Suscribirme

ISSN 2684-0626

 

Aquí podés hacer tu donación a La Papa:

Libros Tucumán es una librería especializada en literatura de Tucumán ubicada en Lola Mora 73, Yerba Buena – Tucumán.

 

 

 

 

 

Daniel Medina: “Un escritor que escribe para agradar se parece demasiado a un político en campaña”

El escritor salteño Daniel Medina (Metán, 1981), entre la memoria técnica y la memoria literaria, responde sobre los elementos que giran en torno a las lecturas de su novela La felicidad de los normales (Editorial Nudista, 2024). Charla sobre procesos históricos y procesos creativos: la narrativa salteña en la actualidad y la necesidad de que algo se rompa, de tanto en tanto.

Por Mario Flores |

—En La felicidad de los normales se juegan varios duelos entre la memoria y la actualidad, sobre todo con la idea de una alienación memorial que permite la reiteración de ciertos relatos de época de fase como la última dictadura militar, en novelas de “mayor rotación” como Nuestra parte de noche y Para hechizar a un cazador (aunque sus autores aseguran que -el/como tema- dictadura no es la principal plataforma para su trasfondo novelístico). ¿Cómo fue posicionar en la presencia del recuerdo y la memoria una Salta fuera de ese espectro histórico? ¿Qué formas de narrar la memoria se presentan actualmente desde ese borde historiográfico?

En el secundario donde estudié la dictadura era algo de lo que no se hablaba. No por censura explícita, sino por ese silencio más eficaz que se instala cuando todos han aprendido, sin necesidad de instrucciones, que hay temas que conviene dejar de lado. Historia Argentina se dictaba en dos años, pero nunca pasamos de la Década Infame. Y en casa, tampoco: el tema no era parte de la conversación. Así que empecé a llenar los huecos. Me obsesioné con lo que había pasado en ese lapso nebuloso, sobre todo con el último Golpe de Estado. No fui el único. Recuerdo que en quinto año nos pidieron una monografía individual, tema libre. Al menos diez compañeros eligieron los golpes de Estado. Era evidente que todos estábamos tratando de entender algo que nos rozaba y nos dejaba marcas sin que supiéramos bien por qué. Al terminar el secundario entré a un terciario a estudiar Comunicación Social, y el primer ensayo que entregué fue sobre los medios durante la dictadura. Después vino el kirchnerismo y, con él, la reivindicación de las políticas de Memoria y Justicia. Y por un instante —uno ingenuo— sentí que podía descansar de todo eso. Como si el Estado, por fin, hiciera lo que había que hacer: impedir que el olvido se volviera institucional. Veníamos del menemismo, después de todo, de esa época que pretendía que todo podía enterrarse bajo una capa de reconciliación amnésica. Pero el germen de La felicidad de los normales vino por otro lado. Estudié desde jardín hasta quinto año con el hijo de un genocida. Un chico común, con el que compartí cumpleaños y meriendas. Estuve varias veces en su casa. Lo que me impresiona, todavía, es el contraste: una familia absolutamente normal, incluso cálida, que se ensombrecía apenas ese hombre —el padre— entraba a la cocina. Era algo físico, algo que se palpaba. Un miedo que entonces no sabía nombrar pero que hoy reconozco. En la adolescencia empezaron las preguntas, pero en aquel tiempo no había internet y, en torno a ciertos temas, el silencio seguía siendo el método. La novela no está basada en esa familia, pero me interesaba esa zona íntima, especialmente la relación entre padres e hijos: ¿cómo se vive sabiendo que tu padre es considerado un monstruo? Leí Escritos desobedientes, esos testimonios de hijas —casi siempre hijas— que rompieron el pacto de sangre y repudiaron a sus padres genocidas. Me sirvieron, pero a medias. Yo no buscaba la denuncia, sino otra cosa: el detalle mínimo, lo cotidiano: cómo se comporta el monstruo cuando no está matando. Si lee cuentos antes de dormir, si canta canciones de cuna, si alguna vez acaricia. Perdí a mi padre cuando tenía diez años. Me resulta difícil imaginar cómo sería un padre terrible. Tal vez por eso escribí esta historia. Para explorar esa zona ambigua: donde lo monstruoso se mezcla con lo doméstico, y lo doméstico no alcanza para redimir nada.

—Al igual que en Detrás de las imágenes, tu primera novela, hay un montaje que puede no ser experimental (ya que podemos leer en lineamientos de realismo, para poner términos literarios) pero que aún así involucra diversos formatos narrativos: tweets, diálogos simultáneos, paralelismos lingüísticos, cuentos dentro de la novela que son firmados por el protagonista de la misma, glosarios y correos electrónicos. ¿Cuál es el criterio principal a la hora de hilvanar la presencia del drama con diversos modos textuales? ¿Hay una decisión de romper la linealidad y enfrentar al lector con otros modos de contar?

Supongo que es una forma de realismo. Quiero decir: mi realidad no es una línea recta. Está rota. Está cruzada por múltiples formas de texto que no hacen otra cosa que superponerse, interrumpirse, complejizarse. En una novela extensa, eso me sirve. Me permite abrir una ventana, dejar que el lector respire fuera de la voz narrativa. Ahí es donde entran los tuits, un cuento, incluso un videojuego. No sólo como distracción: a veces es como una fisura por donde se cuela otra realidad. Pienso en los videojuegos, en cómo pueden llevarnos de un presente reconocible —pongamos Salta, 2020— a un combate medieval o a un paisaje después del desastre. Y ese salto, ese desvío, no arruina la historia. La expande. Porque cambia el ritmo, cambia el tono, cambia el clima. Una novela larga puede soportarlo. Es más: lo necesita. Necesita que algo se rompa de tanto en tanto, que lo inesperado irrumpa. Que el lector no se acomode.

Bolaño dijo algo sobre esto: comparaba la novela corta con un esgrimista. Alguien que domina una técnica y la ejecuta en un salón vacío, sin que le tiemble el brazo. La novela larga, en cambio, es otra cosa. Es un samurái en el barro. Rodeado. Golpeando como puede. Ahí no hay perfección: hay esfuerzo, hay invención, hay agotamiento. Y también, claro, hay errores. A mí me interesa eso: el barro. La posibilidad del capricho de escribir un fragmento que quizá no tiene razón de estar, salvo que me gusta. En La felicidad de los normales, por ejemplo, hay una escena donde el personaje escribe un mensaje y el autocorrector le impone las palabras. Podría no estar. No cambia nada. Pero lo dejé. Era una forma de jugar. De desviarme. Y en una novela larga, eso también es parte de la verdad. Agrego algo, aunque quizá no sea del todo justo: Nocturno de Chile es, sí, una novela más redonda que Los detectives salvajes. Lo mismo podría decirse de Crónica de una muerte anunciada frente a los excesos de Cien años de soledad. Pero hay algo en esa desmesura —en esa voluntad de abarcarlo todo, aunque no todo encaje— que a mí me resulta más formativo. Aprendo más de esas novelas que no se disculpan por su exceso. De esas novelas felizmente imperfectas.

—Hay un cuento, “El lector”, que es escrito por el protagonista de La felicidad de los normales, y en este ejercicio de desdoblamiento -lectores leyendo la escritura de lo escrito- se presenta un tercer movimiento: la crítica literaria. La doña del cuento obliga a un huésped a leer en voz alta, para amenizar el hospedaje, textos de Juan Carlos Dávalos, y asegura que “Eso piensan los jóvenes, cuando yo era profesora de Letras, nunca faltaba el que hablara de la complejidad y lo inteligente, sin poder ver la fuerza oculta y mucho más compleja que se oculta en un relato de nuestra tradición”; y más adelante: “Ustedes los jóvenes creen que están inventándolo todo. Creen que nadie hizo lo mismo antes. No hay nada más vivo y necesario que la tradición, hay verdades metafísicas fijadas en estos paisajes, en esta tierra y si no entienden eso jamás van a escribir algo que le llegue a los tobillos a mi Dávalos”. Ese posesivo del ‘mi’ ejemplifica un claro posicionamiento de lectura que atraviesa lo institucional, la idiosincrasia de la comarca y hasta el rol de lo académico y los hábitos de consumo: como si no pudiera ser más verosímil posible, podríamos identificar ese discurso (incluso más allá de lo generacional) en la escena cultural de una provincia como Salta. ¿Qué se discute en este ámbito del consumo y el acceso a los libros y qué rol crees que puede llegar a ocupar toda literatura que se entrecruce con lo canónico?

Si me hubieran hecho esta pregunta hace unos años, quizás habría respondido otra cosa. Con el tiempo, las respuestas cambian, se reacomodan, como todo. Recuerdo que en Salta, hace unos diez o quince años, era evidente una cosa: muchos de los escritores consagrados no tendían puentes a quienes recién empezaban. Era una suerte de cerco invisible, una frontera silenciosa entre lo viejo y lo nuevo. Y justamente de eso surgió un cuento: de esa sensación de que lo viejo asfixia lo nuevo. Tengo una imagen: un taller de narrativa con Marcelo Cohen, también en Salta. Leyó nuestros textos y dijo algo que me quedó clavado: le sorprendía que en ninguno de los cuentos los personajes hablaran por celular, ni chatearan ni usaran internet. “Estos cuentos podrían haber sido escritos hace veinte años”, dijo. Y tenía razón. Como si la tradición más fuerte de lecturas locales hubiera detenido el tiempo en un pasado remoto. El resultado: escritores que se autoproclaman realistas pero que no logran aprehender la realidad. Es curioso pensar cómo uno cambia con los años. Ese cuento, si no me equivoco, lo escribí hace más de diez. Hoy intento una relación más conciliadora con esa tradición que antes me resultaba sofocante. El cuento de Dávalos que lee uno de mis personajes es buenísimo. Muchas cosas del canon literario local valen la pena, aunque también es cierto que no todo lo nuevo es verdaderamente nuevo. En Salta —como en tantos otros lugares— cada tanto surge una generación convencida de que la literatura empieza con ellos. Esa arrogancia no sólo es ingenua, también es dañina. Abre una puerta peligrosa: la de la ignorancia celebrada. Mi manera de leer no responde a ningún método: trato de equilibrar los clásicos con lo nuevo. Y aunque sé que es imposible estar al tanto de todo, lo intento. Mi recorrido como lector está hecho de caprichos, hallazgos, decepciones.

La literatura, para mí, es como mi playlist. Puede empezar con un tema de Gilda, seguir con Wos, Gardel cantando “Volver”, algo de los Redondos, La Renga, Mercedes Sosa con “Zamba para olvidarte”, “Bad Bitch” de Paco Amoroso y Ca7riel, la Cabalgata de las Valquirias de Wagner (y la imagen inevitable de los helicópteros sobrevolando Vietnam en Apocalypse Now), “Bombón asesino”, y ahora, con mi hija, canciones como “Chu Chu Ua” o “Lali Pampín”. Leer debería ser eso. Y cuando escribo, soy esa mezcla. Para mí, la literatura es un espacio de libertad total. Nadie debería decidir quién puede publicar ni sobre qué temas se puede escribir.

—Hay un ensayo en el cual Fabián Soberón usó el término “gótico norteño” para referirse a ciertas obras (literarias, fílmicas, ubicadas en cierto aspecto del horror) que, podemos ver ahora, inician el planteamiento de una estética y una concepción del lenguaje propia de la reconfiguración del paisajismo o el folklore de las versiones idílicas. ¿Esta novela supuso un avance con respecto a los cuentos de Oparricidios y Detrás de las imágenes al elucubrar fuera de los elementos de la ciencia ficción, el gaming o el capitalismo de call centers? ¿Qué sería específicamente un avance en el proceso de escritura para un novelista?

La palabra “avance” es la que me incomoda. Sugiere una línea recta, un progreso acumulativo, y la escritura —al menos para mí— nunca ha sido eso. Es cierto que con el tiempo uno gana ciertas herramientas, algo parecido al oficio, pero también es cierto que cada libro viene con sus propias trampas y su propio sistema de obstáculos. Lo aprendido antes apenas sirve. Uno deja de cometer ciertos errores y empieza a cometer otros. Nuevos, más sutiles, a veces más peligrosos. Sí hay dos cosas que noto: tengo más paciencia con las frases, o quizás menos miedo a que se alarguen. Y algo más, quizás más profundo: Salta ha dejado de ser un personaje para volverse un telón de fondo. Particular, inevitable, pero fondo al fin. Esto ya lo conté, pero los lectores se renuevan —lo decía Mirtha Legrand, con otra intención, claro—: cuando empecé a escribir lo hacía contra una idea impuesta de salteñidad. Un relato uniforme y utilitario que el gobierno promovía con fines turísticos. Como si hubiera una sola forma de ser salteño. Esa obsesión mía, con los años y los libros, se fue diluyendo. No porque haya dejado de importarme sino porque entendí algo obvio: nadie puede imponer del todo una identidad. Y me parece genial y sano que existan distintas formas de habitar ese ser salteño. Hoy, al menos en la capital, esa homogeneidad es imposible. Tal vez en otros municipios sea distinto. Pero con una conexión a internet, uno puede construir su propio mundo. Y el Estado, por más que lo intente, ya no puede romperlo.

—En una reseña reciente de esta obra, Maira Rivainera apunta que los personajes ejercitan la presencia de la miseria: se recorren con soltura las 388 páginas debido a lo fatídico o lo inhumano, a veces desde lo no narrado, desde los espacios en blanco: “te diste cuenta de que las fantasías, las mentiras, las exageraciones, bien pueden ser los pilares de esa realidad”. Siguiendo este tejido de lo absurdo y lo excrementicio, quizás dentro del humor satírico de Jesse Ball o Michel Houellebecq (aunque sin construir una épica nacional de lo paródico), ¿La memoria es una especie de reality show como aquel que se comenta en la novela? Y (en relectura de Detrás de las imágenes), ¿hay un detrás de la historia o detrás de lo escrito que repercute en el sentido de una lectura actualizada del horror?

Lo grotesco y lo visceral ocupan poco espacio en la literatura local. Se les teme. Tal vez porque obligan a mirar lo que preferimos ignorar. En Salta todavía pesa la necesidad de hacer algo “lindo”. Y ese “lindo” suele equivaler a no incomodar. Ni provocar, ni desentonar. Mucho menos cuestionar. Hay historias que se limitan a recorrer un árbol genealógico, hoja por hoja, cuidando que ninguna se marchite, que todas luzcan limpias, decorosas. No es algo menor: es una elección. Pero yo no creo que se pueda escribir desde el miedo a molestar. Ni desde la necesidad de caer bien. Un escritor que escribe para agradar se parece demasiado a un político en campaña. Y ya tenemos suficientes de esos.

—Pareciera que el género novela, en Salta, se ha detenido en la producción de obras de remembranza, autobiografías o autoficciones, e historias que más que un propósito literario persiguen una funcionalidad social: ¿se escribe menos ficción? Cuando publicaste esta novela (fines de 2023, principios de 2024), a través de Editorial Nudista podía percibirse una -tal vez- etapa editorial que implica la apuesta por ciertas escrituras que representen un desafío estético y literario, sin mencionar la extensión de ciertos libros recientes, que superan con creces las 300 páginas. ¿Publicar una novela larga es algo que pensaste con respecto a sus posibles lecturas en una “tierra de poetas”?

Hace unos veinte años, Martín Caparrós pasó por la provincia para escribir El interior. En ese libro dejó caer una provocación: decía que Salta es tierra de poetas porque la poesía es un género “patricio”, una actividad de gente con tiempo, con respaldo. Y que la escasez de novelas se explicaba porque una novela necesita de un obrero: alguien que no espere a las musas, que simplemente se siente —todos los días— a golpear las teclas. Caparrós escribió eso en 2006, y aunque la idea tiene algo de verdad, no estoy nada de acuerdo con lo del “patriciado”. Es cierto que muchos de los nombres más visibles de la poesía local durante años pertenecieron a una élite. Pero en los últimos tiempos, la poesía —al menos la que circula por abajo— se ha vuelto otra cosa: un lugar de libertad. Se imprimían en libros de cartón, se recitaba en festivales, circulaba en redes sociales, sobrevivía como podía. Es un género flexible, nómade. Breve, sí, pero también por eso más fácil de compartir, más accesible para los editores independientes, más viable para los lectores con poco tiempo o con atención dispersa. Algo similar pasa con el microrrelato, que también ha encontrado su espacio en Salta. Pero la novela —y esto sí se lo concedo a Caparrós— es otra historia. Requiere horas. Requiere rutina. Requiere resistencia. No porque la inspiración no exista, sino porque si te sentás a esperarla el libro no llega nunca. Acá es inevitable pensar en Virginia Woolf y en ese cuarto propio, aunque en nuestro caso ese cuarto muchas veces no está o está lleno de otros ruidos. Y escribir novelas, además, no paga las cuentas.

¿Con esto quiero decir que la novela vale más que la poesía, el cuento o el microrrelato? No, sólo quiero señalar que las condiciones de producción son distintas y que, a pesar de esas condiciones, hay novelistas menores de 45 que están escribiendo libros notables. El ensayo es otra cuestión. Más difícil todavía. Betina Campuzano acaba de ganar un premio internacional importante (Premio Casa de las Américas, Categoría Ensayo de tema artístico literario: «Hace tiempo que caminas. El testimonio andino de la violencia política en el Perú»), pero por ahora parece ser la excepción y no la regla.

—En 2020, durante las transmisiones en vivo (porque era pandemia) de la Feria del Libro de La Rioja, fuiste entrevistado por Victoria Rodríguez Rea acerca de tu primera novela y allí habías adelantado, como quien menciona algo al pasar, la idea de escribir una novela en segunda persona. ¿Cuáles son esas decisiones primigenias que, al redactar, especifican un tiempo y un espacio? ¿Hay voces o tonalidades que considerás mejores que otras a la hora de representar ciertas narraciones?

Me atraen los desafíos técnicos. A veces, busco una historia que los justifique. Son juegos, experimentaciones, ejercicios de forma que muchas veces terminan en un baúl. Literal: tengo un baúl lleno de cuentos que no van a ver la luz y dos novelas que tampoco merecen salir al ruedo. Quise escribir, por ejemplo, con un narrador en primera del plural, como en Las vírgenes suicidas. Probé también una segunda del plural, imitando el tono de un guía turístico: fallé. Intenté una novela donde cada capítulo respondiera a un género distinto: comedia, terror, policial. Algo de eso quedó en un manuscrito reciente, pero el resultado está lejos del plan original.

No me gusta repetirme. Pero uno escribe desde sus obsesiones, y esas obsesiones tienden a regresar. Los personajes se parecen. Las atmósferas también. Hay una tensión constante entre el deseo de hacer algo nuevo y el miedo a no saber cómo hacerlo. Probar con un género nuevo implica aceptar las propias limitaciones. No solo técnicas: también temperamentales. Intenté escribir terror, por ejemplo. Pero cada dos párrafos se me ocurre una situación que podría hacer reír. Y el humor y el miedo no se mezclan. Son, literalmente, agua y aceite.

—Si bien una novela protagonizada por el hijo de un exrepresor de los años setenta, pareciera más que atinada en un momento donde la potencia de la crueldad en los discursos de memoria e historia se resignifican a través del poder político de redes y medios. El protagonista trabaja como troll en uno de estos centros estratégicos de doppelgangers digitales, operando a través de la falsedad doblemente beligerante. ¿Cuál es el volumen de negación que hay entre la ficción y la política? ¿Cuál es, y sobre todo en Salta, su “memoria literaria” también?

En Salta, poetas como Kuky Herrán o Jesús Ramón Vera —solo por nombrar dos— convirtieron la poesía en un escudo contra el olvido y contra el miedo. Seguramente hay más: no los tengo presentes ahora, pero están. Bisiesto viene de golpe, la novela de Francisco Zamora, también debería decirse. Zamora fue periodista en El Tribuno y el manuscrito de ese libro —eso cuentan— pasó años enterrado en un jardín. Como otros libros. Como otras verdades. Porque podían usarse en su contra. Escribían para preservar la memoria. Para denunciar lo que no se podía decir en voz alta, aquello que el poder callaba con uniformes, con decretos, con miedo.

Hoy el poder ha cambiado de rostro. Pero el deseo es el mismo: reescribir la historia. Reacomodar las palabras para que parezca que los militares no fueron tan malos. Que pedir la presencia del Estado es de zurdos. Que el zurdo es corrupto por definición. Que la corrupción solo está del lado opuesto. Y ya que hablamos de reescrituras, también sorprende lo que se está haciendo con el menemismo. Algunos quieren convencernos de que fue una era dorada. Nosotros, quienes vivimos los 90, no podemos olvidar el saqueo, el desempleo, la devastación lenta. La segunda década infame. Y sin embargo, el gobierno de Milei lo celebra. Lo eleva. Lo vuelve mito. Ese tipo de operación sólo es posible cuando al otro lado hay algo más que indiferencia. Hay una ignorancia fabricada. Y una voluntad de olvido.


Daniel Medina nació en Metán, Salta, en 1981. Es escritor y periodista. Publicó el libro de cuentos Oparrici-dios (Editorial intravenosa, 2014) y las novelas Detrás de las imágenes (Editorial Nudista, 2018) y La felicidad de los normales (Editorial Nudista, 2024).

2 respuestas a “Daniel Medina: “Un escritor que escribe para agradar se parece demasiado a un político en campaña””

  1. Sara Mamani dice:

    no conocía a este escritor. Dan ganas de comenzar a leerlo. GRACIAS

  2. Mabel Franzone dice:

    Es una entrevista hermosa e inteligente. Una radiografía de la realidad y de las letras actuales en Salta y mucho mas allá. Me encanta.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *