Por Lucas Cosci |
La tarde del jueves 11 de julio, un triste lamento recorría las calles de Santiago: Jorge Rosenberg había abandonado esta vida tantas veces contada. De no creer, el autor del Zoco de la buri buri, el que le había puesto palabra a los reflujos de una memoria compartida, el escritor y poeta más popular de nuestra literatura, dejaba de ser Rosenberg, para ser El Zoco para siempre.
Hay duelo en las calles. Los medios locales y las redes sociales explotan de luto. Nadie lo puede creer. El Zoco se ha ido. Fotos y textos trajinan a raudales las galerías de la web. Casi no hay santiagueño que no lamente su partida como alguien entrañable e íntimo. “Tristeza absoluta”, titula el diario que ha visto nacer sus Zocos de la buri buri, allá por la primavera del año 1991.
¿A qué se debe la llegada de este escritor que ha podido conquistar lectores desprevenidos, lectores de fajina, que quizás nunca antes habían leído páginas literarias? ¿Y qué va a pasar ahora con su partida?
Lo primero que se me ocurre pensar es que la ciudad se ha quedado sin relato. ¿No es esa acaso la más brutal orfandad para los vecinos que transitamos sus calles? Una ciudad sin relato es una ciudad a la intemperie. Estamos desprotegidos. El porvenir aguarda sin decorados. El olvido es una amenaza en cada esquina. La ciudad va a volver a la mudez de otros tiempos. Volverá a ser una ciudad sin narrador. Los silencios de las calles van a quedar aplastados en el pavimento como pájaros muertos, sin una voz que los cobije de las inclemencias.
Porque Rosenberg ha sido narrador “por atardecer”, el narrador de “la ciudad empedrada”. Los zocos han construido un relato posible sobre el pasado cercano de nuestra Madre de Ciudades. Hasta el momento de aparición de estas viñetas, la ciudad no tenía voz; quedaba al margen de todos los relatos. Era un impulso desnudo que pedía el asilo de una vida narrada.
Porque hasta no hace mucho la literatura en Santiago había estado seducida por un embrujo telúrico y pastoril; atrapada en la nostalgia de un tiempo difuso que quedaba allá lejos y tierra adentro. Había un distanciamiento insalvable entre vida ciudadana y representación literaria. El Zoco viene a zanjar esa ruptura. Desde la era Rosenberg –me permito decirlo así–, por primera vez un escritor habla desde la ciudad, sobre la ciudad, en santiagueño urbano, con la memoria de un pasado reciente a flor de piel en el recuerdo y en la fantasía de muchos. Su mundo ha sido de cuatro avenidas. Lo ha sabido siempre, sin nunca esperar otra cosa. No ha tenido la pretensión de entregarse a otra escala literaria, más allá del horizonte simbólico de lapachos y de ausencias. La “ciudad empedrada” ha sido su mundo, y sus textos no esperaban que ese mundo se proyectara fuera de sí mismo.
Pertenece a una generación de narradores que ha sabido encontrar en la vida ciudadana las posibilidades de una poética diferente. Narradores natos, que publican sus primeros libros después de los ochenta, entre los que encontramos a Carlos Manuel Fernández Loza, a Raúl Lima, a Alberto Alba, a Julio Carreras y una lista de más o menos una decena de autores. Narradores que han remontado las aguas del relato corto como una opción estética.
Lo he dicho en otras notas: la irrupción del Zoco de la buri buri ha sido un acontecimiento fundacional para el giro del campo a la ciudad en lo que significa el domicilio escritural de una obra. Su autor ha sido el anfitrión simbólico que se ha apropiado de la ciudad y sus espacios y, desde ahí, ha dado paso a esa nueva literatura, que ya se aventuraba por caminos inexplorados.
Jorge Rosenberg se hace conocer en el campo literario con la poesía. En 1987 publica La pelota de la luna, un exquisito poemario en el que despunta algo distinto a la clásica poesía santiagueña. Después de los noventa inicia su viaje sin retorno hacia el universo narrativo, con una propuesta de características únicas que, aunque sigue siendo poética, ahora la encontramos investida de simulada prosa periodística.
Vamos a reseñar una breve historia de estas “estampas”.
En su origen el Zoco está ligado a la historia del periodismo en Santiago. Coincide con la aparición del Nuevo Diario de Santiago del Estero. Nada parecido existía con anterioridad. No hay registros de un Zoco concebido antes de la tinta precipitada de este flamante periódico.
Es hacia fines del año 1991 cuando en las páginas del Nuevo Diario se inicia la publicación semanal de unas extrañas notas de tono narrativo, “estampas”, cuyo tema excluyente era la Ciudad de Santiago del Estero y su mitología urbana. Fundado por don José María Cantos, este diario aparece en su momento con toda la fuerza de un desafío a las costumbres reincidentes. Al momento, reinaba la hegemonía de un único medio gráfico, bajo cuya sombra no crecía ningún retoño. Siempre ha sido difícil la existencia sostenida de un segundo diario. Pero esta vez, nacía algo diferente, con una apuesta fuerte para ganar su lugar entre los lectores. Parte de esa gran apuesta ha sido el suplemento Pluma y Pincel, que en los primeros tiempos lo dirigía Alberto Tasso. Una excelente y cuidada propuesta cultural, en la que escriben las mejores plumas del momento. Y en ese suplemento empieza a publicarse la serie conocida con el nombre de El Zoco de la buri buri. Estampas de la vida santiagueña que, con algunas intermitencias, ha seguido hasta el final y ha sido leída todos los domingos por un importante segmento de lectores de toda condición social y cultural. Porque estos relatos de la memoria de la ciudad vieja vienen provistos de un nuevo lector. Es un lector sin edad, ni generación, ni clase social. El lector es el vecino, el hombre o la mujer que tiene alguna memoria de lo narrado o que ha escuchado una versión oral del asunto. Es el lector que se siente parte de la historia contada.
La aparición de los Zocos empieza siendo una novedad sin precedentes, porque aborda un nicho inexplorado en la literatura de estas latitudes: una esfera “entre géneros”, que potencia su virtud en los cruces. A medio camino entre literatura y periodismo, entre ficción y realidad, entre narración y poesía, el “Zoco” es un juego literario que, como todo juego, involucra de manera casi personal al lector. Invita a ser parte de su círculo, a revivir viejas emociones vinculadas a lugares y símbolos de nuestra ciudad. Es un convite casi irresistible.
Nadie puede negar que hay un lenguaje poético. Sin embargo, por la intencionalidad, por las características que tiene como formato literario, se lo reconoce más cerca del relato o la crónica que cualquier otro género. Relatos de sucesos que el autor recupera de una memoria circular.
No es el lenguaje de un cronista que escribe para un diario. Es un lenguaje cargado de recursos y de guiños literarios. Por otro lado, no deja de haber una impronta periodística en los textos. Esa impronta se visibiliza en el decidido esfuerzo para cristalizar un pasado evanescente, por documentarlo, pero documentar poéticamente, si se me permite el oxímoron. Y hablo de documentar “un pasado” porque no es el pasado subjetivo del poeta, personal, individual, sino que es el rescate de un pasado compartido, el ejercicio lo que podría llamar una poética de la memoria. Entonces, con el uso del lenguaje poético, intenta un modo de documentación que recupera un pasado compartido y lo comunica con una constelación de guiños que los lectores interpretan perfectamente. Y ese es el origen de su popularidad. Los actores involucrados se ven interpelados por el texto que está mandando señales; señales que reenvían a un tiempo, cuyo brillo persiste en el presente.
Uno se pregunta, ¿las cosas que cuenta Rosenberg son sucesos reales? Digo que la pregunta no tiene sentido. Es como preguntarnos si es real Moby Dick. Es un relato, tiene una estructura de ficción, busca construir un mundo propio, poner en intriga lo que se escurre por las alcantarillas de la memoria. Como todo relato ficcional, tiene un valor por sí mismo, con independencia de los hechos que describe. En eso se distancia del periodismo. En la crónica periodística, el texto está subordinado a los hechos. Aquí los hechos se dejan llevar por un texto que los libera de la realidad, por inmersión en la magia del orden ficcional.
El nombre de esas notas –cuya exegesis ya ha sido ensayada por muchos– remite a un juego infantil de palabras que aluden a cierta burla o fiasco.
Con el tiempo, estos textos ganarían una popularidad pocas veces vista y serían publicados, además del diario, en siete libros sucesivos, desde el año 1996 hasta el último Zoco VII, Crónicas precipitadas, publicado en el 2022.
¿Qué ciudad describe esta poética? “Una ciudad sitiada a sí misma”. Un Santiago que no existe ya, o que nunca existió o que solo existe como construcción imaginaria en la memoria fantasiosa de los santiagueños. Una Ciudad inventada, como dice el título de la maravillosa película de Lorena Jozami. “De una u otra manera yo ya había anteriormente presentido que la ciudad de Santiago del Estero había desaparecido para mí y, a pesar de ello, la he intentado revivir infinidad de veces con la pluma, la palabra, la imaginación”…
La popularidad de estos textos da cuenta de una fibra muy íntima de los lectores, que se ha visto tocada por una magia. Algo no dicho en los discursos instituidos encontraba su eco y su palabra. El Zoco, entonces, pasaría a ser una joya preciada de la literatura santiagueña.
De nuevo, el olvido es una amenaza en cada esquina. La ciudad se ha quedado sin narrador. Las calles han vuelto a un mutismo inmemorial. ¿Cómo salir de esto sin lesiones en el alma?
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Vive en la provincia de Santiago del Estero. Es doctor en Filosofía por La Universidad Nacional de Córdoba. Docente e investigador en la UNSE y en la UNT. Autor de libros de ficción, entre los que se encuentran Faustino (novela, 2011), La memoria del viento (cuentos, 2012), 1958, estación Gombrowicz (novela, 2015), Ciudad sin Sombras (Novela, 2018); y del ensayo El telar de la Trama. Orestes Di Lullo, narrativa e identidad (2015). Es autor del blog El cuaderno de Asterión, en línea desde el año 2009, donde publica artículos literarios y de actualidad política