Por Lucas Cosci |
Con la eficacia letal de una flecha envenenada, “la violencia de un cross a la mandíbula” o la hipnosis de una píldora ansiolítica, un título es un disparo al aire; un disparo que se propaga por el mundo en efectos impredecibles.
Antes, durante o después de haber escrito una novela o un libro de cuentos, los escritores nos sorprendemos en el apremio de afrontar la pregunta: “y ahora, ¿qué título le pongo?” A lo mejor para algunos sea una cuestión menor, de escasa incidencia; se avienen a lo primero que les sale al encuentro. Otros, tienen una habilidad intuitiva para encontrar fórmulas eficaces. Estamos, por último, los que consideramos que es un asunto decisivo y al mismo tiempo no tenemos ninguna habilidad intuitiva. Somos los más. Somos, digo, porque siempre he vivido con dramatismo la decisión por un título. Por eso me tomo en serio la tarea de pensarlo en su estructura interna.
¿Cómo se construye un título? El título de un texto narrativo, ¿es una ocurrencia arbitraria o existe una lógica que lo produce? ¿Cuál es esa lógica que conecta a un título con la unidad de sentido de un texto narrativo? ¿Cuál es la sintaxis que rige su elección?
Lo primero que pensamos es que un título se rige con la lógica de la nominación. Establecemos la equivalencia entre poner un título y poner un nombre. Lo pensamos como un acto bautismal. La pregunta entonces es, ¿hasta qué punto un título funciona igual que un nombre? Un nombre cumple la función de designar, de individualizar, de señalar algo del mundo, algo concreto y determinado: alguien, algo, o dónde; es decir, personas, cosas o lugares. Un título, en cambio, desborda esa función. En literatura, y en el arte en general, esa función es tangencial y de segundo orden. Un título es en primer orden parte de una composición, un ingrediente en la arquitectura de la obra, un componente que llegado el caso resulta primordial. Funciona como un organizador que articula, reconfigura, pone en perspectiva, atraviesa, incluso eventualmente contradice. Es, además, una inscripción, una incrustación en la trama simbólica del mundo, que se vuelve gramática de aquello mismo que nómina.
Títulus, en latín, significa “rótulo”, “cartel” o “anuncio”.
Pero a eso agregamos: invitación, interpelación, provocación, promesa o liturgia; un título es, también, una ceremonia bautismal que abre una hendidura en el texto. Es la grieta para negociar significados con el mundo.
¿Cuánto incide en la lectura y en el goce de un texto narrativo? Un título bien puesto, ¿levanta una obra?
El sentido común nos dice que no. En efecto, se dirá: un buen texto es un buen texto, con independencia de los rótulos que le pongamos. Una buena novela va a ser siempre una buena novela, cualquiera sea el título que la anuncie; por lo mismo, a un relato mal escrito no lo redime ningún canto de sirena. Sí. Pero el caso es que la mayoría de las novelas y relatos que leemos y que escribimos, entran en esa categoría que no son ni tan extraordinarios, para valerse por sí mismos; ni tan irrelevantes, que no los rescate ningún título prodigioso. Entonces sí, vale preguntar de nuevo: un título bien puesto, ¿levanta un texto?
No sé si se pueda hablar de buenos o de malos títulos. En todo caso, diremos que hay algunos que funcionan y otros que no. Pueden levantar o tirar abajo.
Un título funcional vuelve el texto más sólido. Anticipa, crea expectativas, promete sentidos. Redondea un todo de significación. Efectos que no solo dependen de un orden semántico, sino que, además, residen en la sonoridad de las palabras, en su cadencia, en sus juegos de semejanza.
Un título no funcional produce un efecto de choque, de incongruencia, de falta. Desorienta, genera incertidumbre y bloquea el acceso anticipado a cierta estructura de significación.
De nuevo, la pregunta de comienzo, ¿cuáles son las lógicas que rigen la elección de un título funcional?
De momento, revisando casos emblemáticos de las tradiciones vigentes, encuentro algunas pistas: Hay títulos basados en metaforizaciones y en metonimizaciones; hay algunos basados en nombres propios; otros en palabras-clave o en construcciones sinópticas; los hay basados en citas que remiten a textos preexistentes; o en operaciones lúdicas, cifras, y algún etcétera más.
La novela fundacional de nuestro idioma, El Quijote, se publica por primera vez, como es sabido, con el nombre de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en 1605. Diez años después, la segunda parte sale con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, para finalmente quedar reducida a Don Quijote o, El Quijote, a secas, nombre que en sí mismo conlleva un juego de semejanzas: Cuixot, en catalán; coxa, en latín, significan cadera y designan la pieza de un arnés que usaban los caballeros. Concluimos entonces que la primera novela moderna lleva por título un nombre propio que, además, es un juego de palabras. Inaugura una forma clásica de titular una obra narrativa. Es la fórmula por excelencia de la novelística del siglo XIX, aunque perdura durante el siglo XX y aún en nuestros días: Eugenia Grandet, Ana Karenina, Madame Bobary, para el siglo XIX, cuyos autores por conocidos no voy a nombrar. Ulises, Adán Buenosayres, Pedro Páramo, e incluso el Shunko, de nuestro Jorge W. Abalos, para el siglo XX; Baumgartner de Paul Austero, más cercano a nosotros, Edgardo H. Berg de Fabián Soberón, para el siglo en curso. La lista puede ser interminable.
Similar al ejemplo de El Quijote es Facundo –ya sé que no es una novela, pero bien podría serlo–, que en 1845 se publicó como Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Aspecto físico, costumbres y ámbitos de la República Argentina, para quedar con el tiempo reducida al simple Facundo. Libros ambos cuyos títulos originales han sufrido una operación de edición por la que se ha desglosado el nombre propio.
Paso ahora a preguntarme por un título que ocupa un lugar central en nuestras literaturas: Respiración artificial, de Ricardo Piglia. ¿Por qué Respiración artificial? Quizás no sea tan claro explicarlo, pero todos sabemos que es una metáfora, una gran metáfora –muy sugestiva, por cierto– y cada lector podrá sumarse al juego de las interpretaciones. La metáfora trabaja desde la exterioridad. Los títulos-metáforas se construyen con una expresión que intenta, mediante la aproximación de campos semánticos distantes, alojar la multiplicidad de sentidos que el relato promete. Por ejemplo, la no naturalidad de las escrituras –cartas y papeles que se cruzan– y de nuestro vínculo con el pasado, entre otras significaciones posibles. Tienen un efecto seductor, prometedor. Cosechan antes de haber sembrado. Pero no cualquier metáfora funciona. Es necesario que esté provista de cierta sonoridad, originalidad y sugerencias copiosas, como en este caso, y los que siguen: Sota de bastos, caballo de espada de Héctor Tizón; El viento que arrasa de Selva Almada, La ciudad de cristal (City of Glass) de Paul Auster, El beso de la mujer araña de Manuel Puig, Pasar el infiernillo de Pablo Donzelli, Río de gelatina de Eduardo Rosenzvaig.
Se cuenta que cuando Roberto Arlt terminaba de escribir su primera novela, su amigo Ricardo Guiraldes le sugirió con toda lucidez un cambio de título. En lugar del poco elegante La vida puerca, como Arlt había pensado llamar a su proyecto narrativo, le propuso investirlo como El juguete rabioso, que era el título de la tercera sección de la novela. Así quedó y es una de las mejores credenciales de nuestra literatura.
Sería entonces lo que podríamos llamar un título-metonimia. Se traslada al título general de la obra el de una sección o capítulo, y ese movimiento de palabras también implica desplazamientos de sentidos. Funcionan con relativa frecuencia en los libros de cuentos y relatos. Es una forma de generar unidad en la dispersión. Un viejo truco consiste en nombrar la serie completa con el título de uno de los cuentos en particular, que se considera por algún motivo digno de destacar. La fórmula clásica consistía en el agregado de la expresión “y otros cuentos”. Ejemplo, La gallina degollada y otros cuentos; o si no, simplemente 222 patitos, a secas, para el libro de Federico Falco. Esta lógica rige también para las novelas en las que el conjunto lleva el título de un capítulo, como pasa de modo magistral en la opera prima de Roberto Arlt.
La que sigue es una pregunta contrafáctica, pero bien vale para pensar, ¿hubiésemos leído de la misma manera El juguete rabioso si lo hubiésemos conocido como La vida puerca? La dejo pendiente.
El polaco Gombrowicz ha titulado la totalidad de sus libros con una sola palabra, un sustantivo sin artículo, como corresponde a la gramática de su lengua natal: Bacacay, Ferdydurke, Cosmos, Pornografía, son algunos ejemplos. La lógica que conecta el título con el contenido narrativo es arbitraria, nula o tan débil que se vuelve un acertijo. Bacacay era el nombre de la calle de la pensión donde vivía el autor en Buenos Aires, Ferdydurke es una palabra que no significa nada ni en polaco ni en español y Cosmos es una alusión tan vaga que lo comprende todo sin ninguna referencia en particular. Un caso similar en la literatura argentina son las obras de Juan Filloy: ¡Estafen!, Caterva, Sexamor, Gentuza. También Fogwill: Urbana, Runa.
Otras veces, la palabra única que encabeza el libro invade con su sentido la totalidad de la obra. Son ejemplos El túnel de Sabato, El pozo de Onetti, La metamorfosis (Die Verwandlung) de Kafka, Los Pichiciegos de Fogwill, Cometierra de Dolores Reyes, Rayuela de Cortázar. En todos ellos la palabra del título deviene clave de lectura. Los títulos-palabra-clave son estructuras de un único término, cuyo sentido nos conecta sin mediaciones con el asunto o tema central del relato.
En contraste, La insoportable levedad del ser de Milan Kundera, es un título que en sí mismo resulta una tesis de filosofía; lo mismo que La vida está en otra parte, también del autor Checo. Tienen un carácter asertórico, postulan una idea antes de empezar el relato. Son títulos-tesis. En general son más extensos de lo habitual. Quedan incluidos aquí: La revolución es un sueño eterno de Andrés Rivera, El país de las últimas cosas (In The Country of Last Things), de Auster, La belleza del mundo de Tizón.
Crónica de una muerte anunciada es un clásico del boom. Intenta ser un título de prensa, como sinopsis de la historia narrada por García Márquez. Así también con otros representantes de este fenómeno epocal de nuestra literatura: La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Son títulos-sinopsis. Ejemplos: La crueldad de la vida de Liliana Hecker, Distancia de rescate de Samanta Schweblin, Una noche con Sabrina Love de Pedro Mairal.
Hemingway tomó una cita de Jonh Donne para generar uno de los títulos más populares de su obra: Por quién doblan las campanas. Hay títulos que se construyen con citas. Citas de obras literarias, de canciones, de textos bíblicos, inclusive de refranes y pueden tener o no conexión con el asunto. Osvaldo Soriano ha sido un eximio cultor de esta técnica que se aplica a sus novelas: Triste, solitario y final, referencia a un pasaje de la novela El largo adiós de Raymond Chandler; A sus plantas rendido un león, estrofa perdida de la versión original del Himno Argentino; No habrá más penas ni olvidos, verso del tango Mi Buenos Aires querido. William Faulkner también supo componer títulos con citas, en algunos casos de origen bíblico: ¡Absalon!, ¡Absalón!; o de origen literario, como El sonido y la furia, que se desprende de un verso de Macbeth. Entre nosotros, está el libro de María Diaco, Pueblo chico, que sería la cita incompleta de un conocido refrán. Los títulos-cita son eficaces. Tienen el efecto de un golpe de resonancia en la memoria del lector. Suscitan asociaciones audaces.
Nadie nada nunca de Juan José Saer, es un ejemplo de interés creciente para el análisis. Su característica más relevante es que son tres palabras (dos pronombres y un adverbio) que conllevan una negación, con prescindencia del verbo. Las tres palabras son de dos silabas. Además, hay un juego de sonoridades que se basa en la repetición de la letra “n” y de la vocal “a”, en las tres palabras, dos veces juntas y en la tercera separadas. Son títulos-juegos que buscan hacer relucir las palabras como viejos oropeles, a través de juegos de sonoridades, de repeticiones o de semejanzas: Op Oloop de Juan Filloy, Finnegans wake (intraducible a nuestro idioma) de Joyce, Los autonautas de la cosmopista de Cortázar, El llano en llamas deJuan Rulfo.
Otros prefieren apelar al laconismo de los números. Pero es un laconismo aparente, porque los números economizan signos, pero no palabras. Títulos-cifras: 1984 de George Orwell, 1234 de Paul Auster, 77 de Guillermo Saccomano, 2666 de Roberto Bolaño.
Hay, además, obras en español cuyos títulos son palabras en algún idioma extranjero o en lenguas clásicas o nativas, por ejemplo, Terra Nostra de Carlos Fuentes o Checkpoint de Elsa Drucaroff. Hay obras de títulos bilingües, como la bellísima y surrealista Lluvia amarilla y perros in the night, de Juan Ahuerma Salazar. O en lenguas originarias, como el quichua ¡Anchuy Chuspi! de Héctor Tevez. Se busca producir un efecto, jugar con el lenguaje, producir una interferencia lingüística sugestiva o una deliberada incongruencia.
Por último, hay libros que no caben en ninguna categoría o que son únicos en su tipo. Tal vez sea el caso de Museo de la novela de la Eterna de Macedonio Fernández.
Con frecuencia suceden formas combinadas: La invención de Morel, La muerte de Artemio Cruz, Una noche con Sabrina Love, combinan nombres propios con una expresión sinóptica. 222 patitos combina el uso de números y la metonimia. ¡Absalón!, ¡Absalón! es una cita bíblica que se compone de un nombre propio.
En fin, metáforas, metonimias, nombres propios, palabras-clave, tesis, sinopsis, citas, juegos, cifras, extranjerismos, seguro hay muchas otras formas de profesar esta liturgia bautismal. Nada más he querido aquí hacer un muestreo ilustrativo que nos ayude cuando estamos ante la tremenda tarea de encontrar un título para una novela que se nos rebela.
Todas estas formas coinciden en algo: son un bello, supremo esfuerzo para nombrar lo innombrable.
Ilustración de portada: Gabriela Canteros
Vive en la provincia de Santiago del Estero. Es doctor en Filosofía por La Universidad Nacional de Córdoba. Docente e investigador en la UNSE y en la UNT. Autor de libros de ficción, entre los que se encuentran Faustino (novela, 2011), La memoria del viento (cuentos, 2012), 1958, estación Gombrowicz (novela, 2015), Ciudad sin Sombras (Novela, 2018); y del ensayo El telar de la Trama. Orestes Di Lullo, narrativa e identidad (2015). Es autor del blog El cuaderno de Asterión, en línea desde el año 2009, donde publica artículos literarios y de actualidad política