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ISSN 2684-0626

 

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Chau, patria mía

Por Máximo Chehin |

1.

Hace unos meses me invitaron a una lectura que proponía como tema la patria. La propuesta era en apariencia muy simple:  leer un texto propio que estuviera vinculado a la idea de patria, con absoluta libertad para que cada escritor interpretara o adaptara esta consigna. La única regla era que la lectura debía llevar alrededor de diez minutos. Parecía simple, digo, por lo amplio del tema y lo libre del formato, pero en cuanto comencé a pensar en qué texto leería me di cuenta de que este proceso de búsqueda presentaba, para mí, una enorme dificultad. Comencé a repasar de manera obsesiva casi todo el material que he escrito sin encontrar siquiera una referencia velada al concepto de patria: ninguna mención explícita, ninguna trama subterránea, ni siquiera un mísero parrafito que hiciera una alusión indirecta, tangencial, elíptica. Afortunadamente, iba a estar de viaje el día de la lectura (de visita en Tucumán, cómo no), pero el tema quedó resonando sin pausa, como esas canciones de la década del noventa que a veces escucho al pasar y se convierten en inquilinas de largo plazo de mi playlist cerebral. Tardé semanas en comprender que mi problema era de base: yo realmente no sabía que era, o, mejor dicho, qué significaba para mí la patria.

El tema es complejo y se presta tanto para el lirismo como para la manipulación –como sucede, por ejemplo, con la frase “la patria es el otro”, tan sugerente y emotiva, pero tan abusada y repetida y vaciada de sentido estos últimos años. Hay definiciones hermosas, como la de Gabriela Mistral, que declaró a la infancia como su patria. O aquella que dijeron alguna vez Sergio Ramírez, Juan Gelman y probablemente muchos otros escritores que hayan sufrido el exilio: la patria es la lengua. Creo que en ambos casos se está hablando más bien de la memoria, que es la casa del escritor –el lugar donde este se siente al resguardo de un mundo incomprensible y casi siempre hostil. La memoria, articulada por la lengua y enraizada en la infancia, es alimento y morada del que escribe. El tema es que la memoria es fugaz e íntima; pienso que la patria, en cambio, es transcendente, colectiva. Aunque desde esos atributos puede pensarse también la pertenencia a varias instituciones (la familia, la escuela, la ciudad, incluso el club). Qué es, entonces, esta cosa tan fantasmal, tan mística, tan elusiva[1]

Me pasé días, semanas pensando en esto sin llegar a ningún lado. Sentí un gran alivio por no haber podido ir a este encuentro, en el que hubiera tenido que jugar el papel del escritor que metaforiza sobre absolutamente todo, que habla en jerga, que presenta sus ideas particularísimas y pobremente formuladas como si fueran verdades universales. Después hubiera leído un fragmento de un texto que probablemente no tendría nada que ver con la propuesta, pero lo hubiera hecho con convicción y hasta un poco de arrogancia. Me hubiera convertido, como decimos en Tucumán con esa frase ambigua y enigmática, y al mismo tiempo tan categórica, el escritor que se hace el qué. Dios (si existe) nos libre.

2

En el living de la casa de mis viejos (un espacio enorme, siempre oscuro, que se usaba solo dos o tres veces al año, amoblado con sofás cubiertos por fundas a las que el paso del tiempo les iba robando la forma y el color) había una copia de Tucumán, el libro de fotos de Aldo Sessa. Las fotos remitían a las típicas imágenes turísticas del norte, pero los textos eran interesantes. Me gustaba, en particular, el que acompañaba un daguerrotipo de la casa histórica de fines del siglo diecinueve, en la que el edificio está muy deteriorado y se ven un par de personas sentadas o de pie cerca de la puerta. El texto era un poema de Borges, Oda escrita en 1966. Algo –la precisión, la intensidad, la administración maravillosa de la longitud y la sonoridad de cada verso– me impresionó muchísimo. En su momento culminante, el poema dice:

La patria, amigos, es un acto perpetuo

como el perpetuo mundo…

Y concluye con una estrofa que engalanaría el cierre de una ópera italiana:

Nadie es la patria, pero todos lo somos.

Que arda en mi pecho y en el vuestro, incesante

ese límpido fuego misterioso.

Siguen maravillándome, cómo no, el manejo de la métrica, la adjetivación, la música, pero ahora siento que es un poema profundamente impostado, plagado de falsedades y de lugares comunes. Me parece (retomo aquí el sendero de blasfemia con el que cerré la sección anterior) que el Borges patriota es más Carlos Argentino Daneri que Borges[2]. Pero hay algo de este poema que no deja de resonarme y que me acerca a la idea de patria: esto de que todos lo somos, un concepto, a mi juicio, emparentado con la propuesta de que la patria es el otro. Algo que Borges, supongo, no suscribiría.

Hay un poema de José Emilio Pacheco que está en las antípodas políticas y estéticas de Oda escrita…, incluso desde su título, Alta traición. Dice:

No amo a mi patria.

Su fulgor abstracto

es inasible.

Pero (aunque suene mal)

daría la vida

por diez lugares suyos,

cierta gente,

puertos, bosques, desiertos, fortalezas,

una ciudad deshecha, gris, monstruosa,

varias figuras de su historia

montañas

–y tres o cuatro ríos.

Quizás lo que me resulta más interesante de este (muy hermoso) poema, es la flagrante contradicción: lo que sigue a las primeras tres líneas es, ni más ni menos, una declaración de amor. Pero es un amor temeroso, reticente. El poeta es un amante que daría la vida por su amada, la patria, pero que al mismo tiempo huye del compromiso explícito. La de Pacheco es, si se la mide con estándares contemporáneos, una responsabilidad afectiva cuestionable.

Me ayudan mis venerados Borges y Pacheco a encontrarle una vuelta a esta historia. Hay, tiene que haber en mi idea de patria la pertenencia a algo trascendente, a un hecho colectivo del que el otro que somos todos– es constitutivo. Algo digno de amor, de un amor atribuible a personas, a cosas, a accidentes geográficos, un amor contradictorio, pasible de ser profesado y negado en la misma frase.

Pero también encuentro algo muy personal. Varias veces, por trabajo y estudio, viví lejos. Fueron casi siempre viajes que busqué; la idea, o quizá la necesidad de irme me sigue desde que era chico, como una enfermedad mal curada. Me fui muchas veces, y muchas veces estuvo flotando en el aire la posibilidad de quedarme afuera, pero siempre hubo algo que me tironeaba para que volviera. Y no era solo la familia, ni los amigos, ni los lugares queridos y recordados –que, como todo, iban degradándose, en contraste con la imagen inalterable que permanecía en la memoria–; era otra cosa, algo indefinible, lo que hacía que en algún momento el regreso me pareciera no solo deseado sino inevitable. Pienso que para mí, en el fondo, la patria es sobre todo eso: el lugar al que siempre quiero volver.

 3

La patria es una ficción. Quiero decir, hay un relato que ejerce un conjuro sobre nosotros y nos convence de que la patria no solo existe, sino que es un ente (o un hecho) fundamental, constitutivo, por cuya preservación sería justo y necesario, llegado el caso, matar y morir. Lo curioso, lo extraordinario, es que el relato de la patria es un cuento que cada uno de nosotros se cuenta a sí mismo. Existe un apoyo material para estos relatos: hay territorios, fronteras, ciudades; hay una educación común, una liturgia de símbolos y héroes; hay instituciones no menos ficcionales pero encarnadas en burocracias omnipresentes; hay una lengua y una experiencia compartida, en mayor o menor medida, por miles de personas[3]. Pero la elección de los ladrillitos con los que cada uno construye su cuento, y la forma que decide darle, es absolutamente personal. Y la Patria, la que es una y muchas, de todos y de cada uno, esa ficción de ficciones, se sostiene en los hilos que cruzan los relatos de millones de personas que se sienten parte de ella. Esos factores comunes, esas cadenas invisibles que atan las montañas de Pacheco a los fuegos de Borges, la infancia de Mistral a la lengua de Gelman, son su único cimiento. Sin ellas se caería como un castillo de naipes.

Pensando en esta idea encontré, finalmente, el cuento que hubiera leído en aquel encuentro –o quizás fue al revés; quizá fue el cuento el que me guio hacia esta idea–. El cuento transcurre en un país insular que, por motivos desconocidos, depende de la llegada semanal de un barco para su subsistencia. El protagonista, secretario de cultura, camina por calles vacías. No hay movimiento de vehículos porque no hay combustible, los negocios están cerrados, la gente no sale de sus casas. El diario, que es lo único que sigue imprimiéndose, consta de una sola página, cuyo titular de ese día anuncia que “el país se hundiría si no llega el barco a las 12”. Los compañeros del secretario vegetan en el interior del edificio del ministerio y se niegan a trabajar. Él los arenga, y un poco los obliga, a que bombeen agua al tanque, a que revisen por enésima vez los textos de un concurso literario. Tiene la voluntad de seguir, piensa que la suerte de un país no puede depender de un barco, pero duda. Sube las escaleras bajo el calor agobiante, se sienta en su escritorio, algo le sugiere el primer verso de un poema. No ha escrito en meses, pero, decidido, saca una de las últimas hojas de papel que tiene en su poder y la única lapicera que aún tiene tinta, y comienza a escribir. Son casi las doce, y el barco no llega. Entonces se asoma a la ventana de su despacho y comienza a sentir temblor y vértigo, la sensación de estar cayendo. Su isla, su país, está hundiéndose en el mar.

No creo que mi llegada a este texto haya sido casual. Creo que desde diciembre del año pasado, y a una velocidad apabullante, están deshaciéndose muchos de los hilos con los que fui tejiendo mi relato de la patria: la solidaridad, la idea de un futuro y un progreso material basado en el bien común, la búsqueda de la igualdad en cuestiones tangibles como la educación o la salud desparecen o, mejor dicho, son borradas con saña por las mismas manos que entronizan el egoísmo, la crueldad y la avaricia. Todo esto sucede ante la mirada de millones de mis ¿compatriotas?, que aprueban la noticia de cada nueva atrocidad –de la que suelen ser víctimas– como si se tratara de algo beneficioso y necesario, y hasta celebran exhibiciones de violencia y odio que eran impensables hace apenas unos pocos años. No puedo evitar sentirme un poco como el protagonista de mi cuento, de pie en la ventana, contemplando con un desconcierto que no llega a darle paso al horror como su país, su patria, se hunde y desaparece.

4

Miguel Hernández escribió esta pequeña joya mientras se moría de tuberculosis y tristeza en las mazmorras de Franco:

En este campo

estuvo el mar.

Alguna vez volverá.

Si alguna vez una gota

roza este campo, este campo

siente el recuerdo del mar.

Alguna vez volverá.

El poema es extraordinario por lo que oculta detrás su aparente simpleza. Creo que aquí Hernández usó la metáfora no solo para escaparle a la censura franquista, sino también para cifrar una pequeña ontología de la patria. Para Hernández, la patria –que acaba de ser arrasada en una guerra tremenda y fratricida– no ha desaparecido: se ha convertido en puro potencial[4]. Bastará una gota de aquello que la constituía para que se active su memoria, es decir, su esencia. Este potencial, inmaterial como un recuerdo, es, en definitiva, la patria misma en estado latente. Su reencarnación es inevitable, solo una cuestión de tiempo.  Hernández no lo duda. El último verso es una rotunda afirmación.

Quisiera tener el temple de Hernández. Pero estos son días oscuros y el horizonte no augura claridades; la desesperanza, inevitable, cala hondo. Aun así, no podemos olvidar que hay gente que alimenta en comedores populares con comida que conjura casi de la nada; hay médicas y enfermeros que curan en hospitales carentes de insumos; hay maestros y profesores que enseñan con salarios de hambre. Hay gente que pese a los abundantes pronósticos en su contra se empeña en producir y en cooperar. Desde la precariedad se escriben libros hermosos, que desde la precariedad se publican. Hay hombres y mujeres con un pie en la pobreza que se ajustan el cinturón para ayudar a quienes tienen menos. Esto sigue siendo así. Lo veo y lo escucho, todos los días.

Qué hacer, es la pregunta. Ojalá tuviera la respuesta; me la tatuaría en la frente y saldría a predicarla por los cuatro puntos cardinales. No tengo el coraje de Hernández, pero quizá pueda, podamos aprender algo de él. Miguel Hernández, derrotado, moribundo, escribió hasta el último día. Y quizá eso sea la única respuesta posible: hacer, seguir haciendo. Mi patria, que es la de muchos, se va, pero este campo no dejará de sentir su recuerdo. Nos toca seguir, alimentar esa memoria aunque se sienta que tiramos gotas en la inmensidad, hasta que un día (que ojalá sea pronto), con otros colores y otras formas, despierte y vuelva.


[1] (Vale el momento para el disclaimer: no busco en este texto indagar sobre el significado de la patria, ni hacer un análisis político, ni bucear en ninguna profundidad. Esto es simplemente un intento de seguirle el paso mi indagación personalísima, un poco confusa y bastante tortuosa, sobre el tema. Como dijo Mark Twain, a quienes busquen un motivo o un fondo moral en estas palabras se los sacará a los tiros).

[2] Habrá quienes digan que esto es demasiado, que es una falta de respeto, que quién creo que soy para estar cuestionando a Borges. Quizá tengan razón. Si me lo merezco, que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados.

[3] Evito aquí la identificación entre patria y estado/nación, que es más bien una imposición formal que una idea, y que tiene poco (o nada) que ver con el relato de la patria que cada persona se formula.

[4] La palabra “campo”, de hecho, remite a los campos de la física (el gravitatorio, el electromagnético), que son, en esencia, el potencial de que exista una fuerza – para comprobarlo, no hay más que soltar un objeto desde cualquier altura y observar como el potencial gravitatorio se convierte en una fuerza que lo empuja hacia el piso. La coincidencia es casual, supongo, pero no por eso menos sugerente.


Fotografía: Martín Taddei

Una respuesta a “Chau, patria mía”

  1. Nicolás dice:

    Buen tema, buen texto. Cuando era chico, pensaba que la patria era los símbolos y el himno, formar fila e izar la bandera al ritmo de alguna marcha militar. De adolescente y joven pensé que la patria era la familia, los amigos, el asado, el vino, la universidad pública y alguna lideresa política de aquellos años. Todo colapsó. Llegando a los 30 y viviendo fugazmente en esa madriguera portuaria, algunos citadinos me hicieron entender que como provinciano (y del norte!) no me merecía la patria que hasta ese momento pensaba era mía, y que yo solo era «un indio que venía del medio se la selva» (sic). Así, y sintiéndome un lituano en mi propia patria, decidí irme en busca de otra. Hoy, muy muy lejos, viviendo hace un lustro en la ciudad más aislada del mundo, la patria se me presenta en formas más abstractas y que si bien tienen una clara raíz, se pueden encontrar en muchos lugares y son más bien abstractas: el sonido del coyuyo en diciembre, alguna montaña, la Yunga (o algo que se le parezca), alguna que otra canción, alguna historia común. Sigo sin encontrar el sentido de la patria, solo a veces la veo en mis fantasías.

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