe sobre la novela Color apropiado, de Sofía Landsman Franzzini:
“El color apropiado al que refiere el título tiene las marcas de una identidad plástica, algo proyectado que revela, en lo reconocible del universo exterior, una verdad que sería imposible de nombrar por un relato anclado a las leyes del realismo (el espejo del que la autora, por oficio de su escritura y también por ideología, reniega)”.
Javier Mattio, sobre una novela ganadora del Fondo Nacional de las Artes:
“Lejos de la novela histórica al uso, Darwin poeta de Osvaldo Mazal se permite el juego profano con los íconos y así cruza en un mosaico tan inquieto como adictivo”.
La Nación, reseña de Débora Vázquez a Según venga el juego:
“El estilo de (Joan) Didion es económico, crudo más que realista, y en su aparente facilidad se inscribe un ritmo epiléptico; sus diálogos son banales y lacónicos y sus silencios cargados de violencia; el pasado de la protagonista es oscuro; toma la palabra un narrador en tercera persona -pero no la clásica y distante que lo mira todo”.
Revista Inrokuptibles, sobre La maestra rural, de Luciano Lamberti:
“Este es el movimiento que realiza casi toda la novela y tal vez ahí resida su encanto: revestir los huecos de sentido que anidan en el corazón de lo cotidiano con elementos asombrosos y bizarros”.
Debería pensar que, en mi país, el mandato de extrañamiento de las minorías cultas no es algo ajeno. El extrañamiento se está escribiendo: en Tucumán, en Misiones, en Estados Unidos, en la Capital Federal. Y está recibiendo una difusión insistente. No se trata de ciudades sino de una mirada (extrañada) que intenta imponerse a través de las minorías cultas que hacen del rechazo al realismo una ideología. Juego profano-fenómenos de ruptura, banales-lacónicos-violencia-oscuro-delirios, elementos-asombrosos-bizarros, contra el neoclasicismo, contra las cumbres realistas, a favor de la experimentación. Se puede habitar la capital simbólica del extrañamiento viviendo en Córdoba o en Berlín. Y desde allí empujar a favor de su centralidad. Y a la inversa, vivir a la par del Obelisco y discutir la imposición del extrañamiento; ser un marginal.
Creo que en Argentina —como en tantos otros lugares imaginarios— parece difícil andar por las periferias simbólicas, escribir con el viento en contra, discutir la idea predominante de que la literatura es extrañar. Y es que el extrañamiento está en el mercado. Llamémosle también, al extrañamiento, distopía. En la nota “Distopías: la imaginación en las sombras”, publicada en el diario La Nación, Laura Marajofsky explica que este género no solamente se ha puesto a la cabeza de la producción artística, sino también de los gustos del público. A parecer, la gente está encontrando confort o respuestas en los libros distópicos. Pienso tanto en Moretti. Esto es Buenos Aires hoy. Podría ser Nueva York, por qué no. O Berlín o Barcelona. Y la verdad es que no habría ningún problema con todas estas mares de capitales, incluso con la mar del extrañamiento. De verdad que no lo habría, ¿quién no disfruta de esas lecturas que se desplazan por las sendas de la oscuridad y de la ruptura? Existe, y es hermosa, y nos hace pensar. De verdad que tampoco habría problema con el arma de dominio de la difusión, ni mucho menos sería problemático comprobar la cosa más fácil de comprobar en este mundo: la realidad de que alguien tiene la sartén por el mango. El problema está en lo que Marajofsky observa muy bien: el extrañamiento se ha convertido en una imposición, está a la cabeza de algo. Una regla que pretende ser única. Y esto gracias a las minorías y a esos autores que parecen concentrados en clausurar. En ese mismo artículo de Marajofsky, Hernán Vanoli dice:
“Cualquier realismo que no tenga en cuenta las alteraciones muchas veces monstruosas producidas por la tecnología se convierte en falso. Los cambios en la técnica y en la percepción obviamente cambian la novela, y el realismo contemporáneo es la distopía, porque nuestra imaginación es distópica. Todo el resto de lo que se lee y se escribe puede ser pensado como novela histórica, documental, de investigación, o integrar un extraño género llamado ‘novela sobre la historia de la literatura antes de Internet’”.
El problema está allí, en esas expresiones como “nuestra imaginación es distópica”. El problema está cuando aparecen las simplificaciones; cuando uno es uno y lo otro parece convertirse en una masa informe, en “todo el lo demás”. Podría decirse que una parte de la literatura de las capitales tiene esa particularidad: está escrita por autores que ven el mundo de una manera y entienden que ese es el modo. El, nuestra. La literatura de capitales también podría pensarse en estos términos: extrañamiento o todo lo demás. Todo lo demás, afuera. Todo lo demás es atraso. La arrolladora necesidad de decirnos cómo hay que ver el mundo (extrañado); impedir nuestras infinitas maneras. El problema está en la idea de que existe una sola forma de escribir en el lienzo de la literatura: enrareciéndolo. El problema no está en que el imaginario extrañado dominante exista, sino en qué es lo que los escritores de las grandes ciudades hacen con él. Lo que conmueve es la clausura. El gran problema está en que esa voluntad de anulación proviene del espacio simbólico de la centralidad.
Literatura de las capitales. Vocación docente, clausura. Aquello que mi amigo Juan Terranova define como las buenas intenciones. Buenas intenciones: no deben de estar sobrevolando bandadas de malas intenciones en los cielos de esas capitales habitadas por escritores que defienden sus imaginarios. Pero a nadie le gusta que le digan lo que tiene que hacer o decir. Nuestra imaginación no es distópica. Así que en las capitales están escribiendo Richard Ford, Alice Munro, Julian Barnes; sus obras, por fortuna, forman parte de los sistemas de difusión de nuestro mundo. Supongo que tampoco a nadie le gusta que le digan qué es lo que tiene que leer. Jonathan Franzen —cuya escritura ha llegado a ser descripta como un “realismo de abuelito”— se reconoce influenciado por Kafka. Por supuesto que en Buenos Aires, Matías Serra Bradford puede publicar El secreto entre los rusos, que no es una novela extraña sino realista. El problema está en las lecturas que las obras no-extrañas reciben. Es cierto que José María Brindisi, en una reseña de La Nación, señala dónde está la maravilla de la novela: Serra Bradford ha escrito la historia de un voraz lector desconocido sin que nosotros, los espectadores, sepamos del todo qué es lo que lee; una novela que es un eterno comienzo de la experiencia de la lectura. La de Serra Bradford es una novela profunda. Pero siempre estarán las capitales a la caza de encontrar extrañamiento aún allí donde no lo hay. Alguien propondrá leer en la novela una respuesta a la estructura clásica de la novela decimonónica, como si esa ruptura no se hubiera escrito ya cientos de veces. En Inrokuptibles, alguien escribirá que El secreto es una novela experimental y fragmentaria. Pregunta para las clases de Adorno. Después de tantos años, ¿la fragmentación va a seguir considerándose una forma experimental?
Me lo he preguntado tantas veces, ¿resulta pobre decir que una obra es realista? ¿Acaso el realismo es admisible solo si podemos decir que es rupturista, oscuro, experimental? De no ser así, ¿vamos a parar del lado de todo el resto? Ernesto Laclau, sobre las formas en que opera la hegemonía: el mundo es un entramado de significados estables (imaginarios); todo aquello que contradice o que está por fuera de esos significados provoca pánico moral. Me agrada la idea del pánico moral, casi tanto como el concepto de las malas intenciones. Si no extraña, si no es oscuro, violento; si no es ominoso, si no es perverso, si no rompe: pánico moral. Tal vez sea el pánico lo que impulsa a las minorías a descartar, a excluir, a clausurar. Tal vez sea eso lo que las lleva a resaltar el extrañamiento. Tal vez, decir algo diferente no es lo que se espera de un intelectual. Entrevista a Gonzalo Garcés:
“El escritor argentino siempre tiene la tentación de disfrazarse de lumpen, aunque en realidad sea un profesor de universidad, un rentista; cuando son figuras tan cristalizadas, tan formadas por el prejuicio, la literatura se empobrece, y la literatura no tiene que vivir de clichés”.
Disfrazarse de lumpen para resultar extraño, y evitar así el pánico moral. Prejuicios. Del lado de quien lee literatura y también desde la vereda de quien la escribe. A veces me pregunto si en la base de un proyecto literario extrañado subyace una manera de ver el mundo, si se trata de un autor que acude a la oscuridad para discutir la racionalización capitalista desde las bellísimas las premisas del materialismo. Lukács:
“Detrás de cada alteración de la forma, aunque ello quede completamente fuera de la conciencia del ‘revolucionario’, se esconde en efecto una alteración del contenido vital. Lo único que importa es dónde y cómo captan los artistas ese contenido vital: si estudian profundamente las transformaciones de la vida misma y elaboran en sí mismo su nuevo contenido para buscar y hallar partiendo de él la correspondiente forma nueva para el contenido nuevo, o si se dan por satisfechos con los fenómenos de la superficie inmediata de la vida y proclaman como algo ‘radicalmente nuevo’ una forma que resulta adecuada para esas apariencias superficiales”.
Otras veces me pregunto si lo que hay detrás de la ruptura es, simplemente, un triunfo del imaginario núcleo de las minorías cultas. Y muchas veces, cuando escucho el silencio del final de un libro, solo puedo preguntarme si lo que he leído no es más que una obra que acaba de perder su batalla frente al pánico moral.
Fenómenos de ruptura, banales-lacónicos-violencia-oscuro-delirio, contra el neoclasicismo, contra las cumbres realistas, a favor de la experimentación. No estoy leyendo todas las reseñas ni todas las contratapas de todos los libros; de la crítica se me escapará casi todo. A lo mejor me he encontrado con estas lecturas que insisten sobre el extrañamiento como consecuencia del puro azar. Sin embargo están ahí, todas juntas. Significan algo; son la información disponible, esa especie de enredadera confusa que está en la base de nuestras ideas —Niklas Luhmann—. Pienso en la literatura y en el lugar; en el extrañamiento como información disponible y como idea imaginaria para situarnos en un espacio. Pienso en esa invisible escritura de los imaginarios. Un trabajo delgado, imperceptible. Excluyente, aleccionador. No son todas las reseñas. Y hay lecturas sobre literatura extrañada que no andan proclamándose como únicas. Pero puestas así, en la cercanía del silencio, estas ideas tajantes sobre lo que la literatura debería ser —extrañamiento o la nada— podrían estar a significando algo. Disciplina, clausura. El hecho de que yo exponga estas reseñas —tampoco esto debería escapársenos—, podría interpretarse como la pretensión de imponer una verdad otra. Pero quisiera decir que no digo nuestra. Solo intento reproducir una clave de lectura occidental que ni siquiera es mía. Propongo, a la luz del pensamiento de Moretti, que la literatura se mueve en otros territorios. Que los espacios físicos existen, están. Pero que quizás los lectores y escritores estamos de otra manera en este mundo. Quizás no vivimos entre ciudades; quizás vamos un poco a la deriva en este universo donde el extrañamiento es la ciudad capital.
Nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde ejerce la docencia de grado. Ha publicado las novelas El interior afuera, Los planes y San Miguel (Finalista Premio Nacional de Novela Sara Gallardo), y las colecciones de relatos Santiago y Un pequeño militante del PO. Por su última novela –Ciudad, 1951- ha sido distinguida con el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes. Escribe acerca de un lugar llamado San Miguel. Más sobre la autora: www.marialobo.com.ar