Por Pablo Campos |
Vivís frente a la plaza de Luján, a la vuelta de la Basílica, yo en Villa Luján, a unas cuadras de la plaza. Es curioso que coincidiéramos en esos detalles nominales y que nos separaran 1200 kilómetros. ¿Te das cuenta, María, que desde que hicimos contacto hemos hablado 24 x 7 durante un par de semanas, parando sólo para dormir y comer un poco? Malditas redes, les debo el azar de haberte encontrado, la puta madre que nos parió.
Después de una semana, teníamos charlado todo lo que pueden charlar dos personas que viven en provincias lejanas. Nunca supiste decirme cómo fue que capté toda tu atención. Yo sí me acuerdo las cosas que dijiste para atraparme: estábamos hablando de rutinas domésticas (tu T.O.C, fijo para cocinar y lavar ropa), de fútbol (¿detestas el Mundial pero te encanta ir a la cancha?), de la nobleza dudosa de varios alcoholes (nos decidimos por vinos de medio pelo pero que sirven de compañeros), y luego pasamos revista a los amores, a los posibles y a los imposibles. Al final, claro, hablamos de sexo. Y ahí quedamos, librados a una maraña caliente de imágenes puras y palabras duras. Abandonado a nosotros en ese torrente tibio, te hice una de esas preguntas pasibles de no ser respondidas, esas que nacen forzadas, ingenuas, innecesarias: “De todo lo que te gusta, ¿qué es lo que más te gusta”? Tu respuesta fue inmediata, como si la hubieras meditado años: “Lo que más me gusta en la vida es aprender”. Creí haber escuchado mal y casi cometí la idiotez de pedirte que lo repitieras. Te hubiera costado nada seguirme la corriente, jugar con el lugar común de mi interrogante pueril. No pude anticipar las derivaciones de tu respuesta, el mundo de sugerencias eróticas (ni el mundo todo, ni los mundos) que disparabas con un simple infinitivo: aprender. El lúcido tirón de ese verbo me llevó de la turgencia y la placidez al desconcierto más súbito. No conforme con mi perplejidad, miraste fijo por la pantalla y repreguntaste: “¿Y a vos, qué es lo que más te gusta?” El tono de la frase era una caricia menos cálida que amenazante. Arrinconado, tardé en contestar que “me estabas violando el cerebro”. Cómo nos reímos de la sinceridad de mi extravío. Sin interrumpir tu risa, la transformaste en otro sonido: era tu libido corriendo suelta, tu voz en espasmos parecidos a una carcajada que solloza. Entonces recordé una de las primeras descripciones y advertencias que me hiciste, sobre vos misma: “Amo, amo a los gritos”.
Nuestro sexo sin sexo se repetía casi solitario todos los días. Pero la intensidad no bastó. Una tarde, sentada bajo la sombra de una glorieta, dijiste que no dabas más, que la distancia te pesaba, que la ansiedad se te había disparado, que no te alcanzaba con los dos tilos que tomabas por día, que necesitabas el rescate del Clona. Todo eso porque yo te tenía prendida fuego, y que había que poner el cuerpo de una vez por todas.
“Si vos no podés venir viajo yo, hoy busco vuelo para salir mañana”, fue tu propuesta lapidaria. Coordinamos todo y cancelé cualquier compromiso laboral o familiar. Llegabas un sábado 22 de junio a las 10 de la noche. Me pediste por favor que no fuera al aeropuerto porque fantaseabas con llegar vos sola a mi departamento, tocar el portero, y después el timbre, y que te abriera la puerta con la mayor naturalidad posible, y que todo pareciera una escena cotidiana. Prometí cumplir tu fantasía.
Es domingo 23 de junio y es la hora del día en que la luz opaca los ambientes. Temí que pasara: no viniste. Por supuesto que bloqueaste mi número y cualquier red social.
Gualicho Turbio suena en el parlantecito y la reja del balcón vibra con los graves. Apago la música y enciendo el último cigarrillo. Miro los techos plateados del barrio desde la altura de este noveno piso y me parece que los estoy observando por primera vez. El tabaco se consume, reprimo la idea de tirar al vacío la colilla humeante y descarto que a vos te hubiera divertido tirarla sólo para verme la cara de fastidio.
Pasó una semana desde que no viniste. Todo, por aquí, es quietud. Todavía no sos un recuerdo. O en todo caso, María, sos puro recuerdo y necesito que dejes de serlo. Trato de creer que despedirnos me hubiera ayudado. Pero hasta ahora no me sirve despedirte, una y otra vez, escribiéndote mensajes como éste, que nunca vas a leer.

Estudiante moroso de la carrera de filosofía en la UNT. Integra el Dpto. de Artes Visuales y Literatura de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de S. M. de Tucumán.