Por Verónica Barbero|
Los sábados somos una caravana obediente que sigue al cejijunto hasta la estación de trenes. Vamos a esperar el auto que nos compró de regalo. Sé que un día llegará en el vagón de carga, con moño amarillo, bajo un papel de celofán que hará crujir el viento. El guardia ya nos conoce y nos deja acampar sobre el andén desierto donde nos recibe un airecito con olor a pis que viene de las vías. Hay que saltar por encima de algunos cuerpos que duermen entre valijas, tapados con colchas, para llegar al banco de madera donde mamá y la abuela despliegan las cosas para el mate. Los días de frío yo me ovillo junto a ellas, rodeada por la semioscuridad, puedo calcular la hora del día cuando la luz penetra por los altos ventanales dándole vida a los manchones de caca de pájaro que parecen fantasmas sobre los vidrios. Las palomas rompen el silencio, trato de entender qué dicen, creo que quieren vengarse de nosotras.
En casa vivía el abuelo que coleccionaba jaulas de distintas formas en las que criaba bumbunas. Un día amanecieron muertas, dicen que fue el chico de la honda. Él pasa horas sentado en el techo de casa esperando a las cigüeñas. Según mamá, lo hizo porque el viejo se fue con la niñera. Al chico de la honda lo pusieron en penitencia pero la abuela no pudo desprenderse de las jaulas, ni de los pájaros, eran lo único del abuelo que le quedaba. Las dejó ahí colgadas en la pared del fondo de casa hasta que los cuerpos se convirtieron en puñados de plumas aplastadas.
Esos sábados en la estación, que pasan como uno solo, el cejijunto camina por la plataforma, de traje azul y pelo lamido hacia atrás dejando al descubierto su frente enorme surcada por una vena en la sien derecha. Vive con nosotras debajo de mi cama. Está prohibido hablar con él aunque nadie lo diga; yo igual un día me animé a preguntarle: —¿Estás muerto? —me dijo que no, que olvidó cómo hacerlo. Y sé que en esto no miente porque se sienta a la mesa a comer con nosotros y nos hace el asado de los domingos.
La abuela fue quien lo encontró una noche debajo de la cama cuando yo aún no había nacido, la despertaron las voces de los vecinos que señalaban hacia la casa diciendo: —¿Vieron eso? —ella por pena lo dejó quedarse, a pesar del miedo que le daban sus cejas gruesas y juntas. La mayor parte del tiempo que pasamos en el andén, juego a caminar como él. Apoyo los pies sobre la parte exterior de mis plantas, mis piernas se arquean hacia afuera igual que las de él. Voy detrás levantándolas lo más que puedo y las dejo caer golpeando el piso con el talón para lograr que el taconeo de los dos retumbe a la misma vez contra las paredes, lo cual ocurre pocas veces porque mis pasos son más cortos. Salteo una baldosa sin pisar las juntas y cada cinco pasos me detengo para escupir dos veces para el costado, como hace él, apuntando hacia los montones de basura en las esquinas donde yacen algunos cuerpos de palomas. Vamos desde la puerta esquivando el reloj en el centro de la estación, hasta donde termina el andén. Mamá nos sonríe cuando pasamos frente a ella y la abuela nos ofrece sanguchitos.
El cejijunto siempre la desprecia con su mirada al frente. Para la abuela, los buenos modales son muy importantes, ella en casa lo presenta a las visitas como uno más de la familia aunque él crea que ser familia es tomar las cosas que le gustan sin pedirlas; como cadenitas de oro, algún collar de mamá, mi álbum de figuritas que tiene las hojas duras por la plasticola y ensucia el piso con brillantina. Si me canso, vuelvo al banco de madera a jugar a que vamos en balsa y que somos las únicas sobrevivientes de algún pueblo que desapareció. Miro el techo hasta que me duele el cuello, señalo hacia arriba y le hago preguntas a mamá. Ella dice arcos o filigranas o cúpu la, siempre contesta con una sola palabra. Sus ojos caídos hacia los costados tienen expresión de susto sobre todo si hay cerca alguna paloma. El techo es alto como el de una iglesia y los arcos de metal se pierden hasta donde no puedo ver. ¿Será que llegan hasta el lugar de donde viene el tren? Mamá y la abuela lo llaman la Estrella.
Mi mamá quería ser una estrella y por eso guarda muchas corbatas, ella las usa a escondidas para cantar tango, desnuda frente al espejo. Mi amiga de la vuelta de casa dice que tenga cuidado porque el tren viene de Buenos Aires, un lugar muy grande donde se pierden las madres, así se perdió la de ella. Yo vigilo a mamá por miedo a que se vaya y no vuelva. Con tantas horas de espera me di cuenta de que en el piso de la estación una encuentra cualquier cosa, moños por ejemplo; guardo moños azules, rojos, tipo pom pom o con forma de flores, otros con lazos largos… Al encontrar uno me imagino que es una oreja que asoma, al tirar voy desenterrar un gigante con la forma del regalo. Estoy segura que sucederá cuando encuentre uno de color amarillo, es mi color de la suerte.
La estación se llena de voces cuando está por llegar el tren. El olor a pis del andén se mezcla con el de café que ofrecen los vendedores con sus termos. Quedamos rodeadas por una multitud que imagino que vienen a acompañarnos en la espera. Cuando el guardia hace sonar su silbato puedo ver el humo que se acerca, después líneas verticales y horizontales que pasan frente a mí a toda velocidad y paran con un chirrido de frenos y olor a metal quemado. Los pasajeros siempre bajan apurados, se abrazan con sus familiares y nos abandonan como si fuesen llamados a otra realidad donde nosotros no tenemos cabida, sólo queda algún moño rodan do por el piso que alguien arrojó al recibir un ramo de flores. El guardia me deja subir al tren vacío, corro entre hileras de asientos verdes lustrosos de grasa que en los siguientes vagones cambian por otros más blandos, ideales para dormir la siesta los días de calor. Siempre me demoro en llegar al último, el vagón de asientos duros donde cada sábado muere la ilusión. Me quedo mirando desde la ventanilla al cejijunto que va y viene entre algunos pasajeros que aún esperan, los sigue con un papel en la mano, el comprobante de compra del auto que jamás llega. Le miran las cejas, lo esquivan y continúan caminando como si no debieran tocarlo ni acercarse.
De vuelta en casa, la espera de los sábados nos deja en silencio, a él se le nota el enojo cuando se le hincha la vena de la sien derecha. A la hora de la cena, hace levitar los tenedores y hasta estrella algunos platos contra la pared. Esas noches yo digo que voy a ordenar mis moños, me meto al ropero de la abuela donde puedo sentir el abrazo de las mangas de los delantales que ella guarda y cuelgan de las perchas. Al otro día ya nadie habla del regalo que no llega. El cejijunto vuelve a la tarea de afilar cuchillos, frota los filos sobre una lonja de cuero mientras conversa con alguien que nosotras no vemos. Luego los ordena debajo de la cama en hilera de mayor a menor, apoyándolos dos veces antes de dejarlos sobre el suelo y después los mueve un centímetro hacia su izquierda. Tiene el registro exacto de la posición en la que los deja, siempre sabe si alguien se atrevió a tocarlos. A veces juegan, con mamá, a algo que no entiendo. Él balancea ante los ojos de ella un cuchillo, el relampagueo del filo creo que la hipnotiza porque se queda quieta. Él se acerca al oído y dice: —¿Qué quieres que te corte? —y ella nunca le contesta. Mi mamá pone una distancia prudente al escondite del cejijunto bajo mi cama, desde el otro día que desordenó los cuchillos al barrer. Yo estaba en la vereda. Escuché gritos. Las ruedas de los autos que pasaban estampaban el hollejo de las naranjas en el empedrado; pensé que así iba a quedar la cabeza de mamá cuando vi al cejijunto con el pelo de ella anudado a su mano que se estiraba como si fuera un elástico negro y la hacía rebotar contra la pared del living. Nos mostró sus dientes con gruñidos cuando tratamos de calmarlo, después la soltó y rompió todos los cuadros, sobre todo los que te siguen con la mirada. Me acordé del número del policía que la abuela había pegado entre imanes en la puerta de la heladera. —Por las dudas —había dicho ella.
El cejijunto no se asustó cuando llegó el agente, al contrario, corrió hacia el auto, más bien hacia la luz colorada y se le pegó como un bicho. Tratamos de bajarlo pero él le decía a ese alguien invisible, que luego nos buscaría, que no estaba decidido si nos llevaría en pedazos o enteras. Unos días después, volvió a la casa. Estaba echado en el umbral y la abuela, una vez más, abrió la puerta y lo dejó entrar: —El pobre no tiene dónde ir. Yo le puse mala cara. Ella me retó y me mandó a que me mirara las cejas en el espejo.»
Extracto desde “Aquí se restauran niños y vírgenes” de Verónica Barbero (2018) Minibus Editorial
Nacida en diciembre de 1963. Publicó cuentos en la antología 40° Narrativa Tucumana Contemporánea, editada por Blatt & Ríos y en la revista Muta. Participó en un podcast de la Segunda temporada de Los Cartógrafos con el cuento Crayones. Asistió a clínicas con Carlos Ríos, Marisol Alonso, Francisco Bittar, Damían Ríos, Eduardo Muslip y Elena Bossi organizadas por el grupo Ampersand y El Juguete Rabioso. Publicó el libro de cuentos “Aquí se restauran niños y vírgenes” con la editorial Minibus.
Un buen libro, una estructura bien pensada.
Con la autora ya lo charlamos
Sus construcciones prometen.
Augurios